En general, todos los actos médicos resultan muy molestos (antes, durante y a veces hasta después). Por una parte, son molestos en sí mismos, porque suponen, de una u otra forma, agresiones a nuestro propio cuerpo. Se supone, eso sí, que con la mejor intención.
Hospital Universitario Ramón y Cajal, de Madrid (Fuente: jovenesfuencarral) |
Y, por otra parte, resultan especialmente enojosos porque siempre tememos que de los resultados acabemos enfrentados a nuevas restricciones, prohibiciones, recomendaciones, amenazas,... De un análisis de sangre, por estadística, siempre acaba resultando que alguno de los valores está o muy alto o muy bajo. Que si el colesterol, que si el ácido úrico, que si los triglicéridos,... Siempre acabaremos con un consejo (o una orden) de dejar de fumar, o de adelgazar, o de beber menos alcohol y más agua, o cualquier otra recomendación que va, básicamente, en contra de nuestra propia línea de placer. Y eso cuando no se trata de temas más graves, que aconsejen más pruebas para descartar posibilidades o para confirmar diagnósticos.
Hace muchos meses me habían citado en el Hospital Ramón y Cajal este jueves para realizar una extracción (qué bonito eufemismo) para realizar un análisis de sangre, y un ecocardiograma. La cita para el análisis era a las diez de la mañana e, inicialmente, para el ecocardiograma me habían citado a las 12. Bueno, me daba tiempo de desayunar y reponer fuerzas después de una y antes de enfrentarme al otro. Pero hace unas semanas recibí una carta del Hospital, por la que me cambiaban la planificación del ecocardiograma de las doce del mediodía a las cuatro y pico de la tarde.
Me tocó, pues, hacer dos viajes al Hospital, uno por la mañana y otro por la tarde.
A las diez menos diez estaba en el sótano donde tienen habilitada la Central de Extracciones (seguro que no se llama así, pero se trata, sin duda, de un imperio vampírico). Hay unas cuantas cabinas, separadas del público por una cortinilla que muchos se olvidan de volver a cerrar. Había gente para aburrir, pero cada uno estaba ya asignado a una cabina específica. De vez en cuando salía alguien de la cabina a recoger los volantes de los que estábamos esperando, y luego nos iban llamando uno a uno. No me senté durante la espera (tampoco es que hubiera sitio), pero no fue muy larga.
La verdad es que te vas poniendo nervioso (yo siempre he sido muy aprensivo para estas cosas). Ves entrar y salir a personas de todo tipo, y cuando salen llevan el brazo desnudo, con un algodón y un esparadrapo sujetado con la otra mano, y carita de pocos amigos, cuando no directamente de poca salud.
La zona de espera es más bien abigarrada, con mucha gente, y una apariencia poco saludable (casi diría que más bien tercermundista).
(Fuente: olympuslatinoamerica) |
Pero luego te llaman por tu nombre y entras en la cabina que te toca. Y, dentro, la cosa varía por completo. Allí habia dos chicas encantadoras, de instintos vampíricos, eso sí, pero al final no es más que un trabajo. Dispuestas a seguir la broma de cualquiera, que tiene que ser soberanamente aburrido pasarse horas ahí viendo brazos de todas las tallas y géneros y sin parar de pinchar y extraer todo el rato. Cada una está al lado de su propio sillón de tortura.
Desnudas el brazo que toque y te sientas en el sillón, con más miedo que vergüenza, intentando bromear un poco para relajarte algo de la tensión. Yo tengo la costumbre de informar acerca de la dificultad que presentan mis brazos para encontrar el lugar adecuado donde pinchar. Creo que eso les hace sentirse más cómodas, menos inútiles si no lo ven claro. Y luego miro para otra parte, dejando hacer.
En un momento cerré los ojos, y la chica que me había correspondido me advirtió que no lo hiciera, porque podía marearme como cuando va en coche y cierra los ojos. Bueno, si conduces un coche y cierras los ojos, pueden suceder desgracias de calibre muy superior que simplemente marearse. Me recomendó que mirara para otro lado, pero, de todas formas, esto ya está. Es la única frase que te traslada alegría mientras estás sentado en el sillón de las torturas.
