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martes, 19 de marzo de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 6: Residentes




La primera sorpresa al contemplar el paisanaje que habitaba en la Residencia fue constatar la mayoría absoluta de mujeres entre los residentes. Pregunté diversas veces por la explicación a este fenómeno, pero nunca conseguí obtener una respuesta que me resultara satisfactoria.

Puedo imaginarme algunas razones, la mayoría de ellas, dicho sea de paso, bastante crueles. De una parte, las mujeres viven, en general, más años que los hombres. El motivo sería objeto de otro estudio. Llegar a edades muy avanzadas facilita el hecho de que se manifiesten discapacidades agudas que aconsejen disponer de cuidados intensivos y constantes y, por lo tanto, ingresar en una Residencia sea una opción recomendable.

Otra opción sería pensar que las abuelas resultan más incómodas para la convivencia doméstica, y eso incline a las familias a deshacerse de su proximidad mediante el ingreso en una Residencia. O puede, también, que las mujeres sean más renuentes a delegar responsabilidades domésticas a cuidadores o cuidadoras de cualquier tipo, lo que haría que esta opción sea de más difícil implementación.

La siguiente constatación es que el porcentaje de residentes temporales, los que ingresan para estancias de algunas semanas o unos pocos meses, es bastante elevado. La dirección afirma, en sus conversaciones comerciales con clientes potenciales, que prácticamente el 40% de los residentes son temporales. En principio, a mí me pareció exagerada esta cifra, pero con el tiempo constaté que posiblemente se acerque bastante a la realidad de los hechos. Llegué a conocer a bastantes residentes temporales, de los que hablaré con cierto detalle en otro capítulo.

Esta temporalidad obedece a diferentes razones. Puede tratarse de un bache concreto de salud, en forma de rotura de huesos, de accidentes diversos o de operaciones de cadera, por ejemplo, que recomienden una temporada de Residencia, con atenciones personalizadas y fisioterapia diaria de rehabilitación. Otra razón podía ser la alteración temporal de la situación doméstica. Este era el caso, por ejemplo, de un señor de origen asturiano, de más de 90 años, que estaba en la Residencia con su señora. Ellos vivían habitualmente en casa con su hija, su yerno y sus nietos. Pero su hija se enfrentaba a problemas médicos que le impedían poder cuidar de ellos durante un tiempo. O también por unas pocas semanas, fue el caso de Gerardo, nonagenario pero muy bien conservado, que vivía en casa con su señora y una hija soltera. Pero las dos se fueron de viaje a Estados Unidos por un par de semanas, y él se trasladó a la Residencia para que le cuidaran durante ese período.

Se trata, en general, de problemas que tienen una duración bastante definida. Puede tratarse de unas semanas, o algunos meses, pero la estancia termina con la vuelta del residente a su casa

El resto, digamos que el 60% para respetar las informaciones previas, son residentes permanentes. Lo que no necesariamente significa, por cierto, que estén en esta Residencia hasta que fallezcan cuando les corresponda. Hay algunos motivos que pueden justificar su salida de la Residencia. Por ejemplo, su traslado al Hospital, para recibir atenciones médicas intensivas que hagan frente a dolencias sobrevenidas, o a problemas crónicos que se convierten, en un momento dado, en agudos. De estos traslados no siempre vuelven a la Residencia. Algunos acaban falleciendo y otros puede que hayan evolucionado en su estado general de modo que resulte aconsejable su ingreso en otro tipo de institución.

Otro motivo relativamente habitual de salida de la Residencia es su traslado a otra, por diversas razones. Vi el caso, por ejemplo, de Don José, que se trasladó a una residencia en Valladolid, porque en esa ciudad residía una de sus hijas, la que posiblemente estuviera más cercana a él, y les resultaba más práctico este arreglo. Aparte de que, muy seguramente, la Residencia en Valladolid resultara sensiblemente menos costosa que esta en el centro de Madrid.

