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viernes, 8 de febrero de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 3: Primer Día



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 2: Curiosidad



El miércoles 16 de Mayo llegué ya muy tarde (pasadas las diez y media de la noche), mucho más tarde del toque de retreta habitual de la Residencia. A partir de las diez sólo quedaba el personal de guardia para la noche, una auxiliar por planta (creo), una enfermera y ningún médico.

Por lo que mi primer día de verdad fue el jueves 17 de Mayo. Mi hermana viajó desde Barcelona para acompañarme durante todo el día, en esa fase inicial, siempre compleja, de adaptación al nuevo medio.

Junto a la puerta de la habitación, como en todas, por cierto, habían puesto un rotulito con mi nombre, que rezaba "José M. Bigas Alberti". Esto provocó ciertas dudas y algunos errores. A quienes me preguntaban, yo les decía que mi nombre es José María y que podían llamarme Chema (o Txema, de igual fonética). Otros me llamaban directamente José Manuel. Y los más prácticos me llamaron Jose durante toda mi estancia. Más adelante renovaron los rótulos y me pusieron, por error, como "José Manuel". Tras reclamar en Recepción, recuperaron la fórmula inicial.

Uno de los que me llamaba habitualmente Chema era R., el camarero dominicano hijo a cargo de la cafetería. Hasta que un día, curiosamente y con mucho misterio, me preguntó si Chema era un nombre correcto, o sonaba más bien despectivo. Le despejé sus preocupaciones, y me siguió llamando Chema durante el resto de mi estancia.

La cama instalada inicialmente en la habitación, individual y estrechita, tenía movimiento eléctrico con un mando conectado por cable, que permitía levantar o bajar la zona de la cabeza o de los pies, buscando la mejor comodidad y la ergonomía más adecuada. Dos barandillas me protegían de amanecer por los suelos, pero, a cambio, me hacían dependiente de que otra persona me ayudara siempre para acostarme por la noche y levantarme por la mañana, ya que era prácticamente imposible manejar las barandillas desde el interior de la cama. Claro que yo, especialmente durante las primeras semanas, tampoco tenía la más mínima autonomía.

Más adelante, con nocturnidad y sin avisar, me encontré una tarde con que me habían sustituido la cama por otra sin movimiento eléctrico y sin barandillas. Hablé con las supervisoras que, sin darle importancia al asunto, me dijeron que las camas eléctricas (que serían unas pocas en toda la Residencia, por lo que entendí), se reservaban para las personas que definitivamente lo necesitaban, lo que parece que ya no era mi caso. Sí conseguí negociar que me instalaran unas barandillas en la nueva cama. Con movilidad muy reducida, las barandillas, además de su labor protectora, daban puntos de agarre para la movilidad en el interior de la cama.

Hacia las nueve y media de la mañana apareció en mi habitación una auxiliar con el desayuno, y luego me aseó en la ducha, utilizando, tanto para el desplazamiento como en el interior del cuarto de baño, una de esas sillas con ruedas, con un agujero en el asiento, que permite encajarla exactamente encima de la taza del water para proceder, en su caso, a las tareas excretivas propias.

En esas condiciones de movilidad muy disminuida, uno acaba entendiendo perfectamente el concepto de la dependencia, porque es absolutamente cierto que uno depende por completo de lo que hagan otras personas para llevar adelante muchas de las tareas cotidianas a las que habitualmente damos poca importancia.

La auxiliar me vistió y a continuación ya apareció mi hermana, que vino a la Residencia directamente desde Puerta de Atocha. Ese día, especialmente por la mañana, salí poco de la habitación, porque había bastantes tareas por realizar. Mi hermana dispuso la ropa que habíamos llevado desde mi casa en el armario, de doble cuerpo y ciertamente muy amplio, y escondió allí la maleta a continuación.

No paré de tener visitas todo el día. Yo era el nuevo, y desde todos los puntos de vista había que incorporarme a la mayor brevedad posible a las rutinas propias de la casa.

Primero vinieron las mujeres de la lavandería, con el objetivo de marcar las piezas de ropa que yo quisiera ir utilizando e integrarlas en el circuito de lavandería y redistribución a mi habitación. El servicio básico de lavandería estaba incluido en la factura mensual, pero había que pagar una pequeña cantidad por el marcado de cada pieza.

Como estábamos ya con la primavera avanzada, yo estaba feliz con vestuario ya de verano: camisas de manga corta, bermudas y las famosas zapatillas con velcro por todas partes, sin calcetines. Seleccionamos, pues, un número reducido de prendas para que las marcaran (con mi nombre y número de habitación). Esta primera selección incluía tres o cuatro camisas, un par de bermudas y unos cuantos calzoncillos. Más adelante, hice marcar tres o cuatro pañuelos de tela (nunca he conseguido habituarme a los de papel).

Con las prendas marcadas, las auxiliares se encargaban, habitualmente por la mañana, de colocar las prendas a lavar en los cestos que había por los pasillos. Al día siguiente (o al segundo día), aparecían automáticamente en mi armario, convenientemente lavadas y planchadas.

