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miércoles, 20 de febrero de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 4: Instalaciones





La Residencia ocupa un edificio monumental, en el barrio de Ciudad Jardín (aunque para todo el mundo, sigue siendo Prosperidad, la Prospe) del Distrito de Chamartín. De hecho, yo viví casi doce años muy cerca de allí (junto a la calle Pradillo), y siempre pensé que vivía en el barrio de Prosperidad. Ciertamente viví allí durante unos meses, pero en 1987 el Ayuntamiento de Madrid decidió segregar el tradicional barrio de Prosperidad en dos: Prosperidad (la parte Sur) y Ciudad Jardín (la parte Norte).

El edificio fue originalmente construido en la segunda mitad del siglo XIX, destinado a Residencia de Ancianos para las Hermanitas de la Caridad. Siguió funcionando de ese modo hasta la década de 1950, en que se abandonó y cayó prácticamente en ruinas. Tras varios intentos de reacondicionamiento para diversos usos, no fue hasta los noventa en que hubo capital disponible y acuerdo con el Ayuntamiento, para rehabilitarlo por completo y ponerlo en funcionamiento como Residencia de Ancianos cinco estrellas,  de gestión completamente privada. Así ha seguido funcionando hasta la actualidad.

Tanto por su ubicación como por el perfil social y económico de la gran mayoría de los clientes, la Residencia es, sin duda razonable alguna, Zona Nacional, permitidme la expresión. La prensa de cabecera es el ABC y, de hecho, muchos Residentes reciben allí directamente su ejemplar de suscripción . Alguna vez se ve algún ejemplar aislado de El País o de El Mundo pero, curiosamente, jamás vi a nadie que tuviera La Razón. Supongo que igual que existen los ricos de siempre y los nuevos ricos, también debe existir la gente de orden de siempre y los nuevos derechistas. Como anécdota, recuerdo que el día en que Pedro Sánchez ganó la moción de censura en el Congreso de los Diputados, el ambiente en la Residencia era totalmente depresivo, y algunas conversaciones que escuché tenían un cariz claramente pre-apocalípticas.

El edificio tiene cinco plantas públicas (ignoro si puede haber otras localizaciones desconocidas para mí). La planta baja (planta 0, de acuerdo a la terminología utilizada en los ascensores) es la de ingreso y recepción desde la calle. En ella está el mostrador y las dependencias de la Recepción, diversos despachos para la Dirección y las Supervisoras, así como alguna sala de reuniones. También hay un cierto número de habitaciones para los Residentes, rotuladas con números ciento y pico. Esto genera habituales confusiones, planta cero con habitaciones cuyo número empieza por el uno. La misma disfunción se repite en las demás plantas.

Las tres plantas superiores están íntegramente destinadas a habitaciones para Residentes, excepto los necesarios espacios para los diversos servicios (mostrador de atención a las visitas, almacenes para los diversos materiales necesarios para el servicio de las habitaciones, etc.). El diseño de cada planta es idéntico, por lo que pude ver. Consta de un largo pasillo, con habitaciones a ambos lados, dividido en dos tramos por el rellano principal. A cada extremo hay otros dos pasillos perpendiculares, también con habitaciones a ambos lados. Frente al rellano principal, hay un cuarto pasillo con algunas habitaciones más.

Mi habitación fue durante toda la estancia la número 216, ubicada en la primera planta, en uno de los pasillos perpendiculares del extremo. No sé exactamente cuántas habitaciones debe de haber por cada planta, pero calculo que, posiblemente, esté cerca de las 40 habitaciones por planta. La mayoría de ellas ocupadas por un solo Residente, pero también hay algunas de ocupación doble (matrimonios, hermanos,...). En la Planta Baja (la cero) el número de habitaciones debe de ser algo menor, debido a la merma provocada por los espacios comunes. En total, posiblemente habrá unas 150 habitaciones. Se asumía habitualmente que el número total de Residentes pudiera estar en el entorno de las 200 personas.

Aunque nunca pude verificarlo, siempre supuse (por diversas informaciones que me fueron llegando), que en algunas de las habitaciones de la tercera planta estarían los Residentes que ya no tenían capacidad para movilizarse hacia los espacios comunes.

