Mi biorritmo personal, a falta de otras restricciones, necesidades u obligaciones, me lleva más a trasnochar que a madrugar. Habitualmente, puedo estar más despejado a las tres de la madrugada que a las ocho de la mañana. A pesar de todo, madrugar siempre es un placer, porque ver el amanecer es el premio diario que la Naturaleza nos da.
"Paseo inmerso en los colores otoñales", original de la pintora Isabel Gualda. (Fuente: artelista) |
A pesar de lo dicho, la luz es vida. Y el otoño, de esto, anda más bien escasito. Y, además, el tema se agrava día a día, lo que es todavía bastante peor, pues nos quita hasta la esperanza.
En Noviembre, te levantas un día a las siete de la mañana (solía hacerlo de lunes a viernes durante toda mi vida, hasta hace unos pocos años) y es noche cerrada. Para afeitarse, es normal necesitar una luz de refuerzo para evitar sangrías innecesarias. Pero, de reojo, es vitalizante ver la luz del día a través de la ventana (al menos, los que tenemos la suerte de disponer de una ventana al exterior en el cuarto de baño). En esta época, privación total y negrura exterior.
En Noviembre, si te tomas un segundo café después de comer, o si te remansas en una agradable sobremesa con una copita de brandy, eso que ya resulta desconocido en muchos de los bares de este país, se te ha echado la noche encima, y más bien parece que estés cenando pronto.
Lo que resulta todavía más desmoralizante es que la situación empeora día a día. Hasta Navidad, cada día que pasa nos quita algún minuto más, por la mañana y por la tarde. Un desastre, vaya.
En esta época hay muchos días de los que se llama poéticamente, para disimular, como días otoñales. Con cielo color gris plomo, que a veces parece extenderse hasta el infinito desde un par de palmos por encima de nuestras narices. Y frecuentes lloviznas, cuando no chubascos.
Los noticieros parecen regocijarse con las tempranas noticias invernales: nieve en la sierra o récord de nevadas al norte del estado de Nueva York (¿por qué nos resultará siempre tan cercano ese enclave remoto, a pesar de que Buffalo es una ciudad provinciana, que el turista sólo conoce como puerta de acceso a las Cataratas del Niágara?).
Casi olvidamos la época alegre de reporteras televisivas, fresquitas de atuendo, rebozadas de tomatina (un decir) en alguna de las muchas fiestas populares que nos trae el verano. Las sustituyen los abrigos y las llamativas bufandas, que parecen, en sus infinitas revueltas, recrear sus propios volúmenes de animales prehistóricos (mucho trabajo previo debe de llevar eso, supongo yo).
Y lo que es peor, en los escasos ratitos soleados, el Sol luce con timidez y una languidez de jubilado, como si fuera consciente de la necesidad de aprovechar ese tiempo escaso en que se le permite brillar. Las sombras suenan como artificiales y hasta fantasmales, como anticipando la muy próxima lobreguez de la oscuridad y la noche.
A muchos les gusta hacer un panegírico de los colores otoñales con los que se viste el monte. Y es verdad. En otoño el color verde salud se convierte en un ocre enfermizo, que, a pesar de todo, resulta agradable de ver en mil fotografías (¿quedará algo o alguien en el mundo que no haya sido ya retratado infinidad de veces?). Mirándolas desde el agradable calorcito del hogar o de un café recoleto. Que para verlo al natural, hay que tomar precauciones que hacen que el acto no compense, por lo menos no a mí. Para verlo hay que afrontar temperaturas gélidas, y, para resistirlo, hay que desplegar todo un armario de atuendos invernales y calzado odioso.
Los árboles de hoja caduca se ven desnudos, pero más bien desnudo de hospital que de himeneo. Y los que no pierden las hojas toman un color que sugiere enfermedad. Las aceras y calzadas se llenan de hojas muertas, y el suelo de los bosques se puede convertir en una trampa resbaladiza letal si, además, están húmedas.
En resumen, el otoño me resulta deprimente. Yo siempre digo que de Octubre a Marzo, hiberno como algunos osos. Me salva que, a finales de Noviembre, es mi cumpleaños, y siempre hay algún motivo de alegría. Y que, ya desde primeros de Noviembre, se insinúa la época navideña en las iluminaciones callejeras y los grandes almacenes. Esa época, por cierto, rellena de alegrías muchas veces fingidas y de gastos siempre desmesurados.
En los calendarios taco-de-escritorio, en los que cada día vamos pasando una hoja, el grosor de lo que queda es ínfimo respecto a lo ya pasado. Hay que pensar en comprar un nuevo taco, y en preparar las finanzas para un mejor pasar con Hacienda.
El invierno puede ser todavía más duro. Podemos incluso ver nieve en algunas ciudades, y sufrir fríos intensos, algunos días. Pero existe la esperanza. Cada día hay algún minutito más de luz, e incluso en Febrero algún mediodía pudiera parecer primaveral.
Una esperanza de la que carece el otoño, porque cada día que pasa, el tema empeora. Hasta que, por Navidad, casi te sientas a comer siendo ya noche cerrada.
Siempre me he considerado un hombre tropical, por si todavía lo dudábais. Me parece que el estado natural del hombre son los calzones cortos, la camiseta (si acaso) y las chanclas. Y el resto es atuendo artificial, pero necesario para sobrevivir. Supongo que los que se dediquen al mundo de la moda me odiarán, porque las prendas de abrigo brindan nuevas e interesantes oportunidades de negocio.
En fin, que me deprime el Otoño. Por eso prefiero pasarlo lo más de puntillas que las circunstancias me dejan.
Y si alguien se atreve al desafío, que redacte una Oda al Otoño.
Ahí queda eso.
JMBA
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