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viernes, 31 de mayo de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 11: Confesor laico




En una estancia tan larga como la mia en la Residencia, resulta inevitable una progresiva integración en el paisaje y el paisanaje del Centro. Y, al mismo tiempo, se desarrolla, no siempre voluntariamente, una cierta imagen, un cierto personaje, como manifestación pública de la interpretación colectiva de una persona.

Al principio, los que no conocían mi nombre, o no se acordaban, me identificaban como al hombre que siempre está leyendo en el jardín. Otros también me reconocían como el hombre que fuma algún cigarrito en el jardín y tiene cenicero propio. Bueno, eso, por supuesto, los que todavía tenían capacidad de distinguir mi presencia del paisaje.

En las últimas semanas de mi estancia, desarrollé, casi contra mi voluntad, otra faceta curiosa, un nuevo personaje, al que me permito llamar, exagerando sólo un poquito, como la de confesor laico. Os voy a contar algunas de las actuaciones en que tuvo un papel importante ese nuevo personaje.



Antes de iniciar uno de mis primeros paseos por la calle, ya con una sola muleta como ayuda técnica necesaria, estaba fumando un cigarrito en uno de los bancos del porche de acceso, cuando se me acercó una señora para pedirme fuego.

La señora, con gafas, la cabeza bastante clara y con plena capacidad de hablar, escuchar y razonar, tendría setenta y muchos años. Resultó que estaba ingresada en la Residencia junto a su hermano, mayor que ella, y de salud física y mental muy deteriorada. Me resultó curioso que no la hubiera visto nunca con anterioridad.

Se sentó a mi lado en el banco (su hermano vegetaba en su silla de ruedas al otro extremo del porche) para disfrutar de su cigarrillo. Creo que fue ella quien inició la conversación con una pregunta ciertamente delicada:

- ¿Qué le parece a usted que quieran desenterrar a Franco?.

La sabiduría popular recomienda, especialmente en la peluquería, esquivar algunos temas espinosos, como la política, la religión o incluso el fútbol. En la peluquería, alguien lleva tijeras o una navaja en la mano, y podría resultar incluso físicamente peligroso manifestar según qué tipo de opiniones. La Residencia, por decirlo en pocas palabras para que se entienda, debe considerarse Zona Nacional desde todos los puntos de vista. La mayoría de residentes, y sus familias, por cierto, deben ser seguramente votantes del PP, o incluso de VOX. Para ellos, Ciudadanos es un partido peligrosamente izquierdoso y Pedro Sánchez un okupa y un felón, por supuesto.

Miré a la señora a los ojos y tomé la valiente decisión de que lo mejor que yo podía hacer era dar mi opinión real, y ya veríamos lo que pasaba luego, aunque mi capacidad física para la huida rápida estuviera todavía muy limitada. Le comenté que no me parecía razonable que quien fue un dictador durante muchas décadas, y culpable de muchas muertes, desapariciones y depuraciones, después de terminada la guerra, tuviera una tumba de Estado y hasta un santuario para la peregrinación de sus seguidores.

Se me quedó mirando fijamente unos segundos, pero me pareció que no me tenía por loco ni por un rojo irredento, sino que apreciaba mi sinceridad.

Su siguiente pregunta también tenía miga:

- ¿Usted cree que Franco lo hizo todo mal?.

Yo ya había desarrollado una cierta confianza de no obtener reacciones violentas, por lo que le dije que no, que también había contribuido al desarrollo económico de España, pero que políticamente hizo cosas bastante reprobables para un demócrata, como tener en la clandestinidad, o en prisión, a quien no pensaba como él, por ejemplo. Que muchos en España se habían plegado a tácticas nutritivas y les había ido bien, económicamente. Pero que otros, fieles a sus principios, habían visto sus vidas truncadas, cuando no literalmente sí por las sucesivas depuraciones que les condenó a sobrevivir como pudieron en las orillas de la sociedad.

La señora me volvió a mirar e hizo su tercera pregunta:

- ¿Qué le parece el nuevo Presidente?.

Hacía solo un par de meses que Pedro Sánchez había accedido a La Moncloa tras la moción de censura. Recordé que al día siguiente de esa moción, el ambiente en la Residencia era de velatorio. Mantuve, sin embargo, mi primera decisión y le comenté que me parecía bien que hubiera echado a Rajoy del Gobierno, con toda su carga de política añeja, de corrupción y beneficios para los ricos y de recortes para los demás, y de su total inacción para resolver algunos de los graves problemas políticos que tiene el país. Y que convenía darle un voto de confianza, por el momento.

La señora ya me miraba francamente con simpatía. Su siguiente comentario no fue una pregunta, sino casi una afirmación:

- ¿Y cómo sabe usted tanto?.

Creo recordar que me ruboricé un poco, y no se me ocurrió otra cosa que decirle que yo era un hombre sabio, que tenía dos orejas y una boca para escuchar el doble de lo que hablara, y que estaba dispuesto siempre a aprender, y esto se consigue leyendo y sabiendo escuchar.

Sus siguientes comentarios fueron excesivamente halagadores como para repetirlos aquí. Pero establecimos una corriente cierta de simpatía. La conversación continuó durante algunos minutos más, pero ya no recuerdo los detalles.

Me la encontré de nuevo unos días después, en el mismo lugar (nunca la vi en otro sitio de la Residencia). Estaba esperando a que volviera un propio (otro ancianito que salía de paseo por la mañana y realizaba recados), a quien le había encargado que le trajera un paquete de cigarrillos del estanco. Antes de que llegara, me pidió, con toda la vergüenza del mundo, que le diera un cigarrillo para amenizar la espera.

Me comentó que desconfiaba de los católicos extremos, los de misa diaria que se santiguan continuamente, porque ella tenía unos primos, creo, de ese perfil, y que apenas se habían acercado nunca a la Residencia para visitarla a ella y a su hermano. Y una vez que fueron, le hicieron ascos a ayudarla con su hermano para que hiciera sus necesidades en el baño. Mucha misa, decía, pero muy poquita caridad.

