Viajar hace cuarenta años era, en lo fundamental, bastante parecido a lo que es viajar en este siglo XXI. Viajar es una de las mejores fórmulas conocidas para abrir la mente a nuevas perspectivas, para ser cada vez menos provinciano y localista y para, finalmente, darse cuenta de que, hasta en las antípodas, las personas aman a sus seres queridos, trabajan para buscarse una vida mejor, tienen que comer varias veces al día, aprecian lo que tienen cerca y tienen que dormir unas cuantas horas al día para recuperar la energía.
Pero en todo lo demás, en los detalles, viajar en los 70 era una práctica que se parecía poco o nada a cómo la abordamos hoy en día. no tenía nada que ver, es como si nos asomáramos al Pleistoceno Medio. Tendréis ocasión de daros cuenta de ello a lo largo de esta crónica.
Inter-Raíl de Santiago, que lo ha conservado hasta hoy. El mío se extravió en alguna mudanza. |
Pero en todo lo demás, en los detalles, viajar en los 70 era una práctica que se parecía poco o nada a cómo la abordamos hoy en día. no tenía nada que ver, es como si nos asomáramos al Pleistoceno Medio. Tendréis ocasión de daros cuenta de ello a lo largo de esta crónica.
En ese año académico 1976-77 estábamos estudiando en la Escuela de Ingenieros Industriales de Barcelona. Formábamos una pandilla de seis muy buenos amigos: Carles, José, Ignasi, Santiago, Ferran y yo mismo, JM. Durante el tercer curso empezamos a hablar de la posibilidad de organizar una especie de Paso del Ecuador, en forma de viaje al extranjero para el siguiente verano. El que iba a ser, por supuesto, nuestro primer viaje fuera de España.
Hace siete años ya publiqué una crónica parcial de este viaje, centrada en el trayecto París - Londres. Pero ahora que he recuperado el contacto de los Cinco supervivientes (desgraciadamente, Ferran falleció en plena juventud), es el momento de abordar una crónica completa de este viaje, que ya tiene muchas características de vintage.
Ferran no podía comprometerse para el verano, pues debía ayudar a sus padres en el bar familiar de Vilafortuny, cerca de Salou. Carles ya tenía un compromiso previo, en forma de intercambio universitario en algún lugar de Europa (no recuerdo bien si ese año le tocó Francia, Holanda o Bratislava, en la Checoslovaquia de entonces, la Eslovaquia actual). Así que quedábamos cuatro para ir preparando el viaje.
Decidimos llegar hasta Escocia. Como eran etapas inevitables, planificamos estancia en París y en Londres. Todo el viaje lo haríamos en tren, utilizando la facilidad del Inter-Raíl. Sé que el Inter-Raíl sigue existiendo, aunque sospecho que su formato ha variado sustancialmente. Entonces estaba limitado a menores de 23 años (pronto evolucionó hasta los 26, creo), y cubría buena parte del territorio europeo durante un mes. Los trayectos en el país de origen no estaban incluidos, y había que comprar un billete, aunque con un importante descuento, creo recordar que del 50%. Lo mismo sucedía con la mayoría de trayectos marítimos en ferry.
Yo me encargué de organizar la logística. En una época en que ni existían móviles ni, por supuesto, Internet, planificar un viaje, sin encargarlo todo a una Agencia de Viajes, era una tarea ardua, Tuve intercambios postales (sí, si, cartas con sellos que van, para las que se espera una respuesta en una o dos semanas) con los Ferrocarriles Franceses (SNCF) y con el British Rail, antes de que desapareciera como tal tras las privatizaciones impulsadas por el gobierno neoliberal de Margaret Thatcher en los ochenta. Y también con las Oficinas de Turismo de Francia y de Gran Bretaña. Previo pago de algún pequeño importe, y bastantes semanas de gestiones, conseguí hacerme con varios pesados tomos (antes del PDF existía el papel impreso como soporte de información) con los horarios completos de las dos redes ferroviarias y con guías de alojamientos disponibles en las zonas que queríamos visitar.
