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viernes, 19 de diciembre de 2014

El Pequeño Nicolás

Iban Lazarillo y el ciego a repartirse un racimo de uvas, y acordaron que, alternativamente, cada uno cogería una uva del racimo. Viendo Lazarillo que el ciego empezaba a comerlas de dos en dos, las empezó a coger de tres en tres. Terminado el racimo, el ciego afirmó que Lazarillo le había engañado, y que se acabó comiendo las uvas de tres en tres.
Fran, junto a José María Aznar, en un acto público.
(Fuente: elpais)

Lazarillo, sorprendido, le preguntó que cómo lo había sabido, sin poderlo ver. Le respondió el ciego: porque yo las comía de dos en dos, y tú no te quejaste.

Este es el paradigma de lo que se conoce como picaresca española, de la que el pequeño Nicolás es una declinación contemporánea.

Todas las empresas que, de una u otra forma, tienen parte de su actividad ligada a los contratos públicos, saben que en los aledaños del poder abundan los conseguidores (muchas veces, sólo presuntos), que afirman tener mano para torcer voluntades. La empresa puede aceptar pagar una factura (legal, por supuesto) por labores de Consultoría Comercial, quizá condicionada al resultado de las (presuntas) gestiones. Esa factura se contabilizará, legalmente por supuesto, en la cuenta de Coste de Ventas. La misma, por cierto, en la que contabilizarán el incentivo o comisión que paguen a su propio vendedor, si la operación tiene éxito y termina en contrato.

Todo formalmente legal. Lo que los conseguidores hagan con ese dinero fácil puede despertar toda clase de sospechas, pero no se puede probar. En organizaciones muy grandes, puede haber conseguidores con proximidad a los diversos niveles del cliente que intervienen en la valoración y decisión final de qué empresa es la ganadora en esa licitación. Todo legal, por supuesto, pero con fuerte olor a alcantarilla.

En este caldo de cultivo, el pequeño Nicolás no es más que un personaje de sainete, inevitablemente esperpéntico. Procedente de una familia de clase media trabajadora, sus aficiones (o delirios) se desarrollaron y cultivaron en el entorno de la FAES (el think tank de la derecha española), y se alimentaron con ciertas relaciones que parecen probadas, con algún concejal del Ayuntamiento de Madrid, con el Secretario de Estado de Comercio o el presidente de los empresarios madrileños.

Sospecho que, en muchos casos, Fran (como él mismo dice que siempre le han llamado) asumió el papel del hijo o el sobrino espabilado, que despierta las simpatías y a quien le dan alas. Sólo que, a sus escasos veinte años, ya presenta un historial ciertamente extenso. Grandes ambiciones, elucubraciones excéntricas y, por encima de todo, su constatación de que el sistema tiene una corrupción endémica, donde a menudo es mucho más importante dejar claro a quién se conoce o de quién se tiene plena confianza (siempre presuntamente), que lo que realmente se sabe o se es capaz de hacer; todo esto le ha llevado este viernes a los Juzgados de Plaza de Castilla de Madrid.

El personaje, un esperpento digno de Valle-Inclán, debería avergonzarnos como sociedad. Que alguien así tenga un elevado crédito, incluso a ojos de personas que encarnan responsabilidades públicas de cierto nivel, debe hacernos reflexionar.

Poco a poco se van conociendo los detalles más sórdidos de toda esta historia. Como su centro de trabajo en una copistería, donde componía un corta-pega de logotipos, firmas y textos, para generar documentos con ciertos visos de realidad, con los que convencer a terceros de su alta capacidad de influencia en los más altos niveles de la administración del Estado. Ha pasado por agente del CNI, por alguien muy próximo a la Casa Real o a la Vicepresidencia del Gobierno, o por un conseguidor con influencia en ciertas decisiones administrativas, que podrían favorecer o perjudicar a empresarios de diversa laya.

Y debemos tener en cuenta que de una mentira total jamás se puede edificar una simulación de este calibre. Algo tiene que haber en la trastienda para que, convenientemente aumentado y exagerado, genere la sensación en terceros de su capacidad para torcer voluntades.

