Ni Catalunya ni los catalanes tienen ningún tipo de problema (real) con el resto de España y el resto de los españoles. Está claro que en todos los bandos hay cerriles, estultos y maleducados. Pero dejando de lado todos los tópicos de uso exprés, no existe ningún problema real de relación.
Sin embargo, Catalunya sí es en la actualidad un problema político que hay que resolver.
El inicio de esta última etapa del independentismo catalán lo podríamos situar en esa promesa incumplible que hizo Zapatero, sobre un eventual Estatuto emanado del Parlament. Los siguientes pasos se dieron al judicializar el conflicto, fruto de un persistente (si no directamente tozudo) rechazo por parte del Gobierno de España de afrontar el conflicto desde un punto de vista político.
El siguiente escalón es de origen sociológico o de psicología colectiva. El proyecto de país que es España (todos los países necesitan tener un proyecto, una idea de lo que quieren ser de mayores) se ha deshinchado de forma alarmante. Actualmente, ser español no es nada de lo que nos sintamos especialmente orgullosos. Parecía que alcanzábamos el pelotón de cabeza de los países del mundo, pero eso ya es solamente una ilusión. El peso político de España en la Unión Europea es lamentable y bastante alejada de la que debería correspondernos por PIB y población.
La crisis gestionada por el PP nos ha llevado a ser un país de servicios de bajo valor añadido, sin ningún tipo de liderazgo reconocido en el mundo científico, técnico o industrial. Los salarios se han deteriorado de forma alarmante, y nuestra juventud mejor preparada no ha tenido otra solución que buscarse un futuro en otros países. Eufemísticamente, la Ministra de Trabajo le llamaba a este fenómeno movilidad internacional. Pero no nos engañemos, la mayoría de jóvenes que se van a Alemania, al Reino Unido, a Estados Unidos o al Sudeste Asiático no tienen en sus planes de futuro volver a España para que se les reconozcan sus muchos méritos. Es emigración pura y dura.
La mayoría de los españoles no tenemos mucho más remedio que resignarnos a esa realidad, sin dejar de trabajar para intentar salir de ese pozo, y confiando en que un liderazgo político de más altas miras y que genere un mayor entusiasmo nos pueda acompañar y liderar en ese camino.
En Catalunya, sin embargo, un político listo (al menos eso hay que reconocérselo a Mas) identificó esa debilidad como una oportunidad política. Añadiéndole un elemento de tipo práctico, como es la pésima definición e implementación de la financiación autonómica, tuvo todos los ases en la mano para asumir un papel mesiánico, entregado a la tarea de llevar a su pueblo a la Tierra Prometida.
En todos los territorios con una identidad histórica bien definida, hay una parte de la población que se siente visceral y emocionalmente independentista. Una minoría que no puede concebir cómo su tierra no tiene un estado propio, a pesar de que el propio concepto de estado es ya del siglo pasado. El siglo XXI es más bien el mundo de la globalización, los temas se resuelven en otros ámbitos y parte de la soberanía se delega a organizaciones supranacionales.
Yo estimo que esa parte de la población, en Catalunya, puede rondar el 20%. Igual, por cierto, que puede suceder en el País Vasco, en Bretaña, en Baviera o en Escocia. Desde un punto de vista estrictamente político, el papel de esa minoría es, habitualmente, puramente testimonial.
Sin embargo, los fenómenos coincidentes de crisis de proyecto de país y del España nos roba (para hacer corta una larga historia, aunque sea profundamente injusto decirlo así), permitió a Mas y sus socios de ERC (los tradicionales separatistas testimoniales) atraer a una parte bastante más importante de la población. Muchos ciudadanos que piensan que España no tiene remedio (especialmente mientras siga gobernando el PP), que perciben al país como demasiado casposo y con el que no sienten ninguna ilusión en identificarse.
El proyecto de construir un estado nuevo desde cero hay que reconocer que destila una cierta ilusión colectiva. Facilitada, por supuesto, con la idea de que España no tiene remedio. Un bote salvavidas que navega alejándose de un paquebote que zozobra.