Tras evacuar diversas consultas con el grupo, fuimos afinando la elección de alojamientos y tuve más intercambios postales con varios Hostels en Londres y en París, y varios Bed and Breakfast en la zona de las Highlands que queríamos visitar, así como en el Lake District que, como casi nos venía de paso, decidimos hacer un pequeño desvío para visitar también un poco esa región.
Finalmente, conseguimos formalizar algo bastante parecido a una reserva en todos ellos, y teníamos claro el itinerario y los horarios de los trenes que queríamos tomar, aunque sólo habíamos comprado los billetes para los trayectos nacionales (de Barcelona hasta la frontera y viceversa). Para el resto habría que ir escribiendo a mano los sucesivos trayectos en el cuadernito en que se sustanciaba el Inter-Raíl.
Visto con la perspectiva del tiempo, debo entonar un cierto mea culpa. Cuando viajo, siempre me ha gustado tener todos los detalles al máximo bajo control, y reducir, en lo posible, las sorpresas a las fiestas de cumpleaños. Eso, ciertamente, da bastantes dosis de seguridad, pero le resta algo de aventura al conjunto. A veces me gusta pensar cómo hubiera sido la experiencia de llegar a Londres a las seis de la tarde sin alojamiento reservado, lo que me da un cierto vértigo.
Más adelante, en los 80 y principios de los 90, hice, con diversos amigos, varios viajes en coche por Europa, y también alguno por Estados Unidos, básicamente sin ninguna planificación previa, a lo que fuera surgiendo. Junto a experiencias ciertamente positivas, puedo recordar algunos episodios mayormente enojosos. Un verano, por la Costa Azul, acabamos en una sórdida habitación oscura y piojosa por los arrabales de Niza, tras tantear docenas de hoteles, todos completos, y otra noche tuvimos que dormir en el coche, camino de Grasse, en un apartado de la carretera, con una fuente. Claro que luego, por la mañana, descubrimos la suerte que habíamos tenido, cuando fueron afluyendo a nuestra zona, para refrescarse y lavarse la cara, los que habían dormido en otros lugares sin fuente. En otra ocasión, por la costa de Normandía, petada de turistas, tuvimos que aceptar en Cabourg como alojamiento una especie de granero al que había que llegar con linterna. Incluso una vez, en Las Vegas, seguramente la ciudad del mundo con mayor densidad de plazas hoteleras, coincidimos con un Congreso Médico que tenía llenos todos los hoteles y moteles a 150 millas a la redonda. Nos tocó sobrevivir toda la noche de casino en casino, y por la mañana salir huyendo hacia Reno, donde sí conseguimos un hotel donde dormir toda la tarde de ese día.
Con ello os quiero decir que sí, que es verdad, que me pierde a veces el afán de planificarlo todo. Pero en ese pecado, como en la gran mayoría, por cierto, está la recompensa y la penitencia a la vez. He aprendido que el tiempo de planificar un viaje en casa, antes de salir, es barato, no tiene un límite definido, mientras que el tiempo en que uno está viajando es demasiado caro como para desperdiciarlo atendiendo a temas de logística básica.
Superada esta digresión, sigamos con los preparativos de ese primer viaje. Todos nos preocupamos de tener los pasaportes en vigor, y también de llevar encima las divisas que pensábamos podíamos necesitar en todo el viaje. Que yo recuerde, ninguno de los cuatro tenía una tarjeta de crédito, como, por otra parte, la inmensa mayoría de españoles de la época. Hubo que realizar gestiones bancarias previas para comprar una cierta cantidad de francos franceses y otra cierta cantidad de libras esterlinas. Con todo ese efectivo, más o menos escondido y más o menos protegido, tendríamos que lidiar durante el viaje.
En la actualidad, viajar a Francia, o a muchos otros países de la Unión Europea, no tiene ningún problema, pues utilizan los mismos euros que utilizamos todos los días en casa, y podemos pagar casi todo con plástico u obtener algo de efectivo en cualquier cajero automático. Gran Bretaña sigue utilizando sus libras, pero cuando viajo de vez en cuando a Londres, cojo la pequeña cantidad de libras que me sobró del anterior viaje, pago billetes, hoteles, comidas, etc. con tarjeta y, si lo preciso, obtengo alguna pequeña cantidad adicional de libras en billetes de cualquier cajero automático que encuentre allí por la calle. En alguna ocasión he llegado a realizar un viaje donde he gastado unos 2.000€ en total, y únicamente he utilizado 10€ en efectivo. Hace cuarenta años, esas cosas eran pura ciencia ficción.
