"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 12: Temporales
Hay que reconocer que las instalaciones de la Residencia son de gama alta, hasta de cierto lujo. El servicio, en general, es más que correcto. Pero, con diferencia, lo más mediocre que ofrece la Residencia son las comidas en general. Intentaré hacer un repaso desapasionado a este tema tan trascendente e importante para cualquier residente y sus familias.
En honor a la verdad, debo decir que, al margen de su calidad y atractivo, la alimentación proporcionada por la Residencia no debe de ser nociva para la salud. No tuve noticia de intoxicación alguna, jamás tuve ni siquiera síntomas de que alguna cosa me hubiera sentado mal y, de hecho, mantuve el peso prácticamente estable durante toda mi estancia.
El régimen nutritivo en la Residencia consta de cuatro comidas diarias: desayuno, almuerzo, merienda y cena. A lo que hay que añadir suministros para asegurar la correcta hidratación, a media mañana y media tarde, en las zonas comunes.
El desayuno y la merienda, habitualmente, te lo sirven directamente en la habitación. El desayuno en torno a las nueve o nueve y media de la mañana, y la merienda hacia las cuatro y media o cinco de la tarde.
Existe una moderada flexibilidad en el contenido de estas dos comidas. Cada residente tiene cierta libertad para escogerlo, dentro de un abanico de lácteos, frutas, zumos, etc. Para el desayuno, yo escogí, el primer día, pan tostado con aceite, vaso de zumo y café con leche, al estilo de lo que acostumbro a desayunar cuando estoy en casa. Y ya no lo cambié durante toda mi estancia. La única sorpresa diaria era el sabor del zumo que me iba a tocar de entre los tres disponibles: naranja, piña o melocotón. El pan consistía en un trocito de baguette abierta y tostada, e invariablemente fría. Un pan de barra tostado y frío puso a prueba a mi dentadura todos los días, ya que se parecía peligrosamente a un trocito de roca granítica.
Para la merienda, me acostumbraban a servir un vaso de zumo y un estuchito de bollería industrial sin azúcares añadidos, que podían ser madalenas o bien valencianas. Tras varios días en que sólo me apetecía tomar el zumo (hace muchos años que desterré la merienda de mis hábitos alimentarios), conseguí que una de las auxiliares habituales ya me trajera únicamente el vaso de zumo sin bollería, pero las demás seguían con el servicio completo.
Un día en que, contra mi rutina habitual, bajé a las zonas comunes por la tarde más temprano de lo habitual, en torno a las cinco, descubrí que había bastantes residentes a los que se les servía la merienda en el comedor.
Toda la restauración, incluyendo la cafetería, la Residencia la tiene subcontratada a una empresa especializada. Aunque el servicio (tanto en las habitaciones como en el propio comedor comunitario), recae básicamente en las auxiliares, también hay unos poquitos camareros y camareras profesionales, personal de la contrata.
Para el almuerzo y la cena, había dos turnos. El primero comía a la una de la tarde y cenaba a las siete. El segundo, almuerzo a las dos y cena a las ocho. Este último fue el mío durante toda la estancia. Por lo que pude colegir, se reservaba el primer turno a aquellos residentes más dependientes y que precisaban de cierta ayuda para poder comer en condiciones.
Cada día se publicaba en una hoja de papel el menú del día siguiente. El menú de almuerzo y cena incluía la opción de dos primeros y dos segundos platos. El postre se podía escoger sobre la marcha, entre la fruta disponible, yogures, helados o algunos extras (los días que tocaba) como la manzana asada, la compota, el pudding o la tarta de los domingos.
Cualquier residente podía escoger cada día su opción para las dos comidas del día siguiente. Además de los platos del menú, había algunos extras más o menos genéricos, como huevos fritos (eso sí, con diversos nombres), o canelones, o espárragos, o incluso langostinos fríos con mahonesa.
Convenía rellenar ese papel cada mañana. A veces, las auxiliares que servían el desayuno en las habitaciones aportaban también el papel, y luego se lo llevaban convenientemente rellenado por el residente. Si este proceso fallaba (lo que ocurría, por cierto, con bastante frecuencia), había que acercarse por Recepción durante la mañana, y rellenarlo y depositarlo ahí.
Personalmente, durante toda mi estancia, yo disfruté de almuerzos y cenas en el comedor común. Pero había bastantes residentes (más para la cena que para el almuerzo), que optaban por comer en su propia habitación. En general, se quejaban de que lo que tenía que estar caliente les llegaba frío y viceversa. Lo que, por cierto, tampoco constituía una gran diferencia respecto al comedor comunitario, especialmente durante el período vacacional del verano, en que cundió un nivel de caos y desorden superior al habitual.