Hay tres bloques de dos ascensores cada uno, para los desplazamientos verticales (entre la planta -1 -de la que luego hablaré- y la planta 3). En los extremos, hay dos ascensores de mayor tamaño, estilo hospital, que permiten movilizar camillas, lo que en la Residencia es, desgraciadamente, bastante habitual. Durante mi estancia, creo que nunca conseguí ver a los seis funcionando a la vez, siempre había alguno averiado, a veces por largos períodos de tiempo.

La planta sótano (ó -1) es otra historia completamente diferente, ya que está destinada principalmente a diversos espacios públicos y algunos otros servicios. En un extremo está el comedor comunitario, el área de cocinas y sus correspondientes zonas de servicio para cocineros y camareras.

Junto al comedor hay unas cuantas mesas redondas. A la hora de las comidas, es posible reservar alguna de estas mesas para que un Residente pueda almorzar o cenar con mayor intimidad, en compañía de una o varias personas que le hayan venido a visitar.

Junto al comedor está el mostrador de la Cafetería. Su servicio es de pago aparte, excepto un par de barriletes con agua fresca (creo que uno de ellos con adición de unas rodajas de limón) y una bandeja de vasos, de los que cualquiera (Residente, visitante, cuidador o personal de la casa) puede servirse libremente. Avanzada ya mi estancia, me habitué a tomar un café en la Cafetería, después de la comida. Algunas tardes, especialmente si venía algún amigo o familiar a visitarme, podía tomar una cervecita o una copita de vino blanco acompañada de un platito con patatas fritas, al igual que los sábados o los domingos, a la hora del vermú. Al principio pagaba en efectivo, pero más adelante descubrí la comodidad de pedir que cargaran el importe directamente a la factura mensual de mi habitación, lo que me liberó de tener que llevar siempre encima algún dinero. Y, dicho sea de paso, me permitió repetir muchas veces esa frase que vemos en las películas, cárgalo en mi cuenta.

El resto de esa ala está ocupada por un salón social, con un par de aparatos de televisión y algunos sillones y sofás. Siempre procurando dejar el suficiente espacio, por supuesto, para que puedan moverse con comodidad las personas en sillas de ruedas.

En el centro de la planta, frente a la escalinata singular, hay un salón al que se le denomina Salón de Juegos, y es allí donde se desarrollan la mayoría de espectáculos de la tarde (conferencias, bingo comunitario, proyecciones, etc.). En un armario hay algunos juegos de mesa, a disposición de los Residentes y sus visitantes. El aparato más grande de televisión está allí, junto a tres máquinas de vending, donde comprar snacks, sandwiches, bebidas, café, etc. Dispersas por la zona hay varias mesas grandes con sus correspondientes sillas, y algunos sillones y sofás.

Pegada al Salón de Juegos y habitualmente protegida (oculta) por unas puertas en acordeón, está la capilla, católica, por supuesto. Los sábados por la tarde se acostumbra a celebrar allí una Santa Misa. Durante el día, hay algunos Residentes que pasan algún tiempo en ella.

En esa zona hay dos Servicios públicos. Uno de ellos es normal, dedicado a los visitantes y a los Residentes que los puedan utilizar sin necesidad de ayuda alguna. El segundo, preparado para personas con capacidades diferentes, está reservado para los Residentes que requieren ayuda de alguna de las auxiliares.

En el ala izquierda de la planta hay otro salón, con su correspondiente aparato de televisión, sus sillones, mesas y sofás. Lo preside un piano de cola negro, que se utiliza habitualmente los viernes cuando hay algo de música en vivo. De vez en cuando, se ve a algún visitante utilizarlo de forma espontánea.

Hay también un Salón de Peluquería, que sólo funciona, por las mañanas, dos o tres días por semana, bajo estricta reserva previa en Recepción (o a través de alguna auxiliar), aunque el servicio es por estricto orden de llegada. Supongo que pasar unas horas esperando turno en la Peluquería es una forma tan buena como otras de echar la mañana. Aunque también pueden atender a algunas necesidades muy básicas de los caballeros (corte de pelo y poco más), su especialidad es la peluquería para señoras.