Así nos plantamos a mediados de Julio, con el curso académico satisfactoriamente finiquitado, y a punto para iniciar el viaje los Cuatro Magníficos, todos entre los 19 y los 21 años.
Por esa época, la idea de que el equipaje puede moverse sobre ruedas era sólo un concepto alocado en la cabeza de algún diseñador. Como tampoco éramos amantes de las mochilas para echarse a la espalda, cada uno de nosotros acabó saliendo de casa con una bolsa o maletita de mano, que había que acarrear a peso, siempre que no tirara de nosotros algún medio mecanizado. Recuerdo perfectamente que mi bolsa era de náilon color naranja y que ya pesaba mucho más de lo recomendable al iniciar el viaje. Y como el equipaje lo carga el diablo, ya os podéis imaginar el panorama de mis muchos sudores a lo largo del viaje.
La víspera de la partida, prevista para el 14 de Julio, Ignasi cayó enfermo de anginas, con fiebres muy altas. Estuvimos evaluando la posibilidad de cancelar el viaje, pero el padre de Ignasi nos animó a seguir con lo planificado, y se comprometió a enviarnos a su hijo a Londres por avión dos o tres días después. No sé muy bien cómo lo hizo al final, pero lo cierto es que, efectivamente, el grupo de los cuatro se reunió de nuevo en Londres.
Una locomotora como esta tiraba del Cataluña Exprés. (Fuente:railwaymania) |
José, Santiago y yo iniciamos, pues, el viaje, tal y como estaba previsto, a las cuatro de la tarde de ese día de Julio desde la Estación de Francia de Barcelona. Mi padre me llevó hasta la estación, y creo que también la familia de alguno de mis compañeros les acompañó hasta allí. El Cataluña Exprés, que nos llevaría hasta la estación fronteriza de Cerbère, era un expreso de los de toda la vida, con una locomotora color plata al frente, y vagones marrones divididos en departamentos de ocho asientos para la 2ª clase (por supuesto, la nuestra), y un largo pasillo lateral.
Un tren parecido a este nos esperaba en los andenes franceses de la estación de Cerbère. (Fuente: trains-en-voyage) |
Tres horas después, hacia las siete de la tarde, llegamos primero a Port Bou, la última estación española (bueno o catalana del sur) y luego, despacito, hasta Cerbère. Allí ya tuvimos que agarrar el equipaje, bajar del tren y realizar las correspondientes formalidades fronterizas y aduaneras, control de pasaportes y demás. Finalmente accedimos a los andenes de los ferrocarriles franceses, y allí estaba esperándonos la primera joya exótica del viaje: el Corail Côte Vermeille-Paris. A nuestros ojos, era un tren mucho más moderno que el que nos había traído hasta allí, y era el primer contacto con Francia, la sensación fuerte de irnos de casa, de verdad.
Vista aérea de la estación ferroviaria de Cerbère. (Autor: Jordi Verdugo; Fuente: wikipedia) |
Nos acomodamos en plazas sentadas de 2ª clase, dispuestos a pasar la noche como buenamente pudiéramos. El tren salió a su hora exacta, algo después de las ocho de la tarde. Como hablábamos entre nosotros habitualmente en catalán, en algún momento de la noche algún compañero ocasional de departamento nos preguntó si éramos rumanos, sin intuir que realmente éramos polacos. Hasta Perpignan, el tren hizo varias paradas (Banyuls y Collioure, entre otras), por algo el nombre del tren invocaba el nombre de la Côte Vermeille. Luego las paradas se fueron espaciando más: Narbonne, Carcassonne, Toulouse, Montauban (donde, por cierto, está la tumba de Manuel Azaña), Cahors, Brive-la-Gaillarde, Limoges, Châteauroux, Vierzon, Orléans y, finalmente, París-Austerlitz. Entre cabezada y cabezada, recuerdo haber visto la mayoría de esas estaciones, e igual todavía me olvido de alguna. Llegamos a la estación de Austerlitz en París exactamente a la hora prevista, las 7.47 de la mañana. Otra prueba de que estábamos fuera de casa y que ese país funcionaba bastante mejor.