El primer día que aparecí por el comedor, las auxiliares me asignaron un lugar en una de las mesas masculinas. En la asignación de mesas se practicaba estrictamente una segregación por sexos. Alguna vez pregunté por el motivo de esa segregación, y obtuve la respuesta irónica de que era para que no nos metiéramos mano. Sospecho que el motivo real era de índole puramente práctica y nada ideológica: las conversaciones (siempre bastante escasas) fluían mejor en una mesa de solo hombres o de solo mujeres. Solo se podía superar esa segregación reservando una de las mesas privadas, en el exterior del comedor comunitario. Esto se hacía cuando acudía alguna visita que se quedaba a almorzar o cenar, para poder compartir mesa con el residente visitado. En una ocasión, R. reservó una mesa para comer con una amiga que le vino a visitar y me invitó a que compartiera mesa con ellas dos. Pero eso era una excepción que había que crear.
Conservé ese mismo lugar en el comedor y en la mesa masculina durante toda mi estancia. Lo único que varió fue que, al principio, mientras mi movilidad se realizaba en silla de ruedas, no había silla en esa posición. Cuando evolucioné al andador, y luego a la muleta, acostumbraba a haber una silla en mi lugar, aunque a menudo había que traerla desde algún otro lugar del comedor.
La mesa que me correspondió era rectangular y bastante grande, con espacio holgado para hasta ocho comensales. A mí me correspondió una de las cabeceras, de espaldas a una de las ventanas que daba al jardín.
Sí fueron variando el resto de comensales en mi mesa. De hecho, incluso la composición habitual era diferente en el almuerzo que en la cena. Las primeras semanas, en la cabecera opuesta a la mía, para la cena, se sentaba Paulino, un hombre bastante entero a pesar de sus más de 90 años, que se fue para su casa muy pronto. Apenas tuve ocasión de intercambiar alguna conversación con él. También estuvo, fijo en almuerzo y cena durante toda su estancia, el Kamikaze, el zamorano que se había roto un brazo, que acabó yéndose para su tierra sanabresa hacia finales de Junio.
A mi derecha, durante toda la estancia, se sentaba S., el hombre aferrado a un ABC. Diabético de insulina diaria, era muy callado y extremadamente maniático. Una vez sentado y a la espera del servicio, se dedicaba a ahuecar los trozos de pan y a despojarles de su miga, que dejaba en bolitas separadas del resto. A su derecha estuvo Don José, el sevillano que se acabó yendo a otra residencia en Valladolid. A mi izquierda se sentó durante mucho tiempo F., en los intermedios de sus múltiples traslados al hospital, por diversas razones. Del último no volvió, parece que el corazón, muy débil ya, no le aguantó más.
Había también algunos comensales que se sentaban en mi mesa en la comida o en la cena, pero tenían otra posición para la cena o la comida. La razón para ello es que, en la cena, se ocupaban menos mesas que en la comida, y algunas quedaban directamente canceladas, ya que algunos residentes escogían cenar habitualmente en su propia habitación. Entre los comensales volantes (él cenaba en otra mesa del comedor comunitario) estaba Don Jaime, el gallego amante de los vinos, que nos invitó en diversas ocasiones a vinos blancos gallegos (algún Ribeiro, algún Rias Baixas, algún Godello de Valdeorras...). La pena es que solo con grandes esfuerzos podía hablar de forma prácticamente ininteligible y estaba sordo como una tapia, a pesar de un visible audífono. Muchas veces le acompañaba hasta la mesa una de sus nietas, una chica muy agradable y simpática, que nos saludaba a todos como si ya fuéramos sus colegas.
En el almuerzo se sentaba también a mi mesa, durante su corta estancia, C., el riojano de Nájera. Hablaba con cierta dificultad, como si el cerebro le funcionara a media velocidad. Aunque cuando conseguías conversar con él, te dabas cuenta de que ese no era el caso, sino el ritmo que le dictaba su propio carácter. Siempre estaba enojado por motivos a menudo alambicados, porque en la Residencia no le trataban como creía merecer. Y también estaba L., un hombre muy deteriorado, en silla de ruedas, que apenas podía hablar, aunque me parece que su cerebro estaba en buen estado. Sabiendo que yo era catalán, intentó transmitirme que él tenía antecedentes de Rosas, en la costa de Girona.
