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viernes, 24 de mayo de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 10: Rutinas


"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 9: Erotismo


No creo que tenga que insistir demasiado para convenceros de que la estancia en una Residencia de Mayores puede resultar extremadamente deprimente. Si te fijas, puedes ver las muy variadas formas que existen de envejecer, y ninguna parece envidiable. Conviene no perder de vista, de todas formas, que fuera de las Residencias, en la calle, se ven otras maneras de acumular años que resultan bastante más estimulantes.

Ver a grupos de abuelitos y abuelitas aparcados en algún lugar de los salones, frente a un televisor al que nadie hace caso, es una visión que solo es ligeramente exagerado titular de apocalíptica. Y resulta muy desmoralizadora, a poco que empatices con tus compañeros de viaje.

Una de mis tácticas defensivas para evitar caer en un estado emocional depresivo fue fijar una rutina bastante definida, con ligeras variantes para el fin de semana. Esto me evitó tener que tomar decisiones con demasiada frecuencia, lo que siempre genera un cierto estrés y te debilita la moral.

Conseguí, no sin algunos esfuerzos y varios fracasos, que todos los días pudiera estar aseado y vestido para las nueve o nueve y cuarto de la mañana. Listo para desayunar y para iniciar mi jornada en libertad condicionada para el resto del día. Cada dos o tres días, tras el desayuno, procedía a un afeitado al modo tradicional, con su brocha, su jabón, su espuma y su cuchilla.

Por el propio funcionamiento de la Residencia, a menudo la rutina es difícil de mantener, porque dependes siempre de elementos que no están bajo tu control. Una de las auxiliares, B., era la habitual de mis mañanas y, salvo incidentes familiares o médicos, conocía mis preferencias y rutinas y las respetaba. Pero, claro, algún día tuvo a alguno de sus hijos enfermo, y se incorporó al trabajo varias horas más tarde de lo normal. En estos casos, el caos se apoderaba de la actividad en la Residencia.

Lógicamente, B. libraba un par de días después de unos cuantos de trabajo continuado, y también disfrutó de alguna semana de vacaciones durante el verano. La sustituta titular era L., que también conocía mis rutinas y las respetaba. Si a ella también le tocaba librar, se podía instalar el descontrol y ya dependías por completo de qué otra, u otro, auxiliar te pudiera tocar, suponiendo que corriera el turno de forma adecuada.

Por no hablar de cuando se producía algún incidente de fuerza mayor. Como la mañana en que, tras unas filtraciones, no hubo agua, ni caliente ni fría, hasta pasadas las diez.

Desde el principio tuve claro que lo que una auxiliar conocía de tu rutina era una información personal suya y en ningún caso un conocimiento de la organización. Recuerdo que, hace años, cuando yo trabajaba en el negocio de la informática, se insistía mucho en la necesidad de implantar una estrategia clara de CRM en las empresas y organizaciones. CRM significa Customer Relationship Management, o Gestión de las Relaciones con el Cliente. Una estrategia correcta de CRM obliga a que cualquier cosa que alguna de las personas de la organización conozca de un cliente, sea un conocimiento colectivo de la organización.

De esta forma, y caricaturizando sólo un poco, debería ser un conocimiento colectivo de la empresa si al Jefe de Compras de un cliente le gusta más el vino de Rioja o el de Ribera de Duero, o si la mujer de otro Director General prefiere los gladiolos o las orquídeas. Habitualmente, estas informaciones son patrimonio del comercial que les atiende y, además, este está convencido de que son un valioso activo personal y habitualmente no está dispuesto a poner esa información a disposición de su organización, pues eso le convertiría en un recurso prescindible.

Yo siempre tuve la impresión en la Residencia de que mis preferencias en cualquier campo eran informaciones personales de la auxiliar a quien se lo hubiera comentado. Si ella no estaba, esa información no estaba disponible y se caía en la improvisación, seguramente bienintencionada, pero absolutamente imprevisible.

En fin, y salvando la complejidad, conseguí casi siempre poder salir de mi habitación en dirección al jardín alrededor de las diez de la mañana. Recordad que mi estancia transcurrió entre Mayo y Septiembre, y, por lo tanto, disfruté de todo el verano, donde el jardín fue una pieza fundamental e indispensable para garantizarme un cierto nivel de placer.