Me comentó otro sucedido, que nunca pude corroborar, pero que no me extrañó demasiado. En la Residencia hay una capilla, y los sábados por la tarde, a las seis, se celebra una misa. Siempre se podía ver, a esa hora, a muchos ancianitos aparcados en sus sillas de ruedas o sentados en los sillones de la zona, atendiendo, dentro de sus posibilidades, a menudo mermadas, a la Santa Misa. La señora me comentó que acostumbraba a ir con su hermano (este en silla de ruedas). Que ella, de repente, se sintió mareada y salió unos minutos al jardín para tomar el aire. Y que luego el sacerdote le negó la comunión, porque, le dijo, se había ausentado de la misa, y por lo tanto no la merecía.

Nunca pude confirmar este hecho porque, aunque sí vi al cura algunas veces, jamás tuve ocasión de hablar con él. De hecho, no soy muy partidario y quizás él ya conocía mi aureola de descreído irredento y le saltaban todas sus alarmas ante mi proximidad. Lo cierto es que él tampoco jamás intentó establecer conversación alguna conmigo.



Muchas mañanas, en el jardín, había saludado simplemente a un caballero de pelo blanco, que andaba ayudado por un bastón y que siempre calzaba zapatillas de felpa. Era de los pocos que se veía por allí antes de las once y media de la mañana. De hecho, acostumbraba a verlo ya sentado frente a un televisor en el salón comunitario a las diez de la mañana, cuando yo solía bajar al jardín. Y luego se daba un paseo por el exterior, mirando las flores.

Un día, al pasar junto a mi mesa, le dije:

- Buenos días, ¿qué tal se encuentra usted hoy?.

Resulta que había escogido el peor día del año para ir más allá de un breve saludo cordial. Su respuesta me dejó helado:

- Pues hoy no muy bien, porque ha fallecido mi señora.

Aprovechó para sentarse un rato en mi mesa, para charlar un poco. El hombre, de más de noventa años pero con la cabeza bastante clara, me contó a continuación lo sucedido. Su señora estaba ingresada en la Residencia, compartiendo habitación con él. Pero su estado había empeorado, y se la habían llevado al Hospital unas semanas atrás. Me dijo que había ido a verla, con su hija, hacía tres o cuatro días y que ya ni le reconoció. Su señora finalmente había fallecido la víspera, y ese día estaba esperando a su hija, para que le acompañara al Tanatorio para la última despedida.

Tomó la costumbre, a partir de ese día, de sentarse un ratito en mi mesa, durante el paseo matinal por el jardín, y charlar un poco. Me contó que estaba temporalmente en la Residencia, porque vivía (en compañía de su señora) en su piso cerca de Atocha con su hija y su yerno. Pero su hija pasaba por una temporada de problemas médicos diversos y no podía atenderles convenientemente. Por eso habían ingresado los dos en la Residencia, y ahora su mujer se le había muerto. Confesó tener unas ganas locas de volver a su casa.

Asturiano de Cangas de Narcea, vino a Madrid con una mano delante y otra detrás, como tantos otros de todos los rincones del país, en esos duros tiempos de la posguerra. Consiguió una portería (previo pago de una fianza de mil pesetas) y luego pudieron comprarse un piso por Delicias. Más adelante consiguieron otro piso más grande, en el que viven en la actualidad, y que la familia hizo funcionar como hostal durante muchos años. Me comentó que, por aquellos tiempos, cualquier cosa había que venir a tratarla a Madrid y que siempre había mucha gente con necesidad de quedarse a dormir en la capital por poco dinero, por lo que el hostal les funcionó de maravilla durante mucho tiempo.

Ahora que ya no podían mantener el hostal en funcionamiento, ese piso les servía para vivir con cierta comodidad, junto a la familia de su hija.



Una señora rubia, de setenta y algunos, estaba temporalmente en la Residencia, tras diversos problemas de operaciones y demás en una de sus piernas. Al principio se movía en silla de ruedas, con la pierna escayolada en alto. Luego ya pasó al andador y hacia el final ya se movía, como yo, con la ayuda de una única muleta. Resultó tener ascendencia valenciana y, como me oyó un día hablando en catalán con algún amigo que había acudido a visitarme, siempre me saludaba en catalán (o valenciano):

- Bon profit.

- Bona nit.

Una noche, después de cenar, me paró junto al ascensor, y me dijo que estaba muy deprimida, porque tras una visita al traumatólogo, parece que la rotura no había consolidado correctamente (debido, según parece, a su creciente osteoporosis), y que tendría que quedarse en la Residencia alguna semana más de lo que pensaba. Y eso la tenía muy triste.

A la mañana siguiente se me sentó en la mesa del jardín donde yo estaba leyendo, y procedió a contarme la historia de su vida. Resultó ser soltera (no sé si también entera, aunque pudiera ser), eternamente enamorada de un novio que tuvo y que murió joven por culpa de la leucemia. De profesión matrona, estuvo un buen rato hablando prácticamente solo ella. Yo ya conocía su faceta de habladora y de abogada de todas las causas. En el comedor, siempre levantaba la voz quejándose (por ella o por alguna de sus compañeras de mesa) de lo mala que estaba la comida, o del poco caso que los cocineros o las auxiliares habían hecho de algún pedido especial.

En su charla repetía muy a menudo la palabra recta. Como que siempre había llevado su vida con rectitud ("siempre recta"), resistiendo y renunciando a las múltiples tentaciones a las que su profesión le había expuesto, especialmente por parte de los médicos, a los que demonizaba repetidamente. Me pareció entender que su concepto de rectitud se limitaba a los aspectos sexuales relacionados con la promiscuidad. Para mí, la repetición constante de la palabra recta me sugirió la posibilidad de que toda su vida se hubiera regido por algunos principios que le habrían inculcado sus padres, pero que ella nunca consiguió interiorizar y convertirlos en su propio criterio. Me pareció detectar un temor cierto de que, desde el más allá, sus padres pudieran juzgarla muy negativamente si se apartaba del camino de la rectitud.