Cuando yo llegué a la Residencia, tras más de un mes de estancia en el Hospital, mi aspecto era el de un náufrago. Tenía largas greñas de pelo revoltoso y no me había afeitado en las últimas cinco semanas. Visité la Peluquería en los primeros días de mi estancia. Allí una de las peluqueras me cortó el pelo, pero reconoció su incapacidad (básicamente por falta de medios) para afeitarme en condiciones. Conseguí que me recortara la barba con la maquinilla, pero luego tuve que completar el afeitado en el cuarto de baño de mi habitación, por mis propios medios.

En el extremo, separado por puertas que no son fáciles de abrir (una de ellas se abre mediante un botón a la altura del brazo extendido de una persona de pie), hay un salón grande donde se desarrollan las tareas de terapia ocupacional. Yo nunca lo visité, aunque lo podía ver a través de las vidrieras. A ciertas horas, también se sirve allí tanto almuerzo como cena, para aquellos Residentes que requieren de atenciones intensivas para comer, pero que no están tan graves como para no poder acceder a las zonas públicas comunes.

Junto a este salón y en algunas otras ubicaciones de la Residencia (junto al comedor comunitario, junto al mostrador de Recepción,...) hay un tablón de anuncios. Básicamente se expone allí un calendario con las actividades previstas para cada tarde del mes (bingo, conferencias, proyecciones, etc.) y también el Menú para el almuerzo y la cena del día. A veces hay también algunas otras notas de cierto interés.

Pasando una puerta, en el extremo del salón, está el último bloque de ascensores y por esa zona está el Gimnasio de Fisioterapia, la Enfermería, el Departamento Médico y alguna otra pequeña dependencia para uso de médicos o enfermeras. Cada tres semanas acude a la Residencia un podólogo, para el que se sigue el mismo proceso de reserva que para la Peluquería, y alguna vez vi también a un Dentista, que creo que acudía bajo petición concreta de algún Residente o su familiar.

La zona de Enfermería tiene una sala grande con un montón de camas y camillas, el almacén de medicinas y material sanitario, así como algunos despachos. A la hora de almuerzo y cena sale de allí el carrito-del-helao, con los medicamentos (comprimidos, grageas, cápsulas,...) que deba tomar cada Residente, organizado en casilleros, uno por cada habitación. Un panel en la puerta ruega a los Residentes o visitantes que no accedan a la Enfermería sin pedir previamente permiso o sin ir acompañados de la correspondiente Enfermera.

Tanto por las rozaduras en los pies como por el episodio de la sonda urinaria (que ya he contado) tuve que visitar la Enfermería con cierta frecuencia. Y os puedo garantizar que allí el espectáculo es, a menudo, bastante escatológico, y prefiero no entrar en más detalles. Por lo que ese panel es una medida prudente y no un mero capricho.

En algún lugar que yo desconozco de esa zona parece que hay también un Tanatorio, pero extremadamente discreto y casi clandestino. Os puedo asegurar que en la Residencia se habla muy poco de la muerte, porque, probablemente, ya toca vivirla más de lo que gustaría. Es política oficial, quizá más bien realpolitik, que el fallecimiento de algún Residente, lo que inevitablemente sucede con cierta frecuencia, es casi un Secreto de Estado, sólo conocido por los muy próximos. Aunque a veces, por motivos diversos, las circunstancias de la muerte o la personalidad del fallecido o fallecida, es más de público conocimiento, por Radio TacaTaca que nunca deja de funcionar.

Muchos días pasaba diez o quince minutos en los sillones frente al Gimnasio de Fisioterapia, esperando mi turno. Y vi pasar por allí, más de una vez, a parejas de señores con traje y corbata, que más parecía uniforme prestado que distinción propia. Inevitablemente me sugería la certeza de que se trataba de personal funerario.

Desde la Planta Sótano se tiene acceso al Jardín, que es una de las Joyas de la Corona de la Residencia. A él se accede por diversas puertas y es un espacio rectangular de buen tamaño, bastante bien cuidado. Muchas mañanas se podía ver al jardinero podando algunos setos o retirando las flores ya marchitas. En esa zona de la ciudad, un jardín tranquilo de esas dimensiones es un auténtico lujo.