Recuperas la chaqueta o lo que sea, te despides, y sales huyendo como alma que lleva el diablo. Creo que no era mucho más tarde de las diez y cuarto cuando me fui.
Volví por la tarde para la ecocardiografía (no sé muy bien cuál es su nombre exacto). Allí la espera fue bastante más larga (algo más de una hora), pero esta vez en la tercera planta, en una zona un poquito más acogedora. Cuando por fin tocó mi turno, pasé por la puerta con un rótulo gigante de NO PASAR y me metí hacia la zona de las salas para esa prueba. Tuve que esperar todavía unos minutos, pero pronto me pidieron que entrara en una de ellas. Desnúdese el torso y túmbese en la camilla. Te pegan unas ventosas con cables por diversas zonas del torso, y allí estás tumbadito hasta que llega el médico que va a realizar la prueba.
Curiosamente, es muy habitual que ese médico, a diferencia de la mayoría que ves por el hospital, no lleve bata blanca sino que frecuentemente va muy atildadamente vestido, con su corbatita y demás. O, como esta vez, te toca un médico joven que más bien parece un freakie del Twitter. De vez en cuando, aparecía el de la corbata para supervisar su trabajo.
Me habían hecho ya otra hace más de un año, y entonces no me inyectaron nada. Solamente el sensor frío (impregnado de algún líquido), que mueve a mano el médico en contacto con el cuerpo del paciente (por la zona por donde se supone que anda el corazón, claro) al tiempo que mira la pantalla y maneja teclas, ratón, joystick y lo que toque. Pero esta vez parece que la ventana (no sé muy bien a lo que se refería) era pequeña, y hacía falta más luminosidad y contraste. Con lo que tocó otro pinchazo (con sus dificultades inherentes, como ya he comentado) y la inyección (perfectamente sincronizada) de algún reactivo que facilite la visión del médico y de la máquina.
Algo así es la máquina junto a la que te tumbas para una ecocardiografía (Fuente: trivenetocuore) |
Al terminar, normalmente son muy poco comunicativos. Reaparece la enfermera (para estas labores, son habitualmente muy senior; debe ser un trabajo bastante más cómodo que el de enfermera de planta, y sólo se consigue con muchos años de servicio) y te indica que te vistas de nuevo y que ya te puedes largar de ahí. Pero esta vez, el médico junior soltó algo así como (dirigiéndose a mí) que contrae muy bien, y tiene una buena máquina ahí dentro. Aunque no soy, ni mucho menos, un entendido, pero ¡a que suena bien!.
Te vistes y desapareces de ahí cagando leches, que ya se apañarán con los que queden. Sales al aire libre y disfrutas del cielo gris y plúmbeo como si fuera el del Caribe. Te fumas un cigarrito de la vida, y te vuelves a casita, que parece que quiere llover.
Que yo no sea nada partidario no significa que no reconozca el enorme trabajo que realizan médicos y enfermeras en estos hospitales, con total vocación de servicio y abnegación.
Pero, definitivamente, preferiría que sus cuidados no me los tengan que prestar a mí.
JMBA
No sabes, Jose María, lo que me alegra que hayas venido a corroborar las excelencias del personal del hospital Ramón y Cajal, poniendo eso sí, tu puntito de crítica constructiva. En efecto, y no sólo por lo que me toca personalmente, creo que el personal del hospital es magnífico. Quizás haya que mejorar algo de los aspectos que rodean al servicio que se presta. Tambien he de hacer un llamado de atención para que los usuarios cuiden las instalaciones del hospital, ya que es público y pagado con el dinero de todos. Es una cuestión de educación. No cabe duda que muchas veces, el aspecto tercermundista al que aludes puede deberse a que se necesite un aumento en el presupuesto de mantenimiento, pero tambien influye la desidia algunos usuarios- véase el uso que se hace de los sanitarios- y compárese , por ejemplo, con un hospital público de Suecia.
ResponderEliminarBueno, pues si por una "extracción" y una "eco" te pones así, cuando la máquina sanitaria la tome contigo de verad vas a tener tema para tus posts para rato. ¡Ojalá que no!
ResponderEliminarInsh'allah