La pregunta eterna, todavía no clarificada, sería la que le hacían en el cuplé a la chica del 17: de dónde saca, pá tanto como destaca. En otras palabras, el trasfondo económico de todo el asunto, de dónde, por qué y a cambio de qué, salen el dinero y los recursos necesarios para mantener la ficción del pequeño Nicolás. Porque utilizaba como cuartel general un chalet en El Viso, al que él equipó con más de treinta cámaras de vigilancia, propiedad de un príncipe sin trono de la Europa del Este, y cuyo alquiler de más de cinco mil euros mensuales le pagaba una empresa constructora. Tanta cámara seguro que tiene registrados episodios inconfesables o, como mínimo, altamente sospechosos. La siesta de Arturo Fernández en el sofá es, seguramente, el más inocente de todos.

Que Fran no haya sido denunciado mucho antes ilustra la necesidad enfermiza que tiene este sistema esclerótico de aceitadores, de personajes que engrasen los engranajes oxidados, para forzar a la maquinaria cansada a seguir girando. Así, el pequeño Nicolás parece haber intermediado para algún empresario atascado en sus relaciones con la Administración, o incluso se propuso como la solución para otro empresario en apuros económicos, a quien convenció de que podía conseguir vender una finca toledana a inversores extranjeros.

Todo ello trufado con montones de documentos falsos a medias, empezando con sus hasta cuatro Documentos Nacionales de Identidad, todos ellos auténticos, pero con direcciones diversas e incluso uno con la foto de otra persona. Y siguiendo con las composiciones de ficción que elaboraba parte en la casa de su abuela y parte en su copistería de cabecera. La casa de su abuela, en Chamberí, que le resultaba mucho más conveniente que su domicilio familiar en el popular barrio de Prosperidad.

Este chaval se paseaba por las calles de Madrid (bueno, incluso consta su famoso viaje a Ribadeo) en coches de alta gama, incluso con girofaros azules, que son patrimonio exclusivo de las Fuerzas de Seguridad, o tenía reuniones de trabajo en restaurantes de lujo. Que yo sepa, no hay denuncias de que haya dejado sin pagar alguna de esas cuentas. De nuevo, de dónde saca pá tanto como destaca.

Se han publicado diversas tarjetas profesionales de visita que en alguna ocasión habrá esgrimido el pequeño Nicolás. Le ubicarían en diversas posiciones dentro de una empresa constructora o un bufete de abogados, o incluso como miembro del CNI, como si los espías fueran con su tarjeta de visita por delante. Nadie nos impide, ni es ilegal, utilizar los recursos tecnológicos disponibles para elaborar unas preciosas tarjetas de visita que nos califiquen, por ejemplo, como Príncipe Aspirante al Trono de Printonia. El problema legal aparece cuando esas tarjetas se utilizan con animus simulandi, con propósito de simular o engañar.

Lo que debemos tener claro es que una fingida verdad nunca puede crecer de la mentira absoluta. Se requiere siempre alguna dosis de realidad para que, convenientemente exagerada o amplificada, pueda generar la ficción de una posición o una capacidad inexistentes. En otras palabras, y recurriendo al refranero popular, cuando el río suena, agua lleva.

Hay que clarificar el papel que han jugado los diversos actores secundarios de esta opereta. En particular, de los cargos públicos que podrían, en algún momento y en alguna medida, haber avalado al pequeño Nicolás.

Esta mañana, en los Juzgados, el pequeño Nicolás se ha negado a declarar, amparado en la falta de alguna documentación en manos de su defensa. Pero debe afrontar cargos de falsedad documental, usurpación de identidad o estafa. Veremos qué nuevas sorpresas nos va a deparar el recorrido judicial de este caso. No descarto que haya bastantes. Algunas, incluso, muy desagradables para algunos. Todavía no sabemos cuántos habrán pagado algún dinero al pequeño Nicolás por favores inexistentes. La mayoría estarán consumidos en alguna esquina por su propia vergüenza de haber sucumbido a las ficciones de este personaje, inhibidos de su derecho a denunciar o declarar por el rubor que les produce su propia inocencia o ingenuidad.

Fran es el síntoma, pero no el virus. Es la comprobación manifiesta de una sociedad bastante enferma, que está dispuesta a creer hasta las ficciones más chuscas. Creo que todos hemos conocido alguna vez a uno de estos personajes fabuladores, que empeñan su vida en exagerar en la ficción una realidad más bien mediocre. Da la sensación de que cualquiera podría creer a un perfecto desconocido, tomando una cerveza en un bar, que nos diga: tengo un amigo