En las siguientes semanas, tanto los fisioterapeutas como la enfermera, identificaron que se me producían erosiones y heridas en los pies, especialmente en el izquierdo. Me recomendaron vivamente que utilizara calcetines con las zapatillas, con lo cual tuve que seleccionar unos cuantos pares de calcetines de algodón, para el verano, para su marcado e integración en el circuito de lavado. Algunos pares de calcetines se acabaron extraviando en el circuito durante varias semanas, y sólo tras sucesivas reclamaciones, volvieron a aparecer en el cajón de mi armario.

Esa primera mañana me visitó en la habitación P., el fisioterapeuta jefe, que hizo una valoración previa de mi situación, confirmando que, por el momento, mi ayuda técnica oficial para la deambulación sería la silla de ruedas. En la Residencia, Fisioterapia es quien manda en este tema. Me dio cita para el día siguiente, viernes, a la una de la tarde, para una primera sesión de valoración fina, prólogo de muchas semanas de una hora diaria en el gimnasio, de lunes a viernes (salvo festivos). P. fue el primero que citó el eslógan que me ha acompañado durante toda mi estancia (e incluso después de mi vuelta a casa): "Paciencia y Esfuerzo". Anticipó que el objetivo era poder abandonar la silla de ruedas, y cambiarla por un andador. Más adelante, debería ya poder andar con la ayuda de una o dos muletas. Luego con un simple bastón y a continuación, la media maratón. Optimista impenitente, siempre ligeramente sobreactuado, P. es un tipo de lo más agradable.

Me visitaron también la doctora (G., creo que de origen cubano) y la enfermera M., un encanto siempre con la sonrisa en la cara. Yo había llegado a la Residencia con una sonda urinaria y una bolsa externa para recoger la orina. Y también con una herida quirúrgica en la zona perineal, en la que todavía quedaban algunos puntos por caer.

Durante las primeras semanas de mi estancia, me realizaron reiteradas curas de la herida, hasta que ya cicatrizó del todo y se secó.

El tema de la bolsa para la orina fue algo más complejoEn el Hospital me había movido todo el mes con la misma bolsa, que servía tanto para el día (cualquier pequeño paseo suponía acarrear la bolsa, claro) como para colgarla de la barandilla de la cama por la noche. Al darme el alta hospitalaria, también me dieron una receta para bolsas de pierna, de menor capacidad, para su uso durante el día, fijada a la pantorrilla mediante dos cintas elásticas. En la Residencia, pues, utilizaba dos tipos diferentes de bolsa para la orina, que se cambiaban en el acto de levantarse por la mañana y de acostarse por la noche. La de noche era parecida a la del Hospital, colgando por fuera de la cama, y limitando de alguna forma los movimientos durante el sueño. Y durante el día utilizaba una de esas llamadas bolsas de pierna. La enfermera gestionó la receta que me habían dado, y trajo a mi habitación unas cuantas de ellas.

Durante el tiempo en que utilicé bolsa para la orina, ni médicos, ni enfermeras ni auxiliares llegaron a ponerse nunca de acuerdo sobre si cada día había que utilizar una bolsa nueva, o se podía reutilizar la de la víspera. Parece que al conectarlas y desconectarlas, esa zona se convierte en un nido de posibles gérmenes. En fin, sobreviví como pude a esa indefinición.

Por cierto, al vestir bermudas, la bolsa quedaba a la vista y añadía un elemento nada agradable a mi aspecto visual. De hecho, ello me valió la crítica de alguna de las enfermeras, y la mirada cruzada, pero sin palabras, de alguna de las Residentes.

Afortunadamente, la bolsita de marras sólo duró unas pocas semanas, ya que el lunes 4 de Junio detecté que, unas tres horas después de habérmela puesto, la bolsa de día estaba absolutamente seca. Fui directamente a la Enfermería, para resolver el problema. Allí detectaron que la sonda se había obstruido. Esta dispone de un mecanismo paralelo que permite su lavado mediante un jeringazo de agua (o suero o lo que sea). Pero no hubo forma de desatascarla. La doctora y la enfermera decidieron extraer la sonda e instalar otra nueva. Como os podéis imaginar, esas manipulaciones no fueron nada agradables. No consiguieron instalar una nueva, porque les faltaba un ánima de acero para llevar a cabo esa operación, y se les doblaba al alcanzar la vejiga. Se plantearon trasladarme al Hospital para que allí lo hicieran. Pero me dejaron varias horas acostado en la Enfermería, y empecé a miccionar espontáneamente. Viendo esta reacción, decidieron que ya no me hacía falta la sonda y abandoné, por fin, las bolsitas de orina. Un mes más tarde, en la revisión con la Uróloga del Ramón y Cajal, esta aprobó completamente las decisiones que tomaron ese día.