Gracias a que mi estancia en la Residencia se desarrolló entre la primavera y el verano, utilicé muchísimo el Jardín, tanto por la mañana como en esas tardes largas. Aparte, era uno de los pocos lugares (junto al porche de la entrada) en que se podía fumar algún cigarrito.

En el centro hay una gran palmera, que es la que ofrece sombra casi a cualquier hora del día. Bajo ella hay una mesa grande, un sofá y un par de sillones de exterior. Es el sitio más noble del jardín, aunque casi siempre está okupado por algunos Residentes habituales, que han atesorado un cierto derecho no escrito a ocupar ese espacio a ciertas horas.

En todo el resto del Jardín hay dispersas mesas redondas de jardín, con abundancia de sillas de mimbre con cojines, así como algunos bancos. Hay algunos setos primorosamente esculpidos, algunos rosales y otras plantas que, en ciertos momentos, ofrecen flores de colorido variado. Y hay también algunos rincones umbríos, que ofrecen un agradable refugio para los días especialmente calurosos del verano.

Es habitual ver en el Jardín a grupitos formados por un Residente y sus visitantes, consumiendo algunos productos de la cafetería. Los camareros no sirven en las mesas del jardín (salvo algunas mínimas excepciones negociadas), por lo que alguno de los visitantes debe acercarse en persona al mostrador de la cafetería para pedir lo que desea y pagarlo, y llevarse a continuación las consumiciones en una bandeja hasta la zona del jardín en que esté su grupo.

La ubicación de la Residencia es privilegiada, ya que dispone de dos estaciones de Metro muy próximas, multitud de autobuses en las proximidades y un parking público de pago, prácticamente debajo. Cualquiera que quiera visitar a un familiar o amigo internado en la Residencia tiene, pues, todas las facilidades para poderlo hacer. Sólo le queda, y no es poco, poner la voluntad.

Hay que aceptar que resulta imposible que la estancia en una Residencia de este tipo sea un placer. Pero conviene reconocer también que los aspectos realmente cinco estrellas contribuyen a que la experiencia resulte algo menos deprimente de lo que podría llegar a ser.


"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 5: Personal

viernes, 8 de febrero de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 3: Primer Día



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 2: Curiosidad



El miércoles 16 de Mayo llegué ya muy tarde (pasadas las diez y media de la noche), mucho más tarde del toque de retreta habitual de la Residencia. A partir de las diez sólo quedaba el personal de guardia para la noche, una auxiliar por planta (creo), una enfermera y ningún médico.

Por lo que mi primer día de verdad fue el jueves 17 de Mayo. Mi hermana viajó desde Barcelona para acompañarme durante todo el día, en esa fase inicial, siempre compleja, de adaptación al nuevo medio.

Junto a la puerta de la habitación, como en todas, por cierto, habían puesto un rotulito con mi nombre, que rezaba "José M. Bigas Alberti". Esto provocó ciertas dudas y algunos errores. A quienes me preguntaban, yo les decía que mi nombre es José María y que podían llamarme Chema (o Txema, de igual fonética). Otros me llamaban directamente José Manuel. Y los más prácticos me llamaron Jose durante toda mi estancia. Más adelante renovaron los rótulos y me pusieron, por error, como "José Manuel". Tras reclamar en Recepción, recuperaron la fórmula inicial.

Uno de los que me llamaba habitualmente Chema era R., el camarero dominicano hijo a cargo de la cafetería. Hasta que un día, curiosamente y con mucho misterio, me preguntó si Chema era un nombre correcto, o sonaba más bien despectivo. Le despejé sus preocupaciones, y me siguió llamando Chema durante el resto de mi estancia.

La cama instalada inicialmente en la habitación, individual y estrechita, tenía movimiento eléctrico con un mando conectado por cable, que permitía levantar o bajar la zona de la cabeza o de los pies, buscando la mejor comodidad y la ergonomía más adecuada. Dos barandillas me protegían de amanecer por los suelos, pero, a cambio, me hacían dependiente de que otra persona me ayudara siempre para acostarme por la noche y levantarme por la mañana, ya que era prácticamente imposible manejar las barandillas desde el interior de la cama. Claro que yo, especialmente durante las primeras semanas, tampoco tenía la más mínima autonomía.