La gran mayoría de residentes permanentes son personas, hombres y mujeres, por encima de los ochenta años y, muy frecuentemente, por encima de los noventa. Conocí a la que llamaban la decana, con sus 106 años a cuestas en su silla de ruedas. Pero también había algunas excepciones, de gente bastante más joven pero que había sufrido algún accidente vascular grave, que les había dejado paralizados o casi. Estas personas son las que me causaban más pena, al ver que sus vidas se habían visto truncadas, reduciendo los alicientes que les podían proporcionar a una expresión menos que mínima.

La capacidad de socialización, o incluso de mantener una conversación mínimamente inteligible con otros residentes, auxiliares, o visitas, es muy variable, pero tiende, en general, a ser bastante escasa. Por alguna razón que desconozco, la mayoría de abuelitos y abuelitas en la Residencia tendían a retraerse en sí mismos y en los familiares o amigos que les visitaban de vez en cuando, y no eran nada proclives a establecer nuevas relaciones con otros residentes. Sospecho que influía en ese hecho no solo el deterioro propio de la edad, sino también el nivel socioeconómico preponderante entre los residentes. Para alguien de las clases populares, una nueva amistad puede ser alguien que te pueda enseñar o dar algo. Para un abuelito o abuelita de la clase alta, una nueva amistad puede suponer alguien que te acabe pidiendo alguna cosa, o que intente quitártela. Ignoro si esa actitud algo huraña tenía que ver con las recomendaciones de su propia familia.

El único espacio donde se producía una mínima socialización, a menudo forzada, era en el comedor. Allí hay mesas de diversos tamaños, para dos, tres, cuatro, seis o incluso más personas. En algunas de ellas se establecían conversaciones de cierto calado, pero en otras la comida, o la cena, parecía más bien un desfile de ausentes, en que cada cual se preocupaba de su propia nutrición, y no manifestaba interés alguno por lo que pudieran aportar otros componentes de su misma mesa. A veces este efecto se producía por una incapacidad cierta de poder articular palabras inteligibles para los demás, y también porque los niveles de sordera en algunos casos eran tan agudos que les aislaban irremisiblemente de su propio entorno.

Pero no deja de resultar sorprendente que personas con capacidades, aunque mermadas, claramente suficientes, como para mantener un cierto nivel de conversación, no manifiesten ningún interés por ello, y prefieran retraerse en sí mismos antes que manifestar una mínima curiosidad por las experiencias vitales del resto de comensales, sobre cuál ha sido su trabajo en la vida, o cuál es su situación familiar, o los viajes que hayan podido realizar, etc. Esta abulia manifiesta es uno de los elementos que me resultó más chocante durante toda mi estancia, como ya he relatado en el Capítulo dedicado a la Curiosidad.

Aunque siempre estuve sentado, en el comedor, en una mesa de hombres, sí me fijaba en las mesas de mujeres (la mayoría, por supuesto). Daba la sensación de que sí fluía algo mejor la conversación, pero no tanto por la curiosidad de algunas sino más bien por el exhibicionismo de la mayoría. Las conversaciones, por lo que pude colegir, muchas veces giraban en torno a las respectivas familias, a lo bien que les iba en la vida a sus hijos o hijas, y a lo listos y guapos que eran sus nietos o nietas. O a las muchas privaciones que les había tocado sufrir en su vida y a las que supieron vencer (si no, difícilmente podrían costearse la estancia en esta Residencia, por cierto).

Conocí a algunas mujeres cuya único interés era localizar a algún oyente paciente que supiera encajar su monólogo vital, que me temo repetían, con ligeras variantes, una y otra vez sin ningún rubor. Pero también había alguna que, incluso desde la distancia, desbordaba amabilidad y gentileza.

Estoy convencido de que a algunos residentes nunca les vi por las zonas públicas. Su nivel vital podía resultar tan precario que nunca salían de su habitación, donde les aseaban, acostaban y levantaban, y les daban de comer y cenar como a bebés que ya nunca serán adultos.

