Me ha gustado mucho esta novela, que he devorado en unas pocas sentadas. Su narrativa ágil toma al lector de la mano, y lo acompaña con cariño desde un concreto principio hasta un imprevisible final.
Portada de la edición original en catalán (Empúries, 2010) |
He leído la edición original en catalán (Empúries, 2010), pero se ha publicado también una edición traducida al castellano (por Ana Rita da Costa García) (Maletas Perdidas, Salamandra, 2010).
La historia se dedica a (re)construir, como si fuera un rompecabezas del que poco a poco vamos conociendo nuevas piezas, la vida de Gabriel. Alguien (¿su madre?) una mañana de 1941 abandonó un bebé a las puertas del Mercado del Borne en Barcelona. Quien luego recibió el nombre de Gabriel sobrevivió a esos primeros momentos de vida social gracias a la dueña del puesto de bacalao, que le amamantó en sus pechos.
Su infancia de huérfano discurrió primero por la Casa de Caridad, en el casco antiguo de Barcelona y luego en los Hogares Mundet, en lo que era entonces el extrarradio del Valle Hebrón. Ya de adulto, vivió muchos años en una habitación de pensión, la que tenía un halcón disecado.
Colocado en una empresa de mudanzas, en los años 60 recorrió Europa a bordo de un camión Pegaso, llevando muebles y enseres de una ciudad a otra, siempre en compañía de sus buenos amigos y compañeros (Serafín) Bundó (con quien había compartido infancia de orfanato) y el Petroli, algo mayor que ellos dos.
Los tres iniciaron una práctica que nunca abandonaron, la de quedarse siempre con una caja de cada mudanza, cuyo contenido (imprevisible) se repartían entre los tres, quedando reflejado con todo detalle en el cuaderno de Gabriel el botín de cada una de las 200 mudanzas internacionales que llegaron a hacer.
En los años del franquismo, esos viajes por Europa fueron aire fresco para los tres. El Petroli frecuentaba todas las casas regionales que encontraba por Francia o Alemania, buscando a la española emigrada nostálgica que le retirara del celibato. Bundó se enamoraba de las putas de los burdeles de carretera, muy especialmente de Carolina/Muriel, que fue su gran amor. Y Gabriel, como al desgaire, tuvo cuatro hijos de cuatro madres solteras diferentes, en Frankfurt, París, Londres y Barcelona. Los cuatro vivían con sus madres y, en sus viajes por Europa, Gabriel les hacía breves visitas. Y los cuatro se llaman igual, sólo con las variaciones idiomáticas de cada lugar: Christof, Christopher, Christophe y Cristòfol.
Un Suceso (que no desvelaré) le cambia la vida a Gabriel, y desaparece del radar. Sus hijos (y sus respectivas madres) ya no le vieron más.
La novela empieza cuando, más de veinte años después, Gabriel ha sido dado por oficialmente desaparecido. Este hecho provoca que los cuatro hermanos (que ni se conocían ni sabían siquiera de su existencia) se reúnan en Barcelona. La última vivienda conocida de Gabriel era un entresuelo de la calle Nápoles, que se convierte en el centro de reunión de sus cuatro hijos un fin de semana al mes.
Los cristobalitos se dedican a reconstruir la vida de su padre. Ponen en común sus recuerdos (en el fondo, todos recuerdan a Gabriel de forma parecida: como un padre esquivo pero cariñoso, que les visitaba de vez en cuando, hasta que dejó de hacerlo teniendo ellos cuatro o cinco años). Sus respectivas madres les han ido contando los retazos que cada una conocía de la vida de Gabriel.
Los cuatro van añadiendo sus propias piezas al puzzle que están construyendo. Muchos capítulos son contados en primera persona por uno de ellos, pero en otros, los cuatro son prácticamente un único personaje colectivo. Así, poco a poco, el lector va rellenando de vida y vivencias lo que sólo era un perfil vacío al principio del libro.
Portada de la edición traducida al castellano (Salamandra, 2010) |
Esos años de plomo del tardofranquismo, en que vivió su juventud, relacionaron a Gabriel con algunos de los personajes icónicos de la época, como la jovencita de familia bien que viajaba a Londres para abortar, la estudiante soñadora que intimaba con los obreros en el París de Mayo del 68, o ese maletín con dinero en efectivo que había que hacer llegar a un banco en Suiza, por cuenta de algún amigo del jefe.
En su labor de reconstrucción, los cristobalitos llegan a conocer a la que pudiera haber sido la quinta madre, y también pueden mantener conversaciones, para evocar al Gabriel desconocido, con el Petroli (que se fue a vivir a Alemania) y con Carolina, la que fue el amor ardiente de Bundó.
El autor consigue que el lector se sienta testigo privilegiado de las pesquisas de los cuatro hijos, casi como si les acompañara en todas las fases de su búsqueda. Poco a poco, la imagen desvaída de Gabriel va tomando carnalidad, y la novela se encamina a un ritmo preciso hacia su desenlace que, por supuesto, no revelaré aquí.
Jordi Puntí es un autor catalán, nacido en Manlleu (Osona, Plana de Vic, provincia de Barcelona) en 1967. Ha publicado, antes de esta obra, otros tres libros: Pell d'armadillo (1998)(Piel de armadillo), Animals tristos (2002)(Animales tristes) y Set dies al vaixell de l'amor (2005)(Siete días en el barco del amor). Colabora también en la prensa escrita y en la radio.
El título de Maletes Perdudes (Maletas Perdidas) hace referencia a esas cajas que se distraían en cada mudanza, aunque también tienen algo que ver los equipajes que se extravían muy frecuentemente por los aeropuertos.
Maletes Perdudes es un excelente ejercicio de narrativa, donde la reconstrucción de la persona de Gabriel se realiza con precisión, pero también con mucho mimo. Quien se haya dedicado alguna vez a construir un puzzle, sabe que conviene colocar primero las piezas del borde (creando un perfil vacío) e irlo rellenando luego con las piezas interiores, dándole carne. Esta misma aproximación es la que utiliza, con éxito, el autor, en su acompañamiento cariñoso de la investigación de los cuatro cristobalitos.
Una búsqueda a la que el lector se siente invitado con gusto.
JMBA
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