De diez a doce de la mañana acostumbraba a estar en el jardín, principalmente leyendo. Cuando ya llegué a formar parte del paisaje matinal en esa zona, me tocó disfrutar de alguna conversación con alguno de los Residentes que, si bien no especialmente deseada, en general no resultó desagradable.

Lo que formaba habitualmente parte de mi rutina mañanera era la visita sutil de La Sombra del Jardín. Se trata de una mujer bastante mayor, de voz suave y morosa, que se desplaza muy lenta y silenciosamente en su silla de ruedas, y siempre se detenía a hablar junto a mi mesa. El día que la conocí yo estaba con M., el Kamikaze, y su hermano. Cuando se acercó la Sombra, ellos dos me dejaron solo ante el peligro, y me tragué la historia completa de su vida, de la portería de casa fina en la que trabajó muchos años, del piso que se compraron, de su marido, de sus hijos, de las reformas que hicieron, de lo que hacía por los vecinos, del cáncer de huesos que decía sufrir, etc. etc. Yo no sabía cómo poner fin a tanta información que a mí me resultaba irrelevante, pero tuve que esperar a que se extinguiera por sí misma.

Después de ese enojoso episodio, procuraba que su llegada me pillara leyendo muy concentrado. Entonces ella solo recitaba su letanía diaria:

- Buenos días nos dé Dios. ...........  Me voy un rato a la capilla.

Curiosamente, rara vez la veía por la Residencia en otro momento del día.

El jardín estaba bastante desierto a esas horas, y fresquito incluso en los días más calurosos del verano. Empezaba a llenarse a partir de la once y media. Uno de los extremos del jardín lindaba con el salón dedicado a terapia ocupacional, y allí se iban acumulando los viejecitos más extraviados. El panorama bastante idílico de primera hora se iba degradando a lo largo de la mañana. A las doce me volvía a la habitación.

Muchas veces aprovechaba ese rato en la habitación para una visita al baño privado, porque se me movía la tripa. Veía un poco las noticias matinales en la tele, hasta la una menos cuarto, en que bajaba para la sesión diaria de Fisioterapia, de una a dos.

El Gimnasio de Fisioterapia es una instalación realmente mixta, entre gimnasio más o menos convencional y gabinete de fisioterapia, con aplicaciones específicas de técnicas magnéticas, eléctricas, de calor, etc. Había espalderas, barras paralelas para poder caminar con total seguridad, y hasta una bicicleta estática. Y también estaba el sillón de las torturas, para reforzar los músculos de las piernas (cuádriceps e isquio tibiales). Eso sí, estaba ubicado en una posición preferente, dominando la casi totalidad del Gimnasio. Para muchos de los clientes, de edades muy avanzadas, la terapias aplicadas se dedicaban casi puramente a mantener, de la mejor manera posible, lo poquito que iba quedando de las agilidades juveniles. Para otros, especialmente para la mayoría de residentes temporales el objetivo era más bien la rehabilitación y recuperación de incidentes puntuales de salud (roturas de huesos, disfunciones nerviosas - como era mi caso -, etc.).

Terminada la sesión diaria de Fisioterapia, directo al comedor para el almuerzo. A las dos de la tarde sharp. Bueno, salvo algunos días en que, por cualquier razón, el caos se hubiera apoderado del primer turno de comidas, y entonces el ingreso al comedor podía retrasarse hasta diez o quince minutos. A la entrada del comedor se acumulaban los residentes, esperando luz verde para acceder a él, cuando los auxiliares y camareros hubieran terminado de preparar las mesas para el segundo turno. Allí se podía ver la panoplia completa de ayudas técnicas para la movilidad, con la silla de ruedas como protagonista indiscutible, acompañada de muletas y bastones.

Tras la comida, un café bastante real en la cafetería (de pago aparte, por supuesto) y un cigarrito en el jardín. Para las tres, subida de nuevo a la habitación para pasar la primera parte de la tarde, normalmente hasta las seis. Ponía la tele, a veces sin sonido, leía un poco, si tenía un libro muy interesante en las manos, jugaba algo con la tableta, o aprovechaba para hacer alguna llamada que tuviera pendiente. De cuatro y media a cinco me llevaban la merienda a la habitación.