Una visita curiosa que recibí ese primer día fue la de la Psicóloga. Su misión, ante cualquier recién ingresado, es realizar una valoración psicológica de su estado mental e incluso espiritual. Tras unos minutos de agradable conversación, en que ella se dio cuenta de que mi único problema era de movilidad física, pero que mis capacidades intelectuales estaban intactas, me pidió perdón por tener que hacerme una serie de preguntas que me parecerían básicamente bastante idiotas. Efectivamente, vinieron preguntas muy evidentes, cómo la fecha del día, el país y ciudad en que estábamos, el nombre del Presidente del Gobierno (a la sazón, todavía Rajoy) y así toda una batería. También me pidió realizar algunos dibujos, geométricos y diversos, para validar mi coordinación espacial.

Su informe, lógicamente, fue que yo estaba en pleno uso de mis facultades mentales, y sólo apreció, con razón, que estaba sufriendo una cierta sensación de agobio por tener que enfrentarme a una situación que jamás habría podido anticipar. 

Como hablamos de mi afición por los viajes de tema enológico y vinícola, me pidió permiso para realizarme una última pregunta: ¿Cuál crees que es el mejor vino del mundo?. Mi respuesta, que utilicé más adelante en alguna otra ocasión, fue la siguiente: No lo sé, pero seguramente debe ser un vino blanco.

También me visitó Cloti, la chiquita responsable en la Residencia de las actividades. Tanto de la llamada terapia ocupacional, dedicada a aquellos ancianos que están extraviados en su propio mundo y que requieren ejercicios básicos para intentar ejercitar el cerebro y la memoria, como de los espectáculos comunitarios, todas las tardes de lunes a viernes. Cloti intentó convencerme de que me sumara a algunas de esas actividades, aunque entendía que mi interés, dadas mis circunstancias, pudiera ser limitado. 

Efectivamente, más o menos entre las cinco y media y las siete de la tarde, de lunes a viernes, había algún espectáculo, llamémoslo así. Habitualmente los viernes había algo de música en vivo. algunas veces un pianista, otras un grupito de cantantes, que intentaban, a menudo con más voluntad que acierto, entretener a los ancianos con melodías más o menos conocidas. Algunos días había un Bingo comunitario, con pequeños premios para los ganadores y otros había alguna conferencia sobre temas de historia o costumbres, que se desarrollaba, en general, entre la indolencia e indiferencia casi general de los Residentes aparcados en la zona.

Ese viernes me dejé convencer por la auxiliar, y bajé a ver el espectáculo, mientras mi hermana salía a darse un paseo. Mi concepto de la vergüenza ajena me impide describir lo patético del ambiente, tanto por la parte de los (presuntos) artistas como del propio público.

Excepcionalmente, hacia finales de Junio y coincidiendo con el fin del año escolar, tuvimos una sorpresa algo más agradable. Una mañana nos visitó un grupo numeroso de alumnos del colegio colindante con la Residencia, chicos y chicas de 13-15 años. Nos deleitaron con algún número musical y terminaron realizando algunas encuestas entre los Residentes, para recoger experiencias y recuerdos sobre el Madrid de su juventud. 

A Cloti le llamo chiquita, porque era un encanto bajito. siempre sonriente y entregada a los demás, y porque vestía casi siempre como una auténtica perroflauta, perdonadme la expresión.

Con mi hermana, bajamos a las dos de la tarde al comedor, para un almuerzo mano a mano en una de las mesas exteriores al comedor comunitario (que habíamos encargado previamente). Allí vimos por primera vez a la fumadora oficial de la Residencia, E., que se hacía llamar Q., que estaba fumando un cigarrito en el jardín, apoyada en el pilar junto a la puerta.

Por la tarde, bajamos un ratito al jardín, y luego me fui hacia el comedor (para la cena de las ocho), mientras mi hermana se volvía hacia Puerta de Atocha, para tomar el AVE de vuelta a su casa. Esa cena fue la primera de una larga serie de almuerzos y cenas en el comedor comunitario. Las auxiliares  me asignaron una plaza en una de las mesas masculinas, y allí seguí hasta que dejé la Residencia.

Tras la cena, antes de las nueve de la noche, regresé a la habitación. Sin más sobresaltos, terminó mi primer día cuando vino una auxiliar que me ayudó a desvestirme y acostarme (con el correspondiente cambio de la bolsa de orina). No serían más de las nueve y media de la noche, y ya estaba acostado.



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 4: Instalaciones

6 comentarios:

  1. Como siempre una interpretación genial de "ese" primer día, es como revivirlo. Solo un punto no consigo recordar, ese paseito que según tú me hice yo por la tarde.
    Espero impaciente el capítulo 4.
    Un abrazo.

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  2. Queda claro que en algunas ocasiones la Residencia es necesaria, pero que Dios nos de con los años lucidez mental para podernos defender.

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  3. Respuestas
    1. Eso intentaré responderlo en el capítulo 4: Instalaciones.

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  4. He asistido a tu evolución "en real" amigo José María y leo por aquí el relato de tu peripecia. Un abrazo también a través de este medio.

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