Mi posición en la cabecera me daba una ventajilla mínima, a la que en ese entorno daba mucho valor. Desde ella tenía una completa visibilidad de todo el comedor. Pude ver desde mi tribuna las frecuentes trifulcas que estallaban, por razones habitualmente nimias, entre alguno o alguna de los residentes y las auxiliares, las camareras o la supervisora. Era frecuente oír alguna voz destemplada que exigía a gritos lo que creía corresponderle. Y, alguna vez, asistí a enfrentamientos casi físicos por algún comentario fuera de tono, o alguna acusación velada de falta de educación.
Normalmente al principio de las comidas, pero para algunos temas, también hacia el final, nos visitaba la camarera de los medicamentos. Traía las medicinas que cada comensal se debía tomar, y también realizaba la prueba rápida del nivel de azúcar en sangre a los diabéticos, con eventual dispensación de una dosis de insulina. A mí empezaron haciéndome la prueba todos los días, pero luego, viendo que los niveles siempre eran normales, decidieron hacerlo sólo una vez por semana, habitualmente los domingos. Ese día tocaba tres verificaciones. La primera, de madrugada en la habitación, y luego antes de la comida y antes de la cena. Hacia el final de las comidas, las auxiliares sanitarias administraban, a quien lo requiriera, los colirios y gotas para los ojos.
La calidad gastronómica de las comidas era bastante discutible. Supongo que, desde el punto de vista sanitario, eran suficientemente correctas, pues no tuve ningún episodio ni de náuseas ni de descomposición durante toda mi estancia, ni tuve noticias de intoxicación alguna. Pero, desde luego, muy raramente se servían comidas que resultaran emocionantes. Los guisos (alubias, patatas guisadas,...) sí les salían bastante bien. Pero los segundos platos, habitualmente de carne o pescado, eran de calidad bastante discutible. Algunos días, el pescado estaba más o menos agradable, a pesar de ser de naturaleza u origen prácticamente desconocidos.
Un día me atreví a pedir lo que en el menú se describía como entrecote. Lo que me llegó fue una suela de zapato vieja, que estaba seriamente desaconsejada para la nutrición humana. Se lo llevaron, ante mi queja, y creo que me trajeron en su lugar unos huevos fritos con jamón.
La creatividad literaria de los que creaban el menú y ponían nombre a los platos se veía muy parcamente reflejada en la creatividad culinaria en la cocina. Muchas veces servían el mismo plato, pero con nombres distintos. Y, a menudo, el plato real estaba radicalmente alejado de su descripción literaria.
Durante el verano vivimos varias semanas de auténtico caos en la cocina. Los suplentes, y los sustitutos de los suplentes, campaban a sus anchas y no respetaban lo más mínimo los menús anunciados. Durante varios días, pareció que la única carne que entraba en la Residencia era el jamón de york, que sirvieron de diversas formas, sustituyendo a cinta de lomo empanada (creo que la llamaban a la madrileña) y hasta a un pomposo escalope milanesa. Una de las supervisoras del comedor nos confesó un día que el cocinero que debía sustituir al que estaba de vacaciones, directamente ni se presentó ni respondía al móvil, y a última hora debieron tirar del cocinero ayudante de otra de las residencias del Grupo.
Con residentes, en general, de edad muy avanzada, es normal que hubiera dietas especiales para muchos de ellos. Por ejemplo, diabéticos severos, de los de insulina diaria, o pacientes con disfagia, que requerían que hasta al agua se le añadiera un espesante, para evitar atragantamientos. Por lo que pude ver, se intentaba respetar las prescripciones médicas en este sentido, aunque siempre me pareció que con más voluntad que acierto. Oí muchas veces recomendaciones del tipo "este postre no le conviene", o "eso no debería tomarlo, por la gastroenteritis que está pasando" y cosas así. Pero nunca vi una organización sólida que garantizara que ningún residente acabara consumiendo platos que no debiera.
La tónica más general en la Residencia era que nunca teníamos hambre, pero a la hora determinada nos sentábamos para almorzar y por la noche lo mismo para cenar. Pero también había residentes de los que siempre pedían repetir plato, aunque luego quedara la mitad sin consumir. Don S., a mi derecha en la mesa, era experto en aprovechar su movilidad para levantarse e ir a la cocina, para reservarse el postre que le apetecía, antes de que las auxiliares nos dijeran que ya no quedaba, o para pedir el segundo que quería, antes de que otros se le adelantaran.