Me decía que ella ayudaba muchísimo a todos sus amigos, familiares o pacientes, pero que era incapaz de ayudarse a sí misma, ahora que se sentía deprimida por su situación médica. Y me pidió mi opinión sobre cuál podía ser su problema y si habría una solución para ella. Creo que carraspeé, porque una pregunta de esta enjundia te invita a salir huyendo a toda velocidad con cualquier excusa (la mejor, sin duda, es aquella de "perdón, pero tengo un pollo en el horno"). Sin embargo, con la muleta tenía que descartar esa opción, por lo que abordé el tema lo mejor que supe:

- Bueno, supongo que el problema que tienes es que no te aceptas a ti misma tal y como eres, que quizá toda esa rectitud es un corsé que te ahoga. Me parece que lo que deberías conseguir es aceptarte y aun diría más, deberías quererte a ti misma. Porque uno mismo es la única persona que, con seguridad, nos acompañará durante toda nuestra vida. Y si no nos queremos, nos veremos obligados a vivir en compañía de un enemigo, de un indiferente como mínimo y, además, si somos incapaces de querernos a nosotros mismos, no llegaremos nunca a creernos que nadie pueda querernos de verdad por cómo somos. Además, probablemente nos resulte imposible querer a los demás, o a una persona concreta, y les acabaremos utilizando para completar nuestras necesidades, lo que nada tiene que ver con el amor.

Curiosamente, al vernos en animada conversación, se había sentado otra señora en nuestra mesa, tras pedir permiso. No hacía más que mover la cabeza en señal de asentimiento a mis palabras, y al final, comentó:

- Me anoto lo que dice, porque me parece muy inteligente.

La señora rubia me apretó un poco más las tuercas, preguntándome que cómo se hacía eso de quererse a uno mismo, que a ella no le salía.

Afortunadamente, en mi salvación, apareció otra mujer, amiga de la señora rubia, que había estado unos días en la Residencia con un collarín cervical y que venía a despedirse, pues ya volvía a su casa. Resultó ser una fotógrafa entusiasta (sospecho que entre muchas otras cosas), que incluso tiene una web dedicada al tema. Intercambiamos nuestras identidades en la Red, e incluso nos hemos enviado algunos correos electrónicos con posterioridad.



Con todas estas conversaciones, y algunas otras que sin duda habré olvidado, fui forjando una imagen de señor muy amable que sabe y aprecia conversar. Lo que me ha gustado definir como el personaje del confesor laico.

El caballero asturiano siempre se despedía diciendo algo así:

- Es usted muy amable por escucharme y darme un rato de conversación. Que tenga un buen día.



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 12: Temporales

viernes, 24 de mayo de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 10: Rutinas


"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 9: Erotismo


No creo que tenga que insistir demasiado para convenceros de que la estancia en una Residencia de Mayores puede resultar extremadamente deprimente. Si te fijas, puedes ver las muy variadas formas que existen de envejecer, y ninguna parece envidiable. Conviene no perder de vista, de todas formas, que fuera de las Residencias, en la calle, se ven otras maneras de acumular años que resultan bastante más estimulantes.

Ver a grupos de abuelitos y abuelitas aparcados en algún lugar de los salones, frente a un televisor al que nadie hace caso, es una visión que solo es ligeramente exagerado titular de apocalíptica. Y resulta muy desmoralizadora, a poco que empatices con tus compañeros de viaje.

Una de mis tácticas defensivas para evitar caer en un estado emocional depresivo fue fijar una rutina bastante definida, con ligeras variantes para el fin de semana. Esto me evitó tener que tomar decisiones con demasiada frecuencia, lo que siempre genera un cierto estrés y te debilita la moral.

Conseguí, no sin algunos esfuerzos y varios fracasos, que todos los días pudiera estar aseado y vestido para las nueve o nueve y cuarto de la mañana. Listo para desayunar y para iniciar mi jornada en libertad condicionada para el resto del día. Cada dos o tres días, tras el desayuno, procedía a un afeitado al modo tradicional, con su brocha, su jabón, su espuma y su cuchilla.

Por el propio funcionamiento de la Residencia, a menudo la rutina es difícil de mantener, porque dependes siempre de elementos que no están bajo tu control. Una de las auxiliares, B., era la habitual de mis mañanas y, salvo incidentes familiares o médicos, conocía mis preferencias y rutinas y las respetaba. Pero, claro, algún día tuvo a alguno de sus hijos enfermo, y se incorporó al trabajo varias horas más tarde de lo normal. En estos casos, el caos se apoderaba de la actividad en la Residencia.

Lógicamente, B. libraba un par de días después de unos cuantos de trabajo continuado, y también disfrutó de alguna semana de vacaciones durante el verano. La sustituta titular era L., que también conocía mis rutinas y las respetaba. Si a ella también le tocaba librar, se podía instalar el descontrol y ya dependías por completo de qué otra, u otro, auxiliar te pudiera tocar, suponiendo que corriera el turno de forma adecuada.

Por no hablar de cuando se producía algún incidente de fuerza mayor. Como la mañana en que, tras unas filtraciones, no hubo agua, ni caliente ni fría, hasta pasadas las diez.

Desde el principio tuve claro que lo que una auxiliar conocía de tu rutina era una información personal suya y en ningún caso un conocimiento de la organización. Recuerdo que, hace años, cuando yo trabajaba en el negocio de la informática, se insistía mucho en la necesidad de implantar una estrategia clara de CRM en las empresas y organizaciones. CRM significa Customer Relationship Management, o Gestión de las Relaciones con el Cliente. Una estrategia correcta de CRM obliga a que cualquier cosa que alguna de las personas de la organización conozca de un cliente, sea un conocimiento colectivo de la organización.

