El concepto de élites extractivas fue acuñado por los economistas Daron Acemoglu y Jim Robinson, en su libro "Por qué fracasan las naciones". Este tipo de élites parásitas las podemos encontrar tanto en la política como en el entorno del mundo financiero, de la economía, de los medios de comunicación o de la Inteligencia, de acuerdo a los citados economistas.
(Fuente: effeta) |
En España, actualmente, este concepto se ha popularizado y convertido en mediático, referido de modo casi exclusivo a las élites políticas. Hay buenos motivos para ello (de los que la corrupción es, seguramente, la principal), pero conviene no olvidar que la categoría trasciende a otros campos.
Las élites extractivas se apartan de la obtención del bien común, y dedican sus esfuerzos a su propio bienestar y al grupo al que pertenecen. Elaboran un sistema de captura de rentas que les permite, sin crear riqueza ni valor, detraer rentas de la mayoría de los ciudadanos en beneficio propio.
La clase política española actual, nacida y desarrollada a partir del nuevo escenario político creado tras la muerte del Dictador, se ha consolidado como élite extractiva. A ello no es ajeno el sistema electoral proporcional con listas cerradas, que era posiblemente la mejor solución en ese momento para desarrollar el papel de los partidos políticos, prácticamente desaparecidos de la vida pública española durante el franquismo. Ese sistema, junto con el desarrollo de un Estado autonómico basado en el principio del café para todos, ha tenido un cierto recorrido que era necesario, pero ha entrado en crisis de agotamiento. Negar esta realidad es perpetuar una crisis democrática (y económica, por cierto) que perjudica a la gran mayoría de ciudadanos que no forman (no formamos) parte de esas élites.
Conviene no olvidar que la pervivencia y la perpetuación de ciertas élites extractivas es lo que, principalmente, provoca la incapacidad de muchos países del Tercer Mundo, o incluso de algunos países en vías de desarrollo, de salir de su sopor y poderse incorporar con garantías a la nómina de países democráticos que garantizan un cierto estado de bienestar a todos sus ciudadanos. Muchos países africanos y algunos de América Latina, por ejemplo, sufren de este síndrome en modo agudo.
Para quien quiera informarse sin excesivos tecnicismos ni recurrir a las fuentes originales, le recomiendo vivamente el artículo que publicó el economista César Molinas en El País (Una teoría de la clase política española, 10 de Septiembre de 2012) y que constituye la base de uno de los capítulos de su libro Qué hacer con España, publicado en 2013.
Un sistema electoral basado en listas cerradas y bloqueadas nos ha llevado a que los cargos electos deben lealtad y obediencia a los órganos de su propio partido (que son los que deciden quíén y en qué posición, aparece en las listas electorales), en lugar de consagrarse al servicio de los ciudadanos que les han votado. Este sistema es maligno desde su inicio, aunque haya tenido una cierta justificación durante algunas décadas, para reforzar la imagen pública de los propios partidos políticos. Unos partidos políticos que fueron prácticamente imperceptibles en el interior durante la Dictadura, o condenados a la melancolía del exilio.
La Administración Pública y, con ella, la organización práctica de la estructura del Estado, genera valor, dentro de ciertos límites. Estos límites están fijados en la capacidad que tiene el Estado de hacer que el país esté mejor ordenado, y que se puedan desarrollar los recursos comunes (infraestructuras y otros) necesarios para mejorar la competitividad internacional del país, en las mejores condiciones económicas posibles. Es por ello que un cierto tamaño del Estado es necesario para garantizar estas ventajas a todos los ciudadanos, y aportarles el máximo bienestar posible. Habitualmente, la percepción de una excesiva burocratización en la relación de los poderes públicos con los ciudadanos, acostumbra a ser un síntoma de que se ha caído en el pecado del gigantismo parásito y extractivo.
En ninguna parte está escrito que la estructura del Estado deba ser grande o pequeña. Diversas opciones políticas y económicas defienden uno u otro extremo, con argumentos teóricos razonables en todos los casos. A los ultraliberales les gustaría un Estado de tamaño mínimo, para que la mayoría de las rentas sigan en manos de quienes las generaron. En el otro extremo, los socialdemócratas, o incluso los comunistas, defienden un Estado de mayor tamaño, con funciones muy claras de redistribución de la renta. Pero la capacidad del Estado de generar valor para sus ciudadanos es limitada, por lo que su gigantismo o hipertrofia son dignos, en principio, de toda sospecha. Este es, muy habitualmente, el nido en el que se acunan las élites extractivas.