Más adelante, con nocturnidad y sin avisar, me encontré una tarde con que me habían sustituido la cama por otra sin movimiento eléctrico y sin barandillas. Hablé con las supervisoras que, sin darle importancia al asunto, me dijeron que las camas eléctricas (que serían unas pocas en toda la Residencia, por lo que entendí), se reservaban para las personas que definitivamente lo necesitaban, lo que parece que ya no era mi caso. Sí conseguí negociar que me instalaran unas barandillas en la nueva cama. Con movilidad muy reducida, las barandillas, además de su labor protectora, daban puntos de agarre para la movilidad en el interior de la cama.

Hacia las nueve y media de la mañana apareció en mi habitación una auxiliar con el desayuno, y luego me aseó en la ducha, utilizando, tanto para el desplazamiento como en el interior del cuarto de baño, una de esas sillas con ruedas, con un agujero en el asiento, que permite encajarla exactamente encima de la taza del water para proceder, en su caso, a las tareas excretivas propias.

En esas condiciones de movilidad muy disminuida, uno acaba entendiendo perfectamente el concepto de la dependencia, porque es absolutamente cierto que uno depende por completo de lo que hagan otras personas para llevar adelante muchas de las tareas cotidianas a las que habitualmente damos poca importancia.

La auxiliar me vistió y a continuación ya apareció mi hermana, que vino a la Residencia directamente desde Puerta de Atocha. Ese día, especialmente por la mañana, salí poco de la habitación, porque había bastantes tareas por realizar. Mi hermana dispuso la ropa que habíamos llevado desde mi casa en el armario, de doble cuerpo y ciertamente muy amplio, y escondió allí la maleta a continuación.

No paré de tener visitas todo el día. Yo era el nuevo, y desde todos los puntos de vista había que incorporarme a la mayor brevedad posible a las rutinas propias de la casa.

Primero vinieron las mujeres de la lavandería, con el objetivo de marcar las piezas de ropa que yo quisiera ir utilizando e integrarlas en el circuito de lavandería y redistribución a mi habitación. El servicio básico de lavandería estaba incluido en la factura mensual, pero había que pagar una pequeña cantidad por el marcado de cada pieza.

Como estábamos ya con la primavera avanzada, yo estaba feliz con vestuario ya de verano: camisas de manga corta, bermudas y las famosas zapatillas con velcro por todas partes, sin calcetines. Seleccionamos, pues, un número reducido de prendas para que las marcaran (con mi nombre y número de habitación). Esta primera selección incluía tres o cuatro camisas, un par de bermudas y unos cuantos calzoncillos. Más adelante, hice marcar tres o cuatro pañuelos de tela (nunca he conseguido habituarme a los de papel).

Con las prendas marcadas, las auxiliares se encargaban, habitualmente por la mañana, de colocar las prendas a lavar en los cestos que había por los pasillos. Al día siguiente (o al segundo día), aparecían automáticamente en mi armario, convenientemente lavadas y planchadas.

En las siguientes semanas, tanto los fisioterapeutas como la enfermera, identificaron que se me producían erosiones y heridas en los pies, especialmente en el izquierdo. Me recomendaron vivamente que utilizara calcetines con las zapatillas, con lo cual tuve que seleccionar unos cuantos pares de calcetines de algodón, para el verano, para su marcado e integración en el circuito de lavado. Algunos pares de calcetines se acabaron extraviando en el circuito durante varias semanas, y sólo tras sucesivas reclamaciones, volvieron a aparecer en el cajón de mi armario.