De esta forma, y caricaturizando sólo un poco, debería ser un conocimiento colectivo de la empresa si al Jefe de Compras de un cliente le gusta más el vino de Rioja o el de Ribera de Duero, o si la mujer de otro Director General prefiere los gladiolos o las orquídeas. Habitualmente, estas informaciones son patrimonio del comercial que les atiende y, además, este está convencido de que son un valioso activo personal y habitualmente no está dispuesto a poner esa información a disposición de su organización, pues eso le convertiría en un recurso prescindible.

Yo siempre tuve la impresión en la Residencia de que mis preferencias en cualquier campo eran informaciones personales de la auxiliar a quien se lo hubiera comentado. Si ella no estaba, esa información no estaba disponible y se caía en la improvisación, seguramente bienintencionada, pero absolutamente imprevisible.

En fin, y salvando la complejidad, conseguí casi siempre poder salir de mi habitación en dirección al jardín alrededor de las diez de la mañana. Recordad que mi estancia transcurrió entre Mayo y Septiembre, y, por lo tanto, disfruté de todo el verano, donde el jardín fue una pieza fundamental e indispensable para garantizarme un cierto nivel de placer.

De diez a doce de la mañana acostumbraba a estar en el jardín, principalmente leyendo. Cuando ya llegué a formar parte del paisaje matinal en esa zona, me tocó disfrutar de alguna conversación con alguno de los Residentes que, si bien no especialmente deseada, en general no resultó desagradable.

Lo que formaba habitualmente parte de mi rutina mañanera era la visita sutil de La Sombra del Jardín. Se trata de una mujer bastante mayor, de voz suave y morosa, que se desplaza muy lenta y silenciosamente en su silla de ruedas, y siempre se detenía a hablar junto a mi mesa. El día que la conocí yo estaba con M., el Kamikaze, y su hermano. Cuando se acercó la Sombra, ellos dos me dejaron solo ante el peligro, y me tragué la historia completa de su vida, de la portería de casa fina en la que trabajó muchos años, del piso que se compraron, de su marido, de sus hijos, de las reformas que hicieron, de lo que hacía por los vecinos, del cáncer de huesos que decía sufrir, etc. etc. Yo no sabía cómo poner fin a tanta información que a mí me resultaba irrelevante, pero tuve que esperar a que se extinguiera por sí misma.

Después de ese enojoso episodio, procuraba que su llegada me pillara leyendo muy concentrado. Entonces ella solo recitaba su letanía diaria:

- Buenos días nos dé Dios. ...........  Me voy un rato a la capilla.

Curiosamente, rara vez la veía por la Residencia en otro momento del día.

El jardín estaba bastante desierto a esas horas, y fresquito incluso en los días más calurosos del verano. Empezaba a llenarse a partir de la once y media. Uno de los extremos del jardín lindaba con el salón dedicado a terapia ocupacional, y allí se iban acumulando los viejecitos más extraviados. El panorama bastante idílico de primera hora se iba degradando a lo largo de la mañana. A las doce me volvía a la habitación.

Muchas veces aprovechaba ese rato en la habitación para una visita al baño privado, porque se me movía la tripa. Veía un poco las noticias matinales en la tele, hasta la una menos cuarto, en que bajaba para la sesión diaria de Fisioterapia, de una a dos.

El Gimnasio de Fisioterapia es una instalación realmente mixta, entre gimnasio más o menos convencional y gabinete de fisioterapia, con aplicaciones específicas de técnicas magnéticas, eléctricas, de calor, etc. Había espalderas, barras paralelas para poder caminar con total seguridad, y hasta una bicicleta estática. Y también estaba el sillón de las torturas, para reforzar los músculos de las piernas (cuádriceps e isquio tibiales). Eso sí, estaba ubicado en una posición preferente, dominando la casi totalidad del Gimnasio. Para muchos de los clientes, de edades muy avanzadas, la terapias aplicadas se dedicaban casi puramente a mantener, de la mejor manera posible, lo poquito que iba quedando de las agilidades juveniles. Para otros, especialmente para la mayoría de residentes temporales el objetivo era más bien la rehabilitación y recuperación de incidentes puntuales de salud (roturas de huesos, disfunciones nerviosas - como era mi caso -, etc.).

Terminada la sesión diaria de Fisioterapia, directo al comedor para el almuerzo. A las dos de la tarde sharp. Bueno, salvo algunos días en que, por cualquier razón, el caos se hubiera apoderado del primer turno de comidas, y entonces el ingreso al comedor podía retrasarse hasta diez o quince minutos. A la entrada del comedor se acumulaban los residentes, esperando luz verde para acceder a él, cuando los auxiliares y camareros hubieran terminado de preparar las mesas para el segundo turno. Allí se podía ver la panoplia completa de ayudas técnicas para la movilidad, con la silla de ruedas como protagonista indiscutible, acompañada de muletas y bastones.

Tras la comida, un café bastante real en la cafetería (de pago aparte, por supuesto) y un cigarrito en el jardín. Para las tres, subida de nuevo a la habitación para pasar la primera parte de la tarde, normalmente hasta las seis. Ponía la tele, a veces sin sonido, leía un poco, si tenía un libro muy interesante en las manos, jugaba algo con la tableta, o aprovechaba para hacer alguna llamada que tuviera pendiente. De cuatro y media a cinco me llevaban la merienda a la habitación.

En torno a las seis bajaba de nuevo al jardín. Aunque los visitantes tenían libertad para acercarse por la Residencia a cualquier hora del día, dentro, por supuesto, de los límites adecuados, a todos mis amigos les recomendaba que vinieran por la tarde, entre las seis y las ocho. Leía un rato o mantenía una conversación con alguno de los Residentes con los que todavía se podía hablar, aun con ciertas restricciones. Si había suerte, llegaba algún amigo o familiar de visita. En este caso, le tocaba pagar (y traer desde la cafetería hasta el jardín) una cervecita y unas patatas fritas, que eran la máxima expresión del desenfreno y la gula dentro de la Residencia. Si no había visita, algunas veces conseguía convencer al camarero que estuviera de guardia ese día en la cafetería (mucho mejor si era el R. hijo que el R. padre, más esquivo) para que me hiciera el favor de sacarme una bandejita al jardín.