Trenzado de vías de acceso a París-Austerlitz. (Fuente: wikimapia) |
Íbamos a enlazar directamente hacia Londres (ya nos pararíamos en París a la vuelta), y nuestro tren (bueno, el que había planificado como nuestra mejor opción) hacia Boulogne-Maritime salía de la Gare du Nord pasadas las diez de la mañana. Recuerdo que me di el capricho de tomar un café au lait en alguno de los bares de la zona de la estación, con un delicioso croissant de esos que cogías directamente de los boles puestos a disposición de los clientes, que han desaparecido en toda Francia, salvo quizá en algún café de pueblo, donde la clientela es conocida. Eso sí, como sigue siendo la regla, ausencia total de servilletas a disposición del público. Digo yo que un pueblo que inventó el bidé y los perfumes y que no tiene autoservicio de servilletas en los bares, es digno de toda sospecha de que la limpieza no está entre sus principales valores. También me llevé un susto monetario pues, al interesarme por una postal (de alguna forma había que reportar a casa el avance del viaje) me dijeron que valía quatre-vingt (realmente ochenta céntimos) que yo entendí como cuatro francos y pico y arranqué a sudar.
En un ferry parecido a este cruzamos el Canal de la Mancha (English Channel) entre Boulogne y Folkestone. (Fuente: vortigernstudies) |
Para llegar a la Gare du Nord tomamos la línea 5 del Metro, dirección Église de Pantin (hasta que en 1985 se inauguró la prolongación hasta Bobigny-Pablo Picasso). Directo, sin cambios, nueve estaciones. Por cierto, nuestras familias podían imaginar que estábamos en París, pero no tenían confirmación alguna de ello. Tened en cuenta que el inventor del WhatsApp no había ni siquiera nacido.
En esa época, el viaje en tren París-Londres tenía tres etapas. La primera, en un tren francés, nos llevó, en unas tres horas, hasta el puerto de embarque, en nuestro caso, Boulogne-Maritime. Allí pasamos el control de fronteras francés y embarcamos en un ferry de Sealink, dirección a Folkestone. Esa ruta, en viaje diurno, creo que duraba algo menos de dos horas. A bordo se podía agilizar el control británico de inmigración, pasando el correspondiente control de pasaportes, debiendo responder a varias preguntas, tras rellenar un impreso donde había que indicar una dirección durante nuestra estancia en Gran Bretaña.
En una de estas casas de Cranley Gardens SW7 3BD estaba nuestro alojamiento en Londres. (Fuente: Google Earth Street View) |
La travesía fue bastante plácida. Al llegar a Folkestone, tocó de nuevo acarrear el equipaje, pasar el control aduanero (si ya se tenía el pasaporte sellado del barco, el proceso era mucho más rápido) y subir a un tren inglés que nos llevó hasta Londres, en algo así como hora y media. El vagón era de esos antiguos con muchas puertas que se abrían a mano, y cada grupo de cuatro asientos tenía su propia puerta de acceso. A su hora emprendimos el recorrido en dirección a London Victoria, donde acabamos llegando pasadas las seis de la tarde, hora británica. Un París-Londres de siete horas, frente a las poco más de dos que tarda en la actualidad el Eurostar que circula a alta velocidad y cruza el Canal de la Mancha por el Eurotunnel, hasta la modernísima estación de St. Pancras. O, por cierto, una travesía marítima de hora y media (mínimo) frente a los 35 minutos que se tarda en la actualidad en cruzar el Eurotunnel con el coche a bordo de uno de los trenes lanzadera.
En Londres habíamos reservado cama en un garito llamado algo así como Abcone Youth Hostel, en Cranley Gardens, por la zona de South Kensington. No sé muy bien cómo llegamos hasta allí, pero el caso es que acabamos llegando. El tal Hostel era una pocilguilla regentada por pakistaníes, con poco orden y ninguna limpieza. Con un vago movimiento de la mano, el responsable nos indicó el camino hacia las habitaciones, y recuerdo que me tumbé en una cama junto a otra donde estaba durmiendo un motorista alemán que no se había quitado ni siquiera las botas. Eso sí, costaba unas pocas libras pasar la noche allí.
