"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 11: Confesor laico
Durante mi estancia en la Residencia, tuve la oportunidad de conocer a bastantes residentes temporales. Personas, habitualmente, de edades menos avanzadas que la media de los residentes permanentes y que, por alguna razón, precisaban de los servicios de la Residencia durante un cierto período de sus vidas. Ese, por supuesto, fue mi propio caso.
Algunos de ellos, sin embargo, respondían al mismo perfil que los residentes permanentes. Sólo que, por diversos motivos, se fueron de la Residencia con destino a otra, o hacia el hogar de algún familiar, con cuidadores domésticos, por ejemplo.
Entre los permanentes que se fueron a otro lugar, yo destacaría a F., toda una eminencia tanto en su vida profesional como académica. Cuando le conocí en la Residencia estaba ya sumergido en su propio Universo por culpa de un Alzheimer avanzado. Le vi mucho tiempo acompañado durante el día por una cuidadora. Y muchas mañanas del verano lo vi andando por el jardín de la mano de un joven que no me olía a familiar, sino más bien a acompañante de pago. Se sentaban en algún lugar del jardín, y el joven le leía en voz alta Miguel Strogoff. Un día desapareció de la Residencia, sin más. Unos meses más tarde me llegó, a través de amigos comunes, la noticia de su fallecimiento.
Otro residente que parecía permanente, pero que un día se fue, era Don José, un sevillano que dedicó su vida activa a la Administración Pública. Con él compartí mucho tiempo mesa en el comedor. Un buen día nos dijo que se iba a ir a otra Residencia en Valladolid, pues tenía una hija que vivía en esa ciudad, y el arreglo le resultaba más conveniente a toda la familia. Don José era uno de los mejores clientes de la Cafetería, pues acostumbraba a tomarse una cervecita antes de comer, y por la tarde, antes de la cena, y habitualmente rodeado de algunos familiares (hijos, hijas, nietos,...) se tomaba su güisquito diario.
En la mesa del comedor, Don José hablaba más bien poco. Pero, sin embargo, tuve ocasión de mantener alguna interesante charla con él, tête a tête, compartiendo algún aperitivo en una de las mesas de la Cafetería.
Uno de los residentes más notables fue el Kamikaze. Cuando yo ingresé él ya estaba allí, y compartimos mesa en el comedor durante toda su estancia. Se trataba de un zamorano de setenta y algunos, que conoció la Residencia el año anterior para recuperarse de un ictus, y que volvió a ella cuando se rompió el brazo, por un desgraciado accidente, al poco de volver a su casa. El Kamikaze era bastante contracultural dentro del ambiente general de la Residencia, pues estaba en pleno uso de sus facultades mentales y tenía el corazón un poco a la izquierda. Pero cada familia es un mundo, pues conocí a su hermano que venía frecuentemente a visitarle, y para él Rajoy era un rojo peligroso. Además, era de los únicos hombres que, durante todo el verano, se paseó por la Residencia en pantalón corto, como yo mismo, por cierto, cosechando alguna mirada crítica de las abuelitas más remilgadas. El Kamikaze soñaba con volverse a su tierra zamorana, y comerse un chuletón en Casa Paca, su restaurante preferido en la Puebla de Sanabria. Y a finales de Junio lo consiguió. El apodo se lo asignaron los fisioterapeutas, porque tenía cierta tendencia a ignorar los riesgos y a desbordar los límites. Incluso su accidente doméstico tras volver a casa quizá con demasiada premura tras recuperarse razonablemente del ictus, podría estar asociado a su carácter temerario.