Por la Ley de Murphy, que se desmiente a sí misma cumpliéndose siempre, había muchos días en que no tenía visita, pero de repente otra tarde aparecían diversos amigos a la vez, aunque cada uno hubiera venido por su propio camino, además de una de mis sobrinas, que sí había anunciado la visita. Un ejemplo.

A las ocho en punto había que desplazarse al comedor para la cena. Si había visitas, era el momento de la despedida y el agradecimiento. Siempre dije, y sostengo, que una visita (casi) nunca se pide pero siempre se agradece.

Tras la cena, un cigarrito en el jardín y directo a la habitación.

Entre las nueve y las diez venía alguna auxiliar para ayudar a acostarme. Si estaba C., mi favorita, aparecía muy pronto, en torno a las nueve y diez. Si le tocaba a otra podía retrasarse hasta las diez menos cuarto o así. A esa hora, si no había aparecido nadie, lo mejor era dar un timbrazo al botón rojo, para evitar que acabara el turno y se quedara uno olvidado al margen.

Ya en la cama lo más tarde a las diez. Viendo un poco la tele, o jugando un poquito con la tablet. Cuando conseguí que Movistar me pusiera 24GB de datos a mi disposición en el móvil, también pude ver alguna película o alguno de los partidos de La Liga y de la Champions en la tablet. Porque la Residencia habla de la disponibilidad de WiFi en el centro, pero lo cierto es que sólo funciona razonablemente bien en algunas de las zonas comunes, prácticamente nada en el jardín, y llegan sólo unos pequeños retazos a la habitación. Nada que pueda considerarse operativo. Claro que hay que entender que el 90% de los residentes no sabe siquiera lo que es el WiFi, y otro 8% lo conoce, pero no sabe hacerlo funcionar.

En conclusión, me ponía ya definitivamente para dormir en algún momento entre las once y medianoche, y casi de un tirón hasta las ocho y media de la mañana. En los primeros tiempos me despertaba hacia las siete de la mañana, y escuchaba un rato la radio matinal con los auriculares, hasta la hora de levantarse y asearse. Pero pronto me acostumbré a esa vida de molicie, y a menudo me despertaba B., entrando en la habitación hacia las nueve menos cuarto con su característico "Bueeeeeenos Díííaass". Todavía arrastro esos hábitos de lirón, a los que no estaba nada acostumbrado anteriormente.

El fin de semana variaba un poco la rutina, porque no había Fisioterapia. Habitualmente bajaba también en torno a la una de la tarde, pero recalaba un rato en alguna de las mesas de la cafetería y me tomaba una copita de vino blanco verdejo, con unas patatitas fritas. A continuación un cigarrito en el jardín y a comer.

Una rutina bien definida me ayudó a conseguir que fueran pasando los días sin mucho dolor.



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 11: Confesor laico

jueves, 16 de mayo de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 9: Erotismo


"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 8: Hurtos


Como os podéis imaginar, los estímulos incluso vagamente eróticos eran escasísimos, por no decir prácticamente inexistentes, en la Residencia. Incluso el propio concepto de la belleza aprende uno a expulsarlo de la vida cotidiana, para evitar la frustración. Pero había algunas excepciones, y os voy a hablar de ellas.

Forma parte de las leyendas urbanas más extendidas el hecho de que los abuelitos y abuelitas aprovechan su estancia en las Residencias de Mayores para establecer nuevas relaciones sentimentales, con sus compañeros o compañeras de viaje. Lo cierto y verdad es que yo no detecté ni una sola de estas relaciones en la Residencia, ni siquiera visualicé comportamiento alguno que pudiera llegarse a considerar, incluso muy generosamente, de cortejo. Atribuyo este hecho a dos factores importantes.

De una parte, esa leyenda urbana se cumple mucho más fielmente si analizamos a personas mayores de las clases populares y sin muchos recursos. Para ellos y ellas, un nuevo conocimiento o una nueva relación siempre se vive como una maravillosa oportunidad y se entregan a ella con alegría. Alguien que se acerca siempre puede ser una persona de quien aprender cosas o alguien que podría ayudarles, intelectual, cultural, económicamente o de muchas otras formas. Por el contrario, los abuelitos y abuelitas de buenas familias con holgados patrimonios (y, ojo, sus hijos e hijas, sus nietos y nietas,...) perciben cualquier aproximación como una amenaza. Cualquiera que intente acercarse a su abuelito o abuelita podría ser simplemente un o una oportunista que va a chupar del bote. La simple posibilidad de que el patrimonio se pudiera evaporar en cohetes del ocaso, causa un profundo temor y provoca el retraimiento inmediato. Estoy seguro de que, en esos entornos socioeconómicos, la frase dejad que el abuelo (la abuela) sea feliz, no se conjuga en ninguna de sus formas. Prima siempre el concepto nuclear de la familia (y su patrimonio, por supuesto).

Pero también existe un segundo factor que podría haber provocado mi persistente miopía a identificar posibles nuevas relaciones establecidas en el marco de la Residencia. Mi perfil sentimental siempre ha estado más próximo al del tradicional Pagafantas que al del galán astuto. De hecho, me ha tocado sobrevivir a algunos episodios muy enojosos. Por ejemplo, hace ya bastantes años, estuve invitando a cenar durante un cierto tiempo a una buena amiga, con la vaga esperanza de que nuestra relación pudiera acabar evolucionando hacia algo más íntimo. Hasta que las circunstancias adversas me abrieron los ojos para descubrir sorprendido que, realmente, ella era la amante despechada de un común amigo, que sí era un galán astuto. El consuelo fue que, pagando yo, eso sí, tuve la ocasión de conocer y disfrutar de algunos excelentes restaurantes.