Por la mañana, en el desayuno (bastante espartano, a base de tostadas con mantequilla y mermelada y bebida caliente) el primer día pedí café. Aprendí rápido que, aunque no sea santo de mi devoción, más valía un té correcto que un café nefasto, y ya pedí té en todos los desayunos en Gran Bretaña de los días siguientes.
Santiago, entre los principales dirigentes de la época, en el Museo de Cera de Madame Tussaud. (S. Carranza, Julio 1977) |
Estuvimos dos o tres días en Londres, durante los que anduvimos lo que no está ni escrito. Porque andando se ve mejor todo, y porque el Metro (o, para el caso, los autobuses, todavía peor) era un jeroglífico en el que resultaba prácticamente imposible orientarse si no se era nativo nativo. Además, no había un precio unificado, de modo que cada trayecto tenía su precio propio, y en las estaciones había largos paneles con la relación de estaciones a las que se podía viajar por 20p, y otra lista para los 30p. y así sucesivamente. Además, por el mismo andén circulaban (y circulan) trenes de diferentes líneas, por lo que realizar el trayecto deseado, sin errores y sin incurrir en ilegalidad tarifaria era tarea poco menos que imposible.
Recorrimos, pues, a pie, buena parte de la ciudad, y visitamos la Torre de Londres, los lugares principales del centro (Trafalgar Square, Piccadilly Circus, Hyde Park, Houses of Parliament, Big Ben, Westminster Abbey, etc.) y algún museo (creo que la National Gallery y no sé bien si también el British Museum, así como Madame Tussaud). Como no existía todavía la noria gigante, el London Eye, pues no tuvimos que tomar la decisión de si montar o no.
Escultura del Monstruo del Lago Ness, que sustituye al monstruo real en las fotos de todos los turistas. (JMBigas, Agosto 1995) |
En algún momento se juntó al grupo Ignasi, que había volado directamente desde Barcelona, enviado por su padre.
Londres era, por entonces, un mundo muy aparte de la Europa Continental, y a años luz de la extremadamente provinciana España. Carnaby Street representaba una cierta modernidad, o progresía, no sé muy bien, que nos parecía bastante revolucionaria. Cerca de Piccadilly, recuerdo haberme metido en alguna sex shop (el propio concepto era para los españolitos de la época de un avanzado que tumbaba de espaldas). Como anécdota, recuerdo a una dependienta que intentaba convencer a un cliente, que deseaba comprar una película X, que cuando ya se ve todo, no se puede ver más.
En algún momento también me metí en un Cine X donde, frente a la butaca, había una pequeña repisa para el cenicero (se podía fumar, por supuesto) y para una cerveza o una copa. De hecho, todos los convoyes del Metro tenían un vagón para fumadores (con visibilidad muy reducida por la espesa nube de humo) y se podía fumar sin restricciones en todas partes, incluyendo las estaciones. En fin, un puro atavismo de cuando fumar no era malo para la salud.
Para nosotros era un choque cultural que, junto con la comida, para beber, en todas partes te ofrecían té o refresco (Coca-Cola y así), pero el agua embotellada era un producto simplemente inexistente. Alguna vez que nos atrevimos a pedir agua, nos miraban extrañados y nos decían que si del grifo o qué.
Ribera del Loch Ness. Se puede ver una de las bicicletas que alquilamos para dar el paseo. (S. Carranza, Julio 1977) |
Porque, claro, para vender alcohol (cerveza, vino), los locales debían tener una licencia especial, que muchos no tenían. Por entonces yo no era muy aficionado a la cerveza, pero los pubs, que servían alcohol de todas las graduaciones, tenían un horario muy restringido. Quizá fue uno o dos años después que volví a Londres, esta vez con Ferran, poco antes de que un tumor cerebral se lo llevara por delante en plena juventud. Un amigo suyo nos invitó a una barbacoa multitudinaria en uno de esos sótanos con patio trasero que son bastante habituales en Londres. Había vino francés peleón, de tetra brik (o así), y acabamos muertos y más que borrachuzos. Dormimos como pudimos en sacos de dormir por la casa. De noche, me levanté para ir al servicio y a la vuelta, palpando, me metí en el primero que encontré, que acabó siendo una mortaja de hospital, pues uno que vivía allí trabajaba en un hospital de Londres. Muertos, por la mañana, sonó Diana como a las once, con la indicación de que debíamos darnos prisa para ir al pub antes de que cerrara a la una de la tarde. Creo que es la única vez en mi vida que en un pub me pedí un refresco, pues era incapaz de trasegar una cerveza con la resaca que llevaba encima y prácticamente en ayunas. No fue sino muchos años después, en una boda en Orense, que aprendí que una (dos, tres,...) cerveza(s) son el mejor remedio conocido para cuidar la resaca.