En torno a las seis bajaba de nuevo al jardín. Aunque los visitantes tenían libertad para acercarse por la Residencia a cualquier hora del día, dentro, por supuesto, de los límites adecuados, a todos mis amigos les recomendaba que vinieran por la tarde, entre las seis y las ocho. Leía un rato o mantenía una conversación con alguno de los Residentes con los que todavía se podía hablar, aun con ciertas restricciones. Si había suerte, llegaba algún amigo o familiar de visita. En este caso, le tocaba pagar (y traer desde la cafetería hasta el jardín) una cervecita y unas patatas fritas, que eran la máxima expresión del desenfreno y la gula dentro de la Residencia. Si no había visita, algunas veces conseguía convencer al camarero que estuviera de guardia ese día en la cafetería (mucho mejor si era el R. hijo que el R. padre, más esquivo) para que me hiciera el favor de sacarme una bandejita al jardín.

Por la Ley de Murphy, que se desmiente a sí misma cumpliéndose siempre, había muchos días en que no tenía visita, pero de repente otra tarde aparecían diversos amigos a la vez, aunque cada uno hubiera venido por su propio camino, además de una de mis sobrinas, que sí había anunciado la visita. Un ejemplo.

A las ocho en punto había que desplazarse al comedor para la cena. Si había visitas, era el momento de la despedida y el agradecimiento. Siempre dije, y sostengo, que una visita (casi) nunca se pide pero siempre se agradece.

Tras la cena, un cigarrito en el jardín y directo a la habitación.

Entre las nueve y las diez venía alguna auxiliar para ayudar a acostarme. Si estaba C., mi favorita, aparecía muy pronto, en torno a las nueve y diez. Si le tocaba a otra podía retrasarse hasta las diez menos cuarto o así. A esa hora, si no había aparecido nadie, lo mejor era dar un timbrazo al botón rojo, para evitar que acabara el turno y se quedara uno olvidado al margen.

Ya en la cama lo más tarde a las diez. Viendo un poco la tele, o jugando un poquito con la tablet. Cuando conseguí que Movistar me pusiera 24GB de datos a mi disposición en el móvil, también pude ver alguna película o alguno de los partidos de La Liga y de la Champions en la tablet. Porque la Residencia habla de la disponibilidad de WiFi en el centro, pero lo cierto es que sólo funciona razonablemente bien en algunas de las zonas comunes, prácticamente nada en el jardín, y llegan sólo unos pequeños retazos a la habitación. Nada que pueda considerarse operativo. Claro que hay que entender que el 90% de los residentes no sabe siquiera lo que es el WiFi, y otro 8% lo conoce, pero no sabe hacerlo funcionar.

En conclusión, me ponía ya definitivamente para dormir en algún momento entre las once y medianoche, y casi de un tirón hasta las ocho y media de la mañana. En los primeros tiempos me despertaba hacia las siete de la mañana, y escuchaba un rato la radio matinal con los auriculares, hasta la hora de levantarse y asearse. Pero pronto me acostumbré a esa vida de molicie, y a menudo me despertaba B., entrando en la habitación hacia las nueve menos cuarto con su característico "Bueeeeeenos Díííaass". Todavía arrastro esos hábitos de lirón, a los que no estaba nada acostumbrado anteriormente.

El fin de semana variaba un poco la rutina, porque no había Fisioterapia. Habitualmente bajaba también en torno a la una de la tarde, pero recalaba un rato en alguna de las mesas de la cafetería y me tomaba una copita de vino blanco verdejo, con unas patatitas fritas. A continuación un cigarrito en el jardín y a comer.

Una rutina bien definida me ayudó a conseguir que fueran pasando los días sin mucho dolor.



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 11: Confesor laico

3 comentarios:

  1. LA rutina ayuda a no tener que pensar cada día, ¿que voy a hacer hoy?, por ejemplo los turistas, que invierten parte del día en planificar el siguiente.
    Buen artículo hermanito. Sigue narrando que te seguimos.

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  2. Esta vez no he recibido tu notificación por wasap!
    Es cierto que para resistir una experiencia como la tuya hace falta tener una gran fortaleza mental.Y tenías la ventaja de estar al cien por cien de tu capacidad mental.

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  3. Esta vez no he recibido tu notificación por wasap!
    Es cierto que para resistir una experiencia como la tuya hace falta tener una gran fortaleza mental.Y tenías la ventaja de estar al cien por cien de tu capacidad mental.

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