En otra ocasión, acudí al Aeropuerto a recibir a una amiga con quien estaba manteniendo una cierta relación sentimental. Ella volvía de un viaje de trabajo. Cuando apareció desde la sala de equipajes, y ante sus angustiadas señas, tuve que salir huyendo porque quien la estaba esperando oficialmente era su otro amante. En fin, heridas que te deja la vida con las que hay que aprender a convivir y que te ayudan, por cierto, a conocerte mejor.

Sí es cierto que en la Residencia, en una ocasión, escuché algún retazo de conversación al estilo de patio de colegio. Un grupito de abuelitas estaba comentando que Fulano había intentado besar a una de ellas. Pero el comentario era al estilo de hablar de travesuras infantiles, sin que yo detectara emoción adulta alguna por la posibilidad de una nueva relación ilusionante.

Muchos residentes, ellos o sus familias, pagan privadamente a cuidadoras, por un pago mensual que hay que sumar a la abultada factura de la Residencia. Las cuidadoras aparecen, normalmente, entre las 10 y las 11 de la mañana, y siguen por allí durante todo el día, hasta después de la cena algunas, acompañando a sus clientes a donde tengan que ir (al jardín, a Fisioterapia, a Enfermería, a los diversos Servicios, etc.).

La mayoría de estas cuidadoras (casi la totalidad son mujeres) son de origen sudamericano y carecen casi totalmente de atractivos destacables. Había también alguna española, alguna rusa (o similar) e incluso alguna africana (que aparecía en traje de fiesta tribal los fines de semana). En ese colectivo, los encantos incluso lejanamente eróticos, cotizan a la baja. Supongo que las propias familias desarrollan un cierto casting, para evitar los evidentes peligros que podría suponer el escoger a una chica atractiva para cuidar de su abuelo octogenario. Muchas de las cuidadoras presentan unos perímetros de cadera simplemente inverosímiles, tienen traseros exageradamente desarrollados, o son directamente obesas, supongo que como resultado de una alimentación ni cuidada ni saludable.

Pero también había alguna de las cuidadoras que era guapita de cara, o que tenía una hermosa silueta. Una de ellas, quizá venezolana o colombiana (que cuidaba, por cierto, a una abuelita), tenía un cuerpo de medidas perfectas, sólo ligeramente atenuado por resultar algo molesta de cara, con un rostro vagamente equino. Un fin de semana apareció por la Residencia con un vestidito blanco ajustado y corto. Realmente daba gusto mirar al conjunto, especialmente de espaldas, dicho sea de paso. Hasta Don Juan, noventa añitos en canal, me comentó, tras desnudarla con la mirada, que esa chica tiene muy buen tipo.

Algunas alegrías visuales procedían de la visita de hijas, nueras o nietas de algún residente. Como era verano, tiempo de calor y de calores, muchas de las mujeres y chicas que acudían de visita a la Residencia escogían conjuntos con poquita ropa. Esto favorecía las visiones ocasionales de lánguidos escotes de senos danzarines o de piernas bronceadas expuestas a todas las miradas (lascivas o no). Todo ello contribuía a alegrarnos la vista a los que todavía la tenemos en razonables condiciones.

Don Carlos era un residente temporal de ochenta y muchos, que nunca llegué a entender de verdad por qué estaba en la Residencia. En su casa vivía su mujer y tenían mayordomo y servicio. Supongo que quizás estaban realizando en ella algunos trabajos que podrían dificultar la estancia, y por eso enviaron al abuelo unas semanas a la Residencia. Don Carlos siempre tenía alguna queja a añadir a su memorial de agravios, como si todo el mundo en la Residencia se dedicara a complicarle la vida. Recibía frecuentemente la visita de diversos familiares, entre los que estaba una de sus nietas, muy mona de cara, al estilo reconocible de las buenas familias, aunque algo sosa de trato, pero siempre con sus bronceadas piernas desnudas, que contribuían a aportar algo de juventud a ese entorno rancio y envejecido.

También apareció varios días su hijo (un playboy cuarentón algo desmejorado por un cáncer que parece que ya superó), acompañado por su chica. Ella era muy atractiva, aunque habría que contar por docenas las operaciones (y modificaciones) estéticas a las que ya se había sometido. Contra toda esperanza, sin embargo, era muy amable y de trato cordial.

Con residentes de ochenta y noventa años, abundaban las nietas en el entorno de los veinte, y a muchas daba gusto verlas. Algún día apareció por la Residencia la nieta de Don Juan, que reside en Irlanda, que resultó ser una belleza clásica de ojos verdes, que merecía ser contemplada con cierta devoción.

El uniforme que visten las auxiliares está diseñado para esconder cualquier atisbo de atractivo, caso de existir, lo que en la gran mayoría no es nada evidente. De entre todas las auxiliares yo tenía a mi favorita, C., una chica de veintipocos años, de cuerpo esbelto y muy atractiva de cara, al menos para mis ojos. Acostumbraba a llevar un mechón de pelo suelto, que le obligaba a frecuentes golpecitos laterales de la cabeza para apartarlo de los ojos, un movimiento que me resultaba muy estimulante.

Con C. desarrollé durante mucho tiempo un discreto ejercicio de cortejo de muy baja intensidad. Con mucha frecuencia era ella la responsable de ayudarme a acostar por la noche. Allí teníamos unos pocos minutos de cierta intimidad. Aproveché para decirle lo que pensaba:

- C., para mí eres la chica más atractiva que puede verse por aquí.

Se quedó pensando un momento, y luego dijo:

- Pero hay otras chicas más guapas que yo...

- No te lo discuto, pero me parece que tienes tú más atractivo, quizá por esa mirada lánguida y profunda, que sugiere muchas cosas que no están a la vista.

Otra noche le pregunté:

- ¿Eres miope?

- Sí, ¿por qué lo preguntas?

- Porque tienes la misma mirada que Marilyn Monroe, con la que seducía a los hombres.