Esa primera mañana me visitó en la habitación P., el fisioterapeuta jefe, que hizo una valoración previa de mi situación, confirmando que, por el momento, mi ayuda técnica oficial para la deambulación sería la silla de ruedas. En la Residencia, Fisioterapia es quien manda en este tema. Me dio cita para el día siguiente, viernes, a la una de la tarde, para una primera sesión de valoración fina, prólogo de muchas semanas de una hora diaria en el gimnasio, de lunes a viernes (salvo festivos). P. fue el primero que citó el eslógan que me ha acompañado durante toda mi estancia (e incluso después de mi vuelta a casa): "Paciencia y Esfuerzo". Anticipó que el objetivo era poder abandonar la silla de ruedas, y cambiarla por un andador. Más adelante, debería ya poder andar con la ayuda de una o dos muletas. Luego con un simple bastón y a continuación, la media maratón. Optimista impenitente, siempre ligeramente sobreactuado, P. es un tipo de lo más agradable.

Me visitaron también la doctora (G., creo que de origen cubano) y la enfermera M., un encanto siempre con la sonrisa en la cara. Yo había llegado a la Residencia con una sonda urinaria y una bolsa externa para recoger la orina. Y también con una herida quirúrgica en la zona perineal, en la que todavía quedaban algunos puntos por caer.

Durante las primeras semanas de mi estancia, me realizaron reiteradas curas de la herida, hasta que ya cicatrizó del todo y se secó.

El tema de la bolsa para la orina fue algo más complejoEn el Hospital me había movido todo el mes con la misma bolsa, que servía tanto para el día (cualquier pequeño paseo suponía acarrear la bolsa, claro) como para colgarla de la barandilla de la cama por la noche. Al darme el alta hospitalaria, también me dieron una receta para bolsas de pierna, de menor capacidad, para su uso durante el día, fijada a la pantorrilla mediante dos cintas elásticas. En la Residencia, pues, utilizaba dos tipos diferentes de bolsa para la orina, que se cambiaban en el acto de levantarse por la mañana y de acostarse por la noche. La de noche era parecida a la del Hospital, colgando por fuera de la cama, y limitando de alguna forma los movimientos durante el sueño. Y durante el día utilizaba una de esas llamadas bolsas de pierna. La enfermera gestionó la receta que me habían dado, y trajo a mi habitación unas cuantas de ellas.

Durante el tiempo en que utilicé bolsa para la orina, ni médicos, ni enfermeras ni auxiliares llegaron a ponerse nunca de acuerdo sobre si cada día había que utilizar una bolsa nueva, o se podía reutilizar la de la víspera. Parece que al conectarlas y desconectarlas, esa zona se convierte en un nido de posibles gérmenes. En fin, sobreviví como pude a esa indefinición.

Por cierto, al vestir bermudas, la bolsa quedaba a la vista y añadía un elemento nada agradable a mi aspecto visual. De hecho, ello me valió la crítica de alguna de las enfermeras, y la mirada cruzada, pero sin palabras, de alguna de las Residentes.

Afortunadamente, la bolsita de marras sólo duró unas pocas semanas, ya que el lunes 4 de Junio detecté que, unas tres horas después de habérmela puesto, la bolsa de día estaba absolutamente seca. Fui directamente a la Enfermería, para resolver el problema. Allí detectaron que la sonda se había obstruido. Esta dispone de un mecanismo paralelo que permite su lavado mediante un jeringazo de agua (o suero o lo que sea). Pero no hubo forma de desatascarla. La doctora y la enfermera decidieron extraer la sonda e instalar otra nueva. Como os podéis imaginar, esas manipulaciones no fueron nada agradables. No consiguieron instalar una nueva, porque les faltaba un ánima de acero para llevar a cabo esa operación, y se les doblaba al alcanzar la vejiga. Se plantearon trasladarme al Hospital para que allí lo hicieran. Pero me dejaron varias horas acostado en la Enfermería, y empecé a miccionar espontáneamente. Viendo esta reacción, decidieron que ya no me hacía falta la sonda y abandoné, por fin, las bolsitas de orina. Un mes más tarde, en la revisión con la Uróloga del Ramón y Cajal, esta aprobó completamente las decisiones que tomaron ese día.