A R. la conocí porque coincidí a su lado contemplando el modesto espectáculo con que nos deleitaron los alumnos del colegio vecino para festejar su fin de curso. Era una chica de setenta y pocos, que estuvo unas cuantas semanas en la Residencia. Azafata de vuelo durante toda su vida activa, a esa edad tenía problemas graves de huesos, que le llevaron a sucesivas operaciones y a más o menos complicados procesos de rehabilitación. R. era, con diferencia, la persona que más hablaba en toda la Residencia. Soltera, sentía una empatía casi automática por todos los demás residentes y sus familiares y amigos. Fácilmente se convertía en abogada de causas imposibles y construía desde la nada una ONG en cero coma, para defender lo que le pareciera conveniente. Desarrollé cierta amistad con ella y tuvimos muchas conversaciones (bueno, ella habló mucho conmigo, yo un poquito menos con ella). Cuando ya se fue para su casa, madrileña cañí del barrio de Chamberí, incluso intercambiamos teléfonos y seguimos manteniendo un cierto grado de relación hasta la actualidad.
El caso de M. era diferente. La conocí en el Gimnasio de Fisioterapia, ya que su turno coincidía con el mío. M. era una señora de 50 años, muy culta e instruida, con quien daba gusto hablar. Incluso intercambiamos alguna lectura recomendada. Ella acabó leyendo "Babel minute zéro" de Guy-Philippe Goldstein, tras mi recomendación; yo he leído recientemente, con fruición y mucho placer, "Sapiens" de Yuval Noah Harari. Trabajaba de alguna forma para el Ministerio de Asuntos Exteriores y sufrió un desgraciado accidente de tráfico en una ciudad africana, mientras desempeñaba su labor de cooperación internacional. Por el accidente, tenía que llevar un corsé para la espalda, y someterse a diversos ejercicios de fisioterapia de rehabilitación. También la vi más de una vez comiendo en una mesa familiar, junto al comedor comunitario, con su marido y sus hijos adolescentes. Sin lugar a dudas, la residente de mayor lucidez que conocí en la Residencia.
Ya he hablado de A., una señora de origen valenciano y de profesión matrona, con quien tuve alguna muy trascendente conversación, como ya he contado en algún otro lugar, desde mi personaje de confesor laico. Estuvo solo algunos meses en la Residencia, pero creo recordar que todavía se quedó allí cuando yo volví a mi casa, a finales de Septiembre.
Durante unas semanas, estuvo en la Residencia una abuelita muy pulcra y habladora, delgada al límite de la evanescencia. Coincidí con ella, también, en mi turno de Fisioterapia. Casi siempre estaba con ella alguna de sus hijas, aunque una de ellas se rompió el brazo solo unos días después de que su madre ingresara en la Residencia, para recuperarse de alguna operación de cadera, creo recordar. Un día la abuelita me pilló en el jardín y aprovechó para contarme, sin pausas ni interrupciones, toda la historia de su vida. Finalmente se dio cuenta del abuso y me pidió disculpas por ello.
Las últimas semanas de mi estancia vi pasar a un par de residentes temporales muy especiales, por diferentes motivos. El primero era G., un hombre de 90 años, pero muy bien conservado, que ingresó temporalmente en la Residencia por motivos familiares. Aunque se movía con bastante agilidad, con la sola ayuda de un simple bastón, y gozaba de una mente totalmente clara, tenía un cierto nivel de dependencia. Debido a algunas operaciones recientes tenía que llevar permanentemente una bolsa para recoger todas las excreciones corporales. Vivía habitualmente en casa con su mujer, veinte años más joven que él, y con su hija menor, de 28 años, fruto de una noche aciaga, según me confesó él mismo. Creo recordar que también tenía un par de hijos ya cincuentones. Su hija tuvo que ir unos días, por trabajo, a Estados Unidos, y su mujer decidió acompañarla en un viaje de un par de semanas. En esas condiciones, la mejor solución para él fue ingresar en la Residencia durante ese tiempo. Pero se le caía el techo encima y no veía el momento de regresar a su casa.
G. parece que había desarrollado toda su vida profesional en uno de los Ejércitos, en el que aprendió todos los vicios imaginables, según me confió en una de nuestras conversaciones. Ya jubilado, vivió bastantes años en algún lugar de África, acompañando a su esposa en su desempeño profesional. De allí volvió con alguna enfermedad endémica y con una afición desmedida por los licores destilados de fuerte graduación.