Creo que me dijo algo así como qué cosas dices.

Como yo siempre tenía el libro que estuviera leyendo encima de la mesita circular que formaba parte del mobiliario de la habitación, una noche lo cogió y lo soltó de repente, espetando:

- Qué cosas más raras lees. ¿Tú eres profesor?.

- No, solo soy sabio.

Cuando nos cruzábamos por las zonas públicas, siempre intercambiábamos algún saludo cargado de camaradería. Y si yo estaba leyendo en el jardín, ella a menudo se aproximaba para intercambiar algunos comentarios, ver el título del libro o también opinar, sorprendida, sobre mi pequeño cenicero de viaje.

Por indicación expresa de una de las supervisoras, L., que acostumbraba a pasearse por el comedor a la hora de las comidas, tanto por la mañana como por la noche me aplicaban crema hidratante en las piernas, cuya piel tiene tendencia a quedarse reseca.

Al acostarme, yo acostumbraba a tumbarme en la cama, y allí me aplicaban la crema. Una noche, al inclinarse C. para hacerlo, se le entreabrió ligeramente el escote del blusón, y pude atisbar dos pechos pequeños, contenidos por un sujetador de color violeta. A ver, lector incrédulo, entiendo tu desconcierto al ver a un varón calificando con tanta finura una tonalidad de color. Debes saber que la capacidad de discriminación cromática de un hombre se limita, más o menos, a doce colores básicos, como las cajas pequeñas de lápices Alpino. No es que no distingamos más diferencias y matices (salvo que medie algún tipo de daltonismo), pero nos parece superfluo dedicar un esfuerzo adicional a ponerles nombres específicos, cuando el tema se puede resolver añadiendo algún calificativo, como claro, oscuro, rojizo, verdoso y así.

Pero ese sujetador se me antojó violeta. Y ese era el color del que le quitaba en el sueño erótico que tuve esa noche. Sin culminación, ojo, que yo estaba convaleciente de mi infección urinaria, y no estaba la maquinaria para cohetes.

Hacia el final de mi estancia apareció por la Residencia otra chica de su misma edad, S., sevillana y sevillista, esbelta y de cara muy graciosa. Como buena andaluza, era salada y también extremadamente eficiente, ya que se hizo con mi rutina al acostarme tras verlo un solo día.

miércoles, 8 de mayo de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 8: Hurtos



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 7: Logística


Ni siquiera una Residencia de Gran Lujo y cinco estrellas se salva de la lacra de los pequeños hurtos en las habitaciones. Por normativa legal, éstas no pueden cerrarse, cuando la mayoría de residentes no están en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, para facilitar las rondas médicas y de enfermería, y, en su caso, para una eventual evacuación.

Por lo que parece, los hurtos forman parte del paisaje habitual de todas las Residencias de Mayores en España. No sé lo que ocurre en otros países, pero me temo que, tampoco en este tema, debemos de ser una excepción.

En mi primer día en la Residencia nos sorprendió ver cómo las habitaciones quedaban abiertas y, por lo tanto, accesibles a cualquiera que quisiera entrar. Nos interesamos por el tema, e incluso nos ofrecieron disponer de una especie de llave maestra para poder cerrar mi habitación, si ese era mi deseo. Pero, tras una breve reflexión, mi conclusión fue que si todo el mundo dejaba las habitaciones abiertas y accesibles, no había motivo alguno para cerrar la mía.

Por supuesto, en mi habitación de la Residencia no había nada de gran valor intrínseco. De hecho, tampoco en mi casa lo hay. Pero sí guardaba mi billetera (con un poco de efectivo para poder pagar los encargos que hiciera a alguno de mis amigos), dentro de un bolso bandolera, que a su vez estaba dentro de un armarito al pie de la cama y debajo del televisor. Me refiero que no estaba, para nada, a la vista, ni era fácilmente accesible al descuido.

Tras unas pocas semanas de estancia, me pareció que me faltaba algún billete de la cartera, pero no estaba seguro, pues no sabía con precisión cuánto efectivo tenía dentro de mi cartera. Para sembrar la duda, el ladrón o ladrona no saquea lo que encuentra, sino que se lleva uno o dos billetes de los que queden otros tres o cuatro. Una mañana, después del desayuno, conté al detalle lo que había y bajé al jardín, como solía hacer todas las mañanas. A mediodía, cuando volví a la habitación, repetí el inventario y claramente faltaban un par de billetes, uno de cincuenta y otro de veinte euros.

El tema en sí me resultaba repugnante. Nada dice en favor de la bondad de la humanidad el que exista algún empleado o empleada de la Residencia (casi con seguridad) desleal y que abuse de esta forma de la vulnerabilidad y debilidad (presuntas) de los clientes. Pero era tristemente real. Decidí hablar con la directora sobre el tema, por lo que acudí a su despacho.

Le conté mi desagradable experiencia con los detalles de que disponía. La misión de la directora, desde el principio, fue claramente desviar la atención de los empleados del centro. Es cierto que, durante todo el día, hay muchas visitas en la Residencia que son difíciles de controlar. Por la Residencia aparecen habitualmente, desde media mañana hasta la hora de la cena, hijos e hijas, nietos y nietas, amigos y amigas de algún residente. Y también hay bastantes cuidadoras, pagadas por las familias, aparte de la propia factura de la Residencia, para cuidar y atender a sus familiares durante el día. La directora apuntaba claramente a la probabilidad de que el ladrón estuviera entre esos colectivos externos y no entre los empleados del Centro.

Me citó algunos casos que habían resuelto, donde el culpable resultó ser alguien externo, alguna cuidadora, etc. Pero, claro, se trataba, en su mayoría, de robos al descuido, de un bolso abandonado en un perchero en un despacho de la zona pública, de un móvil solitario que desapareció de encima de una mesa, etc. Incluso me comentó el caso de una cuidadora que tomó prestado un cargador de móvil de una habitación vecina a la de su residente.

