De la gran mayoría de ciudadanos de este país, nadie podría demostrar nunca que seamos corruptos. Y ello se debe, en primer lugar, a un hecho incontrovertible: nunca hemos tenido la oportunidad de poner a prueba nuestra honradez. El que no tiene acceso a la llave de la caja, no tiene la oportunidad de meter la mano en ella.
Luis Bárcenas, ex tesorero del PP, de quien se sospecha que podría controlar una máquina trincona. (Fuente: elconfidencial) |
Por otra parte, el imaginario nacional tiene una especial fijación por lo que podríamos llamar dinero fácil. La máxima ceremonia litúrgica de este hecho es el sorteo de la Lotería de Navidad. El dinero que se gana trabajando sirve para pagar las cosas aburridas de la vida (la hipoteca de nuestro hogar, la letra del coche, la cuenta del supermercado, el colegio de los niños, la factura del gas o la electricidad,...). Por el contrario, el dinero fácil sirve para pagar por aquello realmente divertido que la vida puede aportar: un viaje al trópico, un descapotable, caviar, champán, fiesta,...
Esta fijación por el dinero fácil tiene un efecto perverso sobre ciertos aspectos de la sensibilidad social. El primer sentimiento que todos tenemos ante alguien que se ha enriquecido ilícita o corruptamente, es la envidia. Luego ya se impone la razón, y nos indignamos y censuramos agriamente esos comportamientos radicalmente antisociales.
Esta perversión tiene un efecto indirecto en la, a menudo, falta de severidad (o incluso, a menudo, cierta condescendencia) con que la sociedad en su conjunto censura y castiga a los corruptos. A ello se añade que los políticos se muestran tibios en la crítica a la corrupción de los demás, con el temor de que una crítica exacerbada a lo mejor acaba suponiendo un tiro en el propio pie. Porque nadie está totalmente a salvo de corruptos.
Las pequeñas corruptelas empiezan con las mordidas, las pequeñas propinas para alterar el curso natural de las cosas, para adelantar un expediente, etc. Supongo que esta es una merma difícil de erradicar y, en general, puede considerarse venial.
Luego están las corrupciones personales, en que alguien utiliza su cargo o posición para recibir dinero (negro, en B, en un sobre, en un maletín,...) de un tercero a cambio de tomar decisiones que le favorezcan, aun a sabiendas de que son injustas o ilegales. Buena parte de la corrupción con origen en el sector inmobiliario tiene esta tipología, donde se tuercen las voluntades de alcaldes o concejales (especialmente) para conseguir recalificaciones u otras prebendas que beneficien al pagano de una u otra forma. El corrupto se mueve en la cuerda floja, porque el esquema puede acabar haciéndose público si alguien de sus proximidades siente envidia, o bien si alguien que mojaba del esquema, de repente, por uno u otro motivo, deja de hacerlo. El dinero, especialmente en B y en grandes cantidades, silencia todas las bocas.
Pero lo más abyecto de la corrupción son las que yo llamo maquinarias de corrupción o máquinas trinconas. Son montajes a menudo sofisticados, que requieren de un cierto tiempo y preparación para que funcionen sin chirriar. El objetivo de la organización que la promociona es conseguir un fondo de reptiles (con dinero en B) para cubrir gastos difícilmente justificables, o que resultan imposibles de cubrir con dinero legal. En las últimas décadas hemos visto ya aflorar muchas máquinas trinconas de este tipo. Desde la Filesa-etc de los socialistas, hasta el montaje de la SGAE con sociedades anejas, hasta el caso Palau en Catalunya o, por las trazas que tiene, la maquinaria controlada por Luis Bárcenas en los aledaños del PP.
El objetivo de estas maquinarias es conseguir una acumulación de dinero sin control, que se pueda repartir o gastar sin tener que dar explicaciones a nadie ni registrarlo en ninguna parte. Claro que el concepto es suficientemente vago como para que incluso sus promotores puedan acabar perdiendo el control sobre él. Sospechas más que fundadas parecen indicar que muchos de los actos multitudinarios y relativamente lujosos de los partidos políticos, en todo o en parte, se pagan a partir de bolsas de dinero B generadas con estos mecanismos.
Félix Millet, que podría ser el cabecilla de la maquinaria trincona organizada en torno al Palau de la Música. (Fuente: expansion) |
El alimento de estas bolsas procede, en general, de lo que se conoce como comisiones, es decir, porcentajes bajo mano que acaban pagando algunos adjudicatarios de contratos públicos con la Administración. La empresa X quiere vender cien piflostios a una cierta Administración Pública (supongamos, por simplificar, que a un Ayuntamiento). La contratación, por ley, debe realizarse a través de Concurso Público, con luz y taquígrafos. La empresa X quiere ganar ese Concurso (al que han presentado oferta otras cinco empresas). Los los criterios para la adjudicación siempre admiten alguna flexibilidad (el precio es un factor objetivo; pero la reputación del ofertante, por ejemplo, puede ser relativa y subjetiva). Seamos generosos, y pensemos que la propuesta de la empresa X es la más ventajosa para la Administración, en términos objetivos. Pero al director de la empresa X se le pone en contacto con un agente de la máquina trincona de turno (a menudo a través de asesores o consultores que actúan de intermediarios). En resumen, se le amenaza con que, si no suelta la comisión en B que se haya estipulado, el concurso lo ganará alguno de sus competidores.