Es en este entorno en el que se han desarrollado las movilizaciones ciudadanas masivas para los 11-S de estos últimos años, y todas las iniciativas políticas de los últimos tiempos, de forma muy especial el truncado (a medias) referéndum del 9-N.
El núcleo separatista de Mas y Junqueras (con la colaboración, si no directamente el liderazgo) de organizaciones de la llamada sociedad civil como la Assemblea Nacional Catalana u Òmnium Cultural, ha atraído a una parte ya políticamente significativa de la población catalana.
Mientras tanto, en el otro bando (asumamos que la situación ya tiene dos bandos bastante bien definidos) no ha habido una reacción política a la altura del desafío planteado. Rajoy y su Gobierno se han enrocado en el Imperio de la Ley y en la Constitución, y siguen empecinados en tratar judicialmente lo que son iniciativas políticas. Una medicina que no cura la enfermedad que sufrimos.
Posiblemente hoy, si se planteara un referéndum de verdad en que votaran todos los ciudadanos de Catalunya, el bloque independentista sumaría en torno al 40%.
Hay una parte importante de la población de Catalunya que no es ni se siente independentista. Pero este grupo ha estado prácticamente callado, quizá sojuzgado por un entorno que tiende a ser asfixiante de pensamiento único. Y las únicas voces que se han oído se han alineado, prácticamente, con el nacionalismo españolista tradicional del PP. Lo que es más grave todavía, es que a un porcentaje nada despreciable de los ciudadanos de Catalunya les da absolutamente igual.
No he visto a nadie, en todo el espectro político nacional, que haya intentado suministrar un remedio, una medicina, para el problema de fondo que ha convertido un sentimiento testimonial en un desafío político. Por parte del Gobierno de España no he visto la más mínima iniciativa encaminada a revisar y hacer más justo el sistema de financiación autonómica. Y tampoco ayuda el triunfalismo dialéctico respecto a la situación económica, sin que se adivinen visos de inquietud por mejorar la posición internacional de España, de dignificar la Marca España y de avanzar en un proyecto ilusionante de país.
Dicho sea de paso, la situación en el País Vasco no tiene nada que ver. Desde un punto de vista práctico, su Concierto Económico les garantiza una razonable financiación autonómica. Y su cuota de separatistas viscerales no es que estén resignados, pero son conscientes de que el aliciente de un Estado Vasco, en estas condiciones, es muy limitado. Saben y conocen las ventajas de estar integrados en la Unión Europea y en la zona euro, y su industria saca conveniente partido de ellas. Un Estado Vasco, hoy, no tendría mucho más sentido que el puramente emocional o sentimental.
Mientras tanto, Rajoy ni está ni se le espera. Su Gobierno no hace más que denigrar a Mas y a sus seguidores, amenazar con el Tribunal Constitucional y hablar del artículo 155. Intentar bajar la fiebre a gritos. Absurdo, si no fuera lamentable y patético.
Ahora se plantean unas elecciones autonómicas para el 27-S (que todavía no están convocadas) que Mas y Cia. insisten en calificar de elecciones plebiscitarias. Han elaborado una (curiosa) lista a la que han llamado Junts per el Sí, aunque la CUP no ha querido integrarse. Confío en que acabe habiendo otras listas, de derechas, de centro, de izquierda, que sean capaces de insuflar en el electorado una ilusión diferente de la independencia. Si no fuera así, podríamos estar encarando un episodio que, como mínimo, resultará muy enojoso.
Sólo si fructifican esas listas alternativas podría movilizarse el electorado hasta el techo técnico del 80% (un decir) y que de esas elecciones salga una radiografía razonablemente completa del estado actual de la sociedad catalana.
Y confiemos en que las Elecciones Generales de fin de año nos traigan un Gobierno con mucho más talante de diálogo, y con la idea clara de conseguir que el proyecto de España como país nos vuelva a generar ilusión a todos.
JMBA