En un robo (hurto)  como el que yo sufrí, me parece que en un 99% el culpable sería con seguridad alguna persona desleal de entre el personal de la Residencia. Necesariamente se trataba de alguien que tuviera derecho a estar dentro de mi habitación y que dispusiera de unos minutos, sin levantar sospechas, para hurgar por los cajones y los armarios hasta localizar el depósito de efectivo.

Evidentemente, la directora ofreció el servicio de la caja fuerte central, donde poder guardar cualquier objeto de valor, aparte de recomendar la disponibilidad mínima de efectivo, ya que, ciertamente, no es necesario para la vida dentro de la Residencia, donde cualquier gasto extra se puede adicionar a la factura mensual, que se acaba pagando por cargo bancario.

En cuanto a medidas de seguridad, la Residencia dispone de cámaras de circuito cerrado en los pasillos y rellanos. Lógica y evidentemente, no hay cámaras dentro de las habitaciones. Bueno, aunque las hubiera, lo negarían siempre. Me prometió que revisarían las grabaciones de esas dos horas, para ver quién había entrado en mi habitación.

Unos días después, me comentó que la revisión había mostrado que nadie que no tuviera derecho a hacerlo había entrado en mi habitación durante esas dos horas en que me desaparecieron los billetes de la cartera. Lo cual confirmaba que, desgraciadamente, el ladrón habría que buscarlo entre el número limitado de personas que entran naturalmente en las habitaciones por la mañana: la que retira el desayuno, la que hace la cama, la que limpia el baño, la que friega el suelo, la que cambia las toallas, etc. etc.

La directora me dijo que las habían interrogado a todas, pero sin resultado. Ignoro cuál sería, de haber existido realmente, la intensidad de estos interrogatorios.

Comentamos la posibilidad de instalar pequeñas cajas fuertes dentro del armario de las habitaciones. Me dijo que unos años antes lo habían intentado, pero habían tenido que revertir la medida, ya que el cerrajero no paraba de tener que abrirlas por métodos sumarios. La mayoría de residentes no están en condiciones de memorizar y de utilizar una combinación numérica para el bloqueo y apertura. Me ofreció, de todas formas, una de esas cajas en mi habitación, dado que yo sí estaba en perfectas condiciones para usarla. Efectivamente, uno de los chicos del mantenimiento la instaló a la mañana siguiente, me llamó para personarse a continuación y darme las (mínimas) instrucciones necesarias para su manejo.

Lógicamente, nunca pensé que lo mío fuera una desagradable excepción. Comenté el tema en mi mesa del comedor, y casi todos los comensales tenían una experiencia parecida que contar. A uno le había desaparecido una pulsera que había comprado para algún regalo. A otro le desaparecieron 27,50€ que tenía separados para pagar lo que fuera. Y así la mayoría de residentes habían tenido problemas parecidos.

El mismo comentario en el jardín dio parecidos resultados. Claro que también asistí en primera persona a claros falsos positivos. Una mañana, Don Juan me comentó compungido que estaba preocupado porque le había desaparecido la cartera, donde tenía una mínima cantidad de dinero (15 ó 20 euros), pero también el DNI. Un par de horas después, cuando volví a verle, le recordé el episodio (tuve que hacerlo dos o tres veces, pues su memoria de corto plazo es extremadamente limitada). Cuando entendió, por fin, la pregunta, sonrió con cierta vergüenza y me dijo que, bueno, que a veces se empuja algo un palmo y ya no está en su lugar. Había recuperado, pues, sin problema, el contacto con su billetera.

Una residente temporal, fumadora compulsiva, una mañana estaba desesperada porque le había desaparecido el bolso, creo que de la habitación. Su máxima preocupación era que su mechero estaba en el bolso. Le presté uno para que pudiera atender a sus necesidades. Creo que el bolso reapareció, ignoro los detalles, aunque nunca recuperé mi mechero, por cierto.

Otro residente me comentó una mañana que le había desaparecido el reloj de su señora, recientemente fallecida, del cajón de la mesilla de su habitación. Cuando le comenté el tema a la directora, sonrió y me confirmó que una de las hijas del caballero había llevado el reloj a recepción, para que lo guardaran en la caja fuerte central. Y no le dijo nada a su padre, o éste ya lo había olvidado.

Lo más mezquino de estos hechos es que te hacen sospechar si detrás de la aparente abnegación de muchas visitas de hijos o nietos no se esconde alguna codicia clandestina e inconfesable. Si no persiguen realmente algún regalito en forma de efectivo (liberalidad no siempre recordada por el residente disminuido de memoria) o de ese anillo tan apreciado que casi mejor que no aparezca en el inventario tras el fallecimiento futuro de la madre, la abuela o la tía.

Y lo más miserable es que te hace sospechar de esos saludos siempre afectuosos y cariñosos de las auxiliares o del personal de limpieza, que te desean un buen día o que destacan cómo has mejorado al andar. Que alguna de esas personas, con las que inevitablemente acabas teniendo una cierta familiaridad, cometa la indignidad de robar directamente de las habitaciones, aprovechando que el testimonio del residente casi siempre es poco creíble, resulta francamente vomitivo.

La directora me contó también algunos episodios de auténticas organizaciones criminales que operan en el entorno de las Residencias de Mayores. Parece que tienen línea directa con la Policía, que les advierte del personal desleal identificado en alguna de ellas, para evitar que recale como personal de otra un tiempo después. En concreto, recuerdo un episodio que me contó, en que alguien del personal robaba los televisores de las habitaciones y, para evitar pasearse con ellos por las instalaciones, los bajaba por la ventana, con una cuerda, para que un cómplice las recogiera. En fin, el hampa nunca descansa.

Durante la mayor parte de mi estancia disfruté de la pequeña caja fuerte en la habitación, donde guardaba la billetera, el monedero, las llaves de casa, y así. Afortunadamente, no sufrí ningún otro incidente de este tipo.


"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 9: Erotismo