Como la empresa X es una muy seria y reputada fabricante de piflostios, no tiene caja B y toda su contabilidad es limpia como una patena. Por eso se limita a pagar una factura que le emite alguna empresa asesora intermedia, que es la que ennegrece y sumerge una parte del botín y lo aporta a la Bolsa, y todos felices.
Para administrar esa Bolsa de dinero B hace falta un responsable, un tesorero. Pero de cómo se gaste, o quién se lo acabe quedando, no habrá ninguna constancia oficial (ni facturas ni recibos), más allá del cuadernito de bolsillo que seguramente tenga el tesorero para anotar las entradas y salidas de dinero y que, entre otras cosas, le servirá como un seguro para el caso de que los promotores le acaben dejando con el culo al aire.
Una maquinaria de este tipo es lo que se adivina que podría existir (o haber existido) en los aledaños del Partido Popular, gestionada por el que fue su tesorero, Luis Bárcenas. Según algunos han dicho ya abiertamente, en algún momento, de esa Bolsa se podrían haber pagado sobresueldos, en forma de sobres con dinero en efectivo, a ciertos miembros del partido.
Montar la maquinaria para que funcione sin ruidos cuesta un cierto tiempo y es necesario que madure adecuadamente. Pero desmontarla es poco menos que imposible, porque supondría reconocer demasiados delitos que a nadie le apetece asumir, y el tesorero, por supuesto, no va a cargar con las culpas, al menos mientras mantenga en su poder el cuadernito de bolsillo.
Es por esto que Rajoy se encuentra en una encrucijada por la que es muy difícil navegar, sin fuertes pérdidas en más de un sentido. No queda otra posibilidad real que contemporizar, intentar echarle tierra al asunto o esconderlo bajo la alfombra. Todo ello, suponiendo, claro está, que exista una voluntad decidida de destruir la máquina trincona.
Y, de toda la clase política, el que esté absolutamente limpio de pecado, que tire la primera piedra.
Josep Maria Sala, a la sazón senador, que fue condenado judicialmente por el caso Filesa. (Fuente: flickr) |
Sobre todo, no caigamos en el error de aceptar que lo que va a resolver el problema es una auditoría de las cuentas del PP (en este caso), porque el dinero de la corrupción se mueve con total libertad y sin dejar rastro en la contabilidad. Más que auditar, habrá que arremangarse y bajar a las cloacas.
Es por esto que resulta imprescindible la promulgación de una Ley de Transparencia que abarque y obligue a todas las organizaciones que gestionan dinero público, incluyendo a Partidos Políticos, Sindicatos, ONG,s, Empresas Públicas, etc. El dinero público sólo deja de serlo cuando la administración paga la nómina a alguno de sus empleados (con la correspondiente retención del IRPF, recibos, etc.) o bien paga la factura de algún proveedor privado (previa validación de los interventores, etc.). Todas las subvenciones de cualquier género o, para el caso, las transferencias de la Administración a alguna empresa pública, siguen siendo dinero público hasta que se cumpla alguna de las condiciones definidas anteriormente.
Para los ciudadanos honrados (aunque sólo lo sean porque nunca han tenido la oportunidad de dejar de serlo), que pagan religiosamente hasta el último céntimo de sus impuestos, resulta desmoralizante y provoca una crisis de confianza y de ilusión, tener que asistir a estas ceremonias de la confusión, con el convencimiento íntimo de que resulta prácticamente imposible erradicar ciertas prácticas, que provocan una merma cierta de la capacidad que debe tener la Administración Pública para mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos.
Contra la corrupción, tolerancia cero. Pero los políticos, solos, no lo conseguirán nunca. Los ciudadanos debemos presionar por todos los medios para conseguirlo, mejor antes que después. Una buena forma, para empezar, puede ser firmar la petición al Gobierno de una Ley de Transparencia más amplia y severa de lo que se ha anticipado. Podéis hacerlo en la plataforma Change.org.
Sólo con nuestro esfuerzo y todos unidos, tenemos alguna posibilidad de ver amanecer un tiempo nuevo, en que la corrupción política haya sido dominada y no fructifique más.
JMBA
No creo poder vivir suficiente como para poder ver este tiempo nuevo que tu auguras, con firmas o sin ellas. Pero por si acaso yo firmo ahora.
ResponderEliminarUn saludo