Una visita curiosa que recibí ese primer día fue la de la Psicóloga. Su misión, ante cualquier recién ingresado, es realizar una valoración psicológica de su estado mental e incluso espiritual. Tras unos minutos de agradable conversación, en que ella se dio cuenta de que mi único problema era de movilidad física, pero que mis capacidades intelectuales estaban intactas, me pidió perdón por tener que hacerme una serie de preguntas que me parecerían básicamente bastante idiotas. Efectivamente, vinieron preguntas muy evidentes, cómo la fecha del día, el país y ciudad en que estábamos, el nombre del Presidente del Gobierno (a la sazón, todavía Rajoy) y así toda una batería. También me pidió realizar algunos dibujos, geométricos y diversos, para validar mi coordinación espacial.

Su informe, lógicamente, fue que yo estaba en pleno uso de mis facultades mentales, y sólo apreció, con razón, que estaba sufriendo una cierta sensación de agobio por tener que enfrentarme a una situación que jamás habría podido anticipar. 

Como hablamos de mi afición por los viajes de tema enológico y vinícola, me pidió permiso para realizarme una última pregunta: ¿Cuál crees que es el mejor vino del mundo?. Mi respuesta, que utilicé más adelante en alguna otra ocasión, fue la siguiente: No lo sé, pero seguramente debe ser un vino blanco.

También me visitó Cloti, la chiquita responsable en la Residencia de las actividades. Tanto de la llamada terapia ocupacional, dedicada a aquellos ancianos que están extraviados en su propio mundo y que requieren ejercicios básicos para intentar ejercitar el cerebro y la memoria, como de los espectáculos comunitarios, todas las tardes de lunes a viernes. Cloti intentó convencerme de que me sumara a algunas de esas actividades, aunque entendía que mi interés, dadas mis circunstancias, pudiera ser limitado. 

Efectivamente, más o menos entre las cinco y media y las siete de la tarde, de lunes a viernes, había algún espectáculo, llamémoslo así. Habitualmente los viernes había algo de música en vivo. algunas veces un pianista, otras un grupito de cantantes, que intentaban, a menudo con más voluntad que acierto, entretener a los ancianos con melodías más o menos conocidas. Algunos días había un Bingo comunitario, con pequeños premios para los ganadores y otros había alguna conferencia sobre temas de historia o costumbres, que se desarrollaba, en general, entre la indolencia e indiferencia casi general de los Residentes aparcados en la zona.

Ese viernes me dejé convencer por la auxiliar, y bajé a ver el espectáculo, mientras mi hermana salía a darse un paseo. Mi concepto de la vergüenza ajena me impide describir lo patético del ambiente, tanto por la parte de los (presuntos) artistas como del propio público.

Excepcionalmente, hacia finales de Junio y coincidiendo con el fin del año escolar, tuvimos una sorpresa algo más agradable. Una mañana nos visitó un grupo numeroso de alumnos del colegio colindante con la Residencia, chicos y chicas de 13-15 años. Nos deleitaron con algún número musical y terminaron realizando algunas encuestas entre los Residentes, para recoger experiencias y recuerdos sobre el Madrid de su juventud. 

A Cloti le llamo chiquita, porque era un encanto bajito. siempre sonriente y entregada a los demás, y porque vestía casi siempre como una auténtica perroflauta, perdonadme la expresión.

Con mi hermana, bajamos a las dos de la tarde al comedor, para un almuerzo mano a mano en una de las mesas exteriores al comedor comunitario (que habíamos encargado previamente). Allí vimos por primera vez a la fumadora oficial de la Residencia, E., que se hacía llamar Q., que estaba fumando un cigarrito en el jardín, apoyada en el pilar junto a la puerta.

Por la tarde, bajamos un ratito al jardín, y luego me fui hacia el comedor (para la cena de las ocho), mientras mi hermana se volvía hacia Puerta de Atocha, para tomar el AVE de vuelta a su casa. Esa cena fue la primera de una larga serie de almuerzos y cenas en el comedor comunitario. Las auxiliares  me asignaron una plaza en una de las mesas masculinas, y allí seguí hasta que dejé la Residencia.

Tras la cena, antes de las nueve de la noche, regresé a la habitación. Sin más sobresaltos, terminó mi primer día cuando vino una auxiliar que me ayudó a desvestirme y acostarme (con el correspondiente cambio de la bolsa de orina). No serían más de las nueve y media de la noche, y ya estaba acostado.



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 4: Instalaciones