Fumador empedernido, en casa no le dejaban fumar, y por eso canceló la suscripción a la televisión de pago, para poder ir a ver los partidos de fútbol a algún bar próximo, donde tomar sus copitas y fumar sus cigarritos, aunque fuera en la calle, viendo la pantalla de reojo. Gracias a él, descubrimos que, bajo determinadas condiciones, arbitrarias, aleatorias y bastante desconocidas, se podían ver los canales de pago en el televisor de la Cafetería, y solo allí, por cierto. En particular, por ejemplo, los partidos de Liga de su club del alma, pues G. era un orgulloso colchonero. Aunque, para conseguirlo, debía acudir alguna de las supervisoras con instrucciones actualizadas para conseguir sintonizar correctamente el receptor con el decodificador.
La segunda residente temporal bastante singular, que sólo estuvo en la Residencia unos pocos días, por motivos que no llegué a adivinar, era una mujer que sufría de ansiedad, y la manifestaba fumando. Era impresionante ver el ritmo al que podía encender cigarrillos. En el par de horas que dedicaba yo a la lectura por la mañana, en el jardín, podía fumarme dos o tres cigarrillos. En ese tiempo, ella podía terminar con una cajetilla entera, pues los cigarrillos los encendía a veces a pares. Una mañana estaba desesperada porque le había desaparecido el bolso de la habitación. Y con él desapareció el mechero, por lo que parece el objeto más valioso que contenía ese bolso. Afortunadamente, yo tenía dos y le regalé uno. El bolso acabó apareciendo, pero algún dinerito que tenía dentro, nunca volvió. Mi mechero, tampoco.
Hablaba muy poco y siempre parecía angustiada por algún motivo que nunca llegué a conocer. Sin embargo, más de una vez se sentó en mi mesa en el jardín. Pensé que buscaba algo de conversación, pero nunca llegué a intercambiar con ella más allá de un par de palabras.
Y, finalmente, debo citar a los residentes que abandonaron la Residencia por el peor de los motivos. El más próximo fue F., que se sentaba a mi izquierda en la mesa del comedor. Casi todos los días le acompañaba su señora, Doña M., que solo volvía a casa cuando le dejaba aposentado en el comedor para la cena. Varias veces tuvo que trasladarse al Hospital, por diversas dolencias. Del último traslado nunca regresó. Una de las supervisoras del comedor nos dijo que tenía el corazón muy débil, y que había fallecido en el Hospital.
Otra desaparición sonada fue la de un hombre delgado y muy serio, en silla de ruedas, que siempre iba con boina, por lo que yo le había tomado por vasco. Pero resultó que era de origen alemán. Se atragantó un mediodía en el comedor y nada pudieron hacer para salvarle la vida. Yo apenas le conocía, pero coincidió que yo estaba en Fisioterapia cuando le trajeron de urgencia a la Sala de Enfermería, que estaba al lado, para intentar recuperarle. Yo casi únicamente le había visto los sábados por la tarde, cuando se celebraba la Santa Misa en la capilla. Él siempre estaba, en su silla de ruedas, junto a la escalera, a bastante distancia de la capilla pero mirando hacia ella. Como si no quisiera faltar pero tampoco mostrar una devoción que seguramente no sentía.
Sin duda se produjeron otras desapariciones por este luctuoso motivo, pero el tema se trataba con extrema reserva, y sólo te enterabas si el fallecido o fallecida te era próximo/a por algún motivo concreto. Si no, sólo podías detectar, con el tiempo, una cierta ausencia inexplicada.
En resumen, los residentes temporales, los que aparecían de repente en la Residencia, con algún problema médico concreto que resolver, eran una fuente a explotar, para intentar encontrar personas más jóvenes que la media, en pleno uso de sus facultades mentales y con quien, quizá, se podían tener interesantes conversaciones.
"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 13: Restauración
"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 13: Restauración
Ameno y cumplido relato, José María, del paisaje humano de la Resi. He disfrutado leyéndolo.
ResponderEliminarUn hombre de 90 años con una hija de 28 años y una mujer 20 años más joven que él. Ya tienes tema para un capítulo dedicado a los hijos fruto de saltos de cama.
ResponderEliminar