Es por ello que la extensión, en tamaño y alcance, de la estructura del Estado tiene el riesgo elevado de consolidar a la clase política como una genuina élite extractiva. En estas condiciones, es inacabable el rosario de creación de organismos y empresas públicos, cuyo objetivo principal acaba siendo la generación de nóminas y dietas. Además, entre muchos otros desmanes, estas élites se dedican a generar burbujas de las que detraer sus propias rentas de clase, como ese calamar vampiro del que hablaba el analista financiero Matt Taibbi al referirse a Goldman Sachs. La burbuja inmobiliaria que hemos vivido en España, o la burbuja financiera internacional de las hipotecas subprime, son un buen ejemplo de ello.
Es en este contexto enfermizo donde conviene situar los inacabables episodios de corrupción que estamos viviendo todos los días en España. Un sistema político que se basa en la detracción de rentas (legales, eso sí, pero profundamente inmorales), inevitablemente acaba dando acogida a individuos cuya superior codicia les lleva a perseguir la obtención de mayores rentas, ya claramente ilegales, o a conseguirlas con mayor rapidez.
Es por ello que resulta patético oír a Mariano Rajoy hablar de que la corrupción en España es un problema de casos puntuales de personajes corruptos, y no de que el sistema esté corrupto en sí mismo. Cuando el propio sistema político, y su clase dirigente a la cabeza, han diseñado una maquinaria legal para detraer rentas para su propia clase, sin generar valor, es inevitable que en muchos rincones se perfeccione esa maquinaria para generar rentas mayores y con mayor rapidez, cayendo en la ilegalidad y la corrupción.
Una reforma en profundidad del sistema es ya una necesidad perentoria en España. Combatir los casos puntuales de corrupción no puede ser la única iniciativa. Aunque hay que hacerlo, por supuesto, con toda la carga de la ley, con la máxima rapidez y ejemplaridad. Para el bien común de la gran mayoría de ciudadanos, lo que hay que desmontar es esa maquinaria enfermiza de extracción de rentas sin generar valor. Porque su propia existencia, por muy legal que pueda ser, es un cáncer para el bienestar de la mayoría de los ciudadanos.
La corrupción es un síntoma, pero la enfermedad es más profunda. La existencia de esas élites extractivas en el núcleo de la clase política, es la enfermedad. Y los casos de corrupción son los abscesos que la enfermedad genera, aquí y allá, que deberían facilitar a los médicos un diagnóstico certero de la enfermedad profunda.
Por cierto, es este caldo de cultivo el único que puede explicar la aparición de elementos esperpénticos como el llamado Pequeño Nicolás. Un jovencito que parece haber medrado estrictamente a base de generar en terceros la percepción de proximidad con el poder político y, por ende, sugerir la oportunidad de apropiación de rentas detraídas.
Ya no cuela la estrategia de extender el miedo a los antisistema. Hay que tener ciertas precauciones, claro, porque no se trata de destruir el sistema para que impere el caos, sino de cambiar el sistema para que resulte mucho más justo para la mayoría de la población. Se trata de eliminar a esas élites extractivas y sustituirlas por una clase política renovada y decente, que esté realmente al servicio de los ciudadanos, y que se consagre a generar valor para el país y sus ciudadanos.
Claro que este proceso exige que esas élites, que controlan los resortes de la legalidad y sus cambios, por uno u otro motivo, se vean forzadas a diseñar y aceptar su propio harakiri. Para que esto sea posible, fuerzas políticas como Podemos pueden ser un buen instrumento. No creo que su aproximación política sea perfecta, y en su programa hay cosas que me gustan, otras que me desagradan, y algunas que me parecen absolutamente utópicas y alocadas. Pero son los únicos que parecen claramente decididos a erradicar a esas élites extractivas del poder político en España. Los partidos políticos tradicionales harían bien en tomar buena nota de los motivos profundos por los cuales una alternativa conceptualmente minoritaria como Podemos está alcanzando la relevancia que vemos en medios de comunicación y encuestas. Creo que el ciudadano medio no quiere destruir el sistema, pero exige su reforma en profundidad, para erradicar a esas élites extractivas parásitas de la vida pública. Si nadie más ofrece una alternativa atractiva, Podemos, en soledad, alcanzará el éxito electoral.
Hoy por hoy, me temo que los ciudadanos no tenemos muchas más alternativas viables. Si nadie propone reformar el sistema en serio, entonces triunfará la opción revolucionaria. Con consecuencias todavía imprevisibles.
JMBA
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