El Ben Nevis (elev. 1345m), se intuye entre las nieblas, desde Fort William. (S. Carranza, Julio 1977) |
Mi salvación gastronómica en Londres fue algún restaurantito italiano familiar por el West End, donde se podía comer por un precio asequible una pasta decente y hasta un escalope milanesa, con una jarra de vino (peleón) italiano, vertido directamente desde uno de esos bottiglioni gigantes (no sé si de 3, 5 o más litros). Un tipo de envasado que ha sido sustituido completamente por el llamado BiB (Bag in a Box).
Con ampollas en los pies de tanto andar, pasaron los dos o tres días que dedicamos a Londres, y llegó el momento de tomar el tren que nos debía llevar hasta Inverness, en las Tierras Altas escocesas. Habíamos previsto tomar el tren nocturno, el Royal Highlander, desde la estación de Euston. Al llegar allí, descubrimos que el tren no tenía plazas sentadas, sino sólo departamentos de coche-cama. Y, claro, el Inter Raíl no nos permitía ocupar uno de esos. Tuvimos que pagar un suplemento de unas poquitas libras (la verdad es que en ese momento hasta nos pareció barato) por dos departamentos con dos camas cada uno, un lavabo en la esquina, al levantar la mesa rinconera, y un WC al final del pasillo exterior.
Por la mañana, en ese lavabo, por partes y con cierto orden, conseguí casi completar una ducha oficial.
En Inverness habíamos reservado un Bed and Breakfast en una casa algo apartada de la estación. Recuerdo una larga caminata, acarreando el equipaje a peso, por supuesto. Nos recibió una señora muy amable, que nos enseñó las dos habitaciones y nos invitó a tomar el té a las cinco en punto de la tarde, y nos indicó el horario del desayuno para la mañana siguiente.
Alquilamos unas bicicletas, y nos dimos algún paseo por las riberas del Loch Ness, atisbando al monstruo que, como todos los miles de personas que visitan Inverness cada año, por supuesto no vimos. La verdad es que nunca he tenido una forma física atlética. Los años, una vida sedentaria, el sobrepeso y un prolongado hábito de fumador no han hecho más que empeorar las cosas, pero incluso a mis 19 años no estaba en muy buena forma física. De forma que recuerdo que, a bordo de las bicicletas, yo siempre cerraba el grupo, a cierta distancia del siguiente, y tenía que parar de vez en cuando, para recuperar el resuello, ralentizando al grupo, lo que provocaba el enojo especialmente en José, que se había erigido en el líder del pelotón.
No sé si estuvimos uno o dos días en Inverness (al este de las Highlands), pero luego teníamos que ir a Fort William, en el oeste. Por carretera es un trayecto de unas 65 millas, que se podría realizar en coche en algo más de hora y media. Pero nosotros íbamos de tren, por lo que me parece que tuvimos que dar un rodeo, una uve gigante, que nos llevó casi el día entero, con cambio de tren en Stirling y no sé si incluso llegando hasta Glasgow Queen Street y hacia el norte de nuevo.
Fort William (pop. 9908 en 2001) es un pueblecito precioso de las Tierras Altas escocesas. Me acuerdo de las partidas de mini golf que jugamos en una cancha municipal que estaba muy cerca de la estación. Allí habíamos reservado habitación en otro B and B, del que no recuerdo nada.
Entre persistentes nieblas, desde Fort William pudimos ver el relativamente cercano Ben Nevis, que es la montaña más alta del Reino Unido con sus 1.345 metros de altitud.