Pero también entre los que sí veía todos los días había casos bastante extremos y lastimosos. Muchos sufrían de Alzheimer o demencia senil, de modo que ya habitaban sus propios universos en los que sólo estaban ellos, incapaces ya de reconocer hasta a sus familiares más próximos. Otros sufrían de afasia, de modo que su única capacidad comunicativa era una única sílaba (por ejemplo, " ta ta ta"), donde la intensidad o entonación con que las repetían daba pistas a los más próximos sobre lo que querían comunicar. Una vez vi a una señora con esta dolencia en un ataque de ira. Ignoro el origen de su problema, en ese momento, pero quedaba claro que estaba muy enojada por algo que habría sucedido.

Entre los y las que tenían una movilidad razonable, sin necesidad de ayudas técnicas (bastones, muletas, sillas de ruedas,...) había algunas personas que resultaban entrañables, pero otras también que no sé calificar de otra forma que raras. Una abuelita de pelo blanco y más de noventa, que no pesaría más de treinta kilos, se movía, pensaba y hablaba con bastante soltura. Se pasaba el día paseando por la Residencia y por el jardín, hablando a las flores, a los pajaritos y a quien se ponía por delante, y siempre tenía algunas buenas palabras para todo el mundo. Pilar, la abuelita entrañable, siempre con alguna revista entre las manos.

De los residentes definitivamente raros, yo destacaría a dos mujeres, en especial. La primera, de pelo blanco y gafas, se paseaba por la Residencia siempre en bata y zapatillas de estar por casa, reorganizaba los cojines de sillas y sillones, apagaba algún televisor que nadie estuviera mirando, pero nunca jamás le vi dirigir ni una sola palabra a nadie. Era como un fantasma, siempre presente, pero totalmente ausente de cualquier atisbo de socialización. La segunda tenía unas largas greñas, que parecían muy descuidadas, y hasta en los días más calurosos del verano iba abrigada con una gruesa chaqueta. Su presencia despertaba cierto resquemor, cuando no directamente temor, como si pudiera asaltarte en cualquier momento. Sólo le vi hablar, de forma bastante airada, con alguna de las auxiliares.

Había un señor, bajo y encorvado, que caminaba muy fuerte, con pasos muy rápidos de sus zapatos de piel, pero de escaso recorrido. No hacía falta verle para reconocer su proximidad. O una señora con gafas, muy delgadita, que tenía que andar mucho, pero nunca sabía hacia dónde se dirigía, y las auxiliares tenían que perseguirla, para devolverla al redil.

Había también algunas parejas. La que me resultó más tierna estaba formada por un señor de pelo blanco, de setenta y muchos, que siempre andaba abrazado a una señora, de parecida edad, de mirada ausente pero curiosamente atenta. Cara a cara, andaban muy despacito a pequeños pasos, él siempre hacia atrás. De vez en cuando, él le daba un beso en la frente. Los últimos días de mi estancia vi varias veces al señor solo. Nunca supe si a la señora le habría llegado su final. De hecho, nunca llegué a saber si la señora era su esposa o su hermana.

Otra señora era la que siempre tenía prisa. La prisa es un concepto absolutamente ajeno a la Residencia, pues si algo sobra allí es el tiempo. Pero ella, en su silla de ruedas, siempre competía, y no precisamente con buenas formas, para no demorar ni un minuto su desplazamiento en el ascensor. Podía discutir mucho tiempo para intentar introducir su silla en un ascensor donde ya había una y no cabían dos. Con su insistencia, retrasaba a todo el mundo. Yo la dejé por inútil desde el principio, y la dejaba pasar, prefiriendo esperarme que tener polémica. Con el tiempo descubrí que la misma aproximación tomaron muchos de los demás residentes.

Otra señora, también en silla de ruedas, parecía ser de familia buena, al menos de familia de orden. Siempre llevaba colgando por detrás de su silla una bolsa con la bandera española. Los hijos, hijas, nietos y nietas que la visitaban con frecuencia, tenían el aspecto de llamarse Borja, Rodrigo o Macarena. Por algún motivo que nunca llegué a conocer, pues nunca me dirigió la palabra, la señora me miraba con suspicacia lindando con la desconfianza. Quizá su sexto sentido le anticipaba que yo podía ser un descreído y/o un rojo irredento. Podría ser que su mirada encerrara una crítica a mi costumbre de moverme, era verano, con bermudas y las piernas al aire. Ignoro si, quizás, su mirada pudiera incluso esconder algún vago anhelo erótico.