Al mediodía, las peticiones especiales del oyente parece que funcionaban bastante bien. Había una de las camareras, digamos profesionales, que se encargaba de distribuir los pedidos fuera de menú. Pero en la cena eso no funcionaba habitualmente y, si te acordabas de haber pedido algo especial, había que insistir para conseguir que te lo trajeran. Aparte de que, en la cena, siempre había un comodín, que era el queso blanco con membrillo, del que parecía haber existencias inagotables.
En el servicio de la mesa, acostumbraba a haber un poco de pan ya distribuido para cada comensal. Podía ser blanco o integral, aunque se distribuía sin criterio alguno, ni atención a las preferencias expresadas por uno u otro residente. También había una o varias jarras de agua, de las que muchos residentes tenían graves problemas para servirse, sea por una vista defectuosa o por una falta de coordinación en las manos, por lo que siempre acostumbraba a haber grandes manchas húmedas de agua en el mantel. A algunos residentes, sin un criterio muy definido, se les servía una copita de vino (tinto de tetra brik), que podía venir solo o bien mezclado con gaseosa. Yo adquirí el derecho al vino, aunque nunca se sabía si sería una copa pequeña o mediana, si sería solo o estilo tinto de verano. Y a veces no estaba, y había que reclamarlo. A pesar de ser yo mismo un amante del buen vino, sólo acostumbraba a tomar uno o dos sorbitos, por el mero hecho de recordar que ahí fuera seguían existiendo placeres incompatibles con el ambiente de la Residencia.
Un día de verano faltaron las servilletas de tela, por un incidente con el servicio de lavandería. Al mediodía nos dieron algunas servilletas de papel. Pero en la cena, todavía sin servilletas para todo el mundo, nadie del servicio fue capaz de traer servilletas de papel de la cafetería, porque parece ser que no era la obligación concreta de nadie. A menudo se tenía la sensación de que una organización férrea del reparto de tareas hacía imposible la improvisación necesaria para resolver sobre la marcha los problemas e incidencias que frecuentemente se producían.
Las comidas raramente duraban más de media hora. Con los postres, algunos residentes empezaban (empezábamos) a desfilar hacia otros lugares. Al mediodía, por ejemplo, hacia la cafetería para tomar un café parecido al de verdad; por la noche, a menudo directamente a la habitación, o quizás unos minutos al jardín para fumar el último cigarrillo del día.
Las comidas en el comedor comunitario eran la ocasión para algunas conversaciones, en general bastante escasas. El nivel de esas conversaciones variaba de unas mesas a otras, pero jamás tuve la sensación de un nivel sonoro elevado. En las mesas femeninas, las conversaciones tendían a ser más estables y sostenidas, mientras que en las masculinas eran, curiosamente, más raras y ocasionales. En mi mesa era muy complicado mantener alguna conversación. Sólo con el Kamikaze (y hacia el final, con G., que se sentó a mi izquierda sustituyendo al fallecido F.) se podía hablar un poco de forma inteligible. Para vencer el retraimiento general, que conducía al silencio, descubrí que los mejores catalizadores eran comentar alguna noticia sobre el Real Madrid o insinuar que Zapatero, como Presidente del Gobierno, no todo lo había hecho mal.
Siempre había algunos Residentes que comían o cenaban en una de las mesas privadas frente al comedor. Algunos de forma bastante ocasional, otros de modo más reiterativo. Creo que alguna Residente siempre cenaba en una de esas mesas en compañía de su cuidadora. Incluso había una señora que siempre cenaba, a menudo sola, en una de esas mesas. Yo utilicé varias veces una de esas mesas, para comer con mi hermana o alguno de mis sobrinos. Incluso un día quedamos con varios amigos para comer el menú de la Residencia.
En resumen, la comida en la Residencia no era de mala calidad, pero nunca resultó mínimamente atractiva. Cualquier pecado relacionado con la gula estuvo alejado de mi vida durante toda la estancia allí. Aunque fuera del comedor podía haber algunos atisbos, como la cervecita acompañada de unas pocas patatas fritas de alguna tarde, o la copita de vino blanco (habitualmente verdejo) de los sábados o domingos al mediodía. Y era fiesta cuando Don Jaime invitaba a algún vinito de los que compraba con su nieta en la tienda junto al mercado. La última semana, yo mismo llevé de casa una botella de un tinto recio (un Calzadilla de Huete, Cuenca), con la que invité a Don Jaime y al resto de comensales. G., que esos días se sentaba a mi izquierda en la mesa, me repitió que él bebía de todo pero era poco entendido en vinos, y que le parecía fuerte, muy fuerte.