Creo que en autobús fuimos hasta el Glenfinnan Monument (a unas 20 millas de Fort William), una torre ubicada en las riberas del Loch Shiel, dedicada a los hombres del clan Jacobita, que lucharon valerosamente y murieron defendiendo la causa del Príncipe Carlos Eduardo Estuardo.
Santiago con el Loch Shiel de fondo, en el Glenfinnan Monument. (S. Carranza, Julio 1977) |
Entre persistentes nieblas, desde Fort William pudimos ver el relativamente cercano Ben Nevis, que es la montaña más alta del Reino Unido con sus 1.345 metros de altitud.
Creo que en autobús fuimos hasta el Glenfinnan Monument (a unas 20 millas de Fort William), una torre ubicada en las riberas del Loch Shiel, dedicada a los hombres del clan Jacobita, que lucharon valerosamente y murieron defendiendo la causa del Príncipe Carlos Eduardo Estuardo.
Desde Fort William habíamos previsto una visita a Windermere, en el llamado Lake District, en tierras de Cumbria. Tomamos un primer tren hasta Glasgow Queen Street. Allí nos permitimos uno de los pocos lujos del viaje, y nos metimos los cuatro y el equipaje en un taxi, que nos llevó hasta Glasgow Central, de donde salían los trenes hacia el sur.
Ajeno a la bromita de Ignasi, yo mismo en el Glenfinnan Monument, junto al Loch Shiel. (S. Carranza, Julio 1977) |
Tomamos uno, probablemente con destino a Londres, tras asegurarnos de que tenía parada en Oxenholme. Allí tomamos otro trenecito, que parecía un camión sobre raíles, para llegar tras algo más de media hora, a Windermere. Recuerdo que llegaríamos ya por la tarde, y pasamos el siguiente día completo allí. Habíamos reservado otro B and B, en el que otra señora también nos trató con mucha amabilidad.
Alquilamos de nuevo unas bicicletas, y nos dimos algunos paseos alrededor del Lago Windermere, rodeado por unos paisajes idílicos.
Desafiando la persistente llovizna, junto al Lago Windermere, en el Lake District. (S. Carranza, Julio 1977) |
Llegó ya el momento de la vuelta hacia París. Tomamos de nuevo el camión sobre raíles hasta Oxenholme y, desde allí, un tren hasta London Euston. No recuerdo bien cómo fuimos desde la estación de Euston hasta la de Victoria, pero probablemente fuera en el Metro.
A estas alturas, creo recordar que había conseguido hablar con mi casa por teléfono una vez, desde una de esas cabinas rojas que ya son piezas de museo, armado con una provisión de monedas y superando bastantes problemas técnicos. También había enviado alguna postal por correo, pero seguramente acabó llegando a casa más tarde que yo mismo.
El Windermere Lake, desde un globo aerostático. (Fuente: lakedistrictballoonrides) |
Para el viaje Londres-París, esta vez, habíamos previsto el viaje nocturno, para llegar a París por la mañana. La travesía marítima era desde Dover hasta Dunquerque. Entre que la distancia era más larga y que por la noche los buques avanzaban con más lentitud, creo que estuvimos unas cinco horas a bordo del barco. Había, quizás, un par de vagones de coche-cama (que no eran, por supuesto, los nuestros), que montaban directamente en el barco, y en destino se enganchaban a un tren francés para llegar a París sin que los pudientes viajeros hubieran tenido que abandonar sus camas.
Pero, para la plebe, y esta vez a horas francamente intempestivas. el trayecto nos obligó de nuevo a acarrear el equipaje varias veces. Primero en Dover, más o menos a medianoche, para ir desde el andén de la estación ferroviaria de los muelles hasta el barco. Y luego, lo mismo en Dunquerque, como a las cinco o seis de la mañana. Eso sí, recuerdo algún momento asomado a la borda y disfrutando de la noche del Canal, a la luz de la Luna, en una escena que fue casi de película.