Había otra señora, menuda, que siempre se movía por la Residencia vestida como para salir de paseo, aferrada a su bolso. Se sentaba a menudo en el banco junto a la salida al jardín, donde tenía el aspecto de estar esperando el autobús en la parada. La señora no tenía muy claro dónde estaba, o hacia dónde quería ir, a pesar de que se movía con cierta soltura y sin ayuda. Alguna vez que coincidí con ella en el ascensor, nunca sabía a qué planta quería ir. Yo llegué a saber que su habitación estaba en la primera planta, y se lo indicaba así. Me lo aceptaba sin rechistar, como consciente de que no estaba en condiciones de discutirme esa realidad.

Con diferencia, el residente que me causaba una mayor pena era un señor que quizá no tuviera ni sesenta años, a quien un incidente, supongo que vascular, de tipo ictus o similar, le había dejado convertido en un vegetal que respiraba. Le movían casi tendido en su silla de ruedas, sin apenas abrir los ojos ni, por supuesto, articular palabra. Todas las tardes le visitaba quien sería su mujer, una señora en la cincuentena, de buena planta, que le cuidaba con toda la devoción de la que era capaz.

Capítulo aparte merecen los (escasos) residentes con los que pude tener algún tipo de intercambio verbal. Aunque hablaré más ampliamente de ellos al tratar el tema de las Tertulias o de las Confesiones, bien se ganaron el derecho a ser citados aquí. Por encima de todos, Don Juan, un caballero madrileño de Argüelles, alto y extremadamente delgado, que se movía con la ayuda de un bastón sobre sus piernecitas frágiles, que siempre parecían amenazar con quebrarse. Yo nací el mismo día que él, sólo que treinta años más tarde. O Don José, sevillano de origen y madrileño de adopción, con el que compartí mesa en el comedor, hasta que se trasladó a otra Residencia en Valladolid. Con él sólo tuve alguna conversación algo más profunda compartiendo el aperitivo en la cafetería. O el caballero asturiano, ingeniero de minas, nacido en La Habana pero criado en una aldea junto a Sama de Langreo.

Y una mención especial merece La Sombra del Jardín. Era una señora menuda, que se movía lenta y silenciosamente en su silla de ruedas, y siempre andaba buscando a quien colarle su monólogo. Me localizaba todas las mañanas, hacia las once, en el jardín, y me saludaba con su sempiterno "Buenos días nos dé Dios". Incluso me ponía falta cuando, hacia el final de mi estancia, alguna mañana salía a dar un paseo, a lo mejor a tomar unos churritos como segundo desayuno. Al día siguiente me decía "Ayer no le vi por aquí".

Por lo demás, la mayoría de residentes permanentes que frecuentaban, de una u otra forma, los espacios públicos, nunca pasaron de ser, para mí, un grupo amorfo de ancianos y ancianas que podía ver a menudo indolentemente aparcado frente a algún televisor, solo esperando que algún acontecimiento incontrolable alterara su anodina rutina diaria. La realidad es que a la hora de las comidas, algunas auxiliares se los iban llevando hacia el correspondiente comedor, y tras la cena, los devolvían a sus habitaciones. Esperando a otro día que, afortunadamente, sería idéntico al anterior.

Prestando un poco de atención a los residentes permanentes, vi muchas formas de envejecer, y ninguna me resultó atractiva en lo más mínimo. Aunque la alternativa es, sin duda alguna, peor.



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 7: Logística

5 comentarios:

  1. Genial descripción del personal de la Residencia. Las veces que estuve allí pude conocer alguno de los elementos que mencionas y están fielmente reflejados en este relato. Encuentro a faltar a la fumadora del jardín como personaje curioso.
    Sigue así hermanito y en nada publicas un "best seller".

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  2. La mayoría absoluta son mujeres porque son más perfectas que nosotros, nos llevan miles de años de ventaja, viven más y sin duda es el sexo fuerte. No podemos con ellas.

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  3. Hay otras formas de envejecer, pero no frecuentan las residencias

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