En alguna casa de esta rue Jean-Jacques Rousseau estaba nuestro alojamiento en París. (Fuente: Google Earth Street View) |
Finalmente llegamos a la Gare du Nord de París a las ocho o nueve de la mañana. Allí habíamos reservado camas en un garito de la rue Jean Jacques Rousseau, una calle estrecha del 1er. Arrondissement, entre el Louvre y la Bourse. Otra vez unas habitaciones compartidas con camas ocupadas por unos u otros con cierto descontrol. Recuerdo haber tenido allí una charla algo contradictoria con un estadounidense pelirrojo, de unos veintipocos años, revolucionario y antiimperialista, hasta que le tocabas el tema de la Coca-Cola o el Marlboro, que le parecía fenomenal que lo pudiera consumir en cualquier lugar del mundo al que viajara.
Durante el par de días que estuvimos en París no pudimos visitar el Louvre, pues los funcionarios del Ministerio estaban, casualmente, de huelga. Pero sí fuimos a todos los lugares más emblemáticos de la Ciudad Luz, como la Tour Eiffel, las Tullerías y los Campos Elíseos, el Sena y el Barrio Latino, Notre Dame, Pigalle y Montmartre con su Sacré Coeur, etc. Allí sí utilizamos mucho el Metro, que nos resultaba mucho más fácil de entender y seguir que el de Londres.
Por los bulevares de Pigalle visitamos, por la novedad, alguna sex shop, y recuerdo también una visita al Axis, un sórdido cine X que estaba en el mismo bulevar. Tuvimos que esquivar, por supuesto, a los porteros de los infinitos cabarets de la zona, que chapurrean todas las lenguas del mundo.
En comparación con lo extraña que nos había sonado toda la gastronomía en general por Inglaterra y Escocia (con su fish and chips como plato estrella), en París todo nos pareció como bastante más próximo, aunque ciertamente caro en muchas ocasiones, especialmente para nuestras mermadas economías.
Y finalmente llegó el día de la vuelta a casa, simétrica respecto a la ida. Salida de la Gare d'Austerlitz como a las nueve o diez de la noche, muchas horas de traqueteo por el centro de Francia, de nuevo en los que entonces eran nuevos vagones Corail, y llegada a Port Bou como a las diez de la mañana. Tras los correspondientes trámites fronterizos y aduaneros, tomamos el Cataluña Exprés dirección a Barcelona, donde acabamos llegando, si no recuerdo mal, hacia las dos de la tarde. En la Estación de Francia nos esperaban nuestras respectivas familias, despedidas y Fin del Viaje.
La verdad es que para un primer viaje al extranjero fuimos muy ambiciosos, para la época, claro. Pero la verdad es que todo salió más o menos como lo habíamos previsto, y pudimos disfrutar mucho de todas las partes del viaje. De otra parte, supimos hacer frente con entereza a los pequeños sinsabores que inevitablemente jalonan un viaje de este tipo (como la persistente llovizna en el norte, por cierto). Yo le pillé el gusto al Inter-Raíl, y lo utilicé los años siguientes para moverme por muchos lugares, desde Roma hasta Copenhague, pasando por Holanda, Bélgica o Alemania.
Para ilustrar esta crónica he utilizado todas las fotos significativas disponibles originales del viaje de 1977 (cortesía de Santiago Carranza, que creo fue el único que llevó una cámara de fotos, de carrete, por supuesto). Como son muy poquitas lo he completado con otras fuentes, como algunos viajes míos posteriores a los mismos destinos, y la fuente inagotable de Internet.
Podéis también leer algunas crónicas concretas que he dedicado a París (Sacré Coeur, Tour Montparnasse, Jardin du Luxembourg, bateaux mouches) y a Londres (The Shard, Little Venice, Chelsea Harbour, sus calles, teleférico de las Docklands, el Londres Olímpico, el Borough Market, el Brixton Market), así como a Gales, al West Country, a Stonehenge, a Belfast, a la lanzadera del Eurotunnel y a Irlanda.
JMBA
Podéis también leer algunas crónicas concretas que he dedicado a París (Sacré Coeur, Tour Montparnasse, Jardin du Luxembourg, bateaux mouches) y a Londres (The Shard, Little Venice, Chelsea Harbour, sus calles, teleférico de las Docklands, el Londres Olímpico, el Borough Market, el Brixton Market), así como a Gales, al West Country, a Stonehenge, a Belfast, a la lanzadera del Eurotunnel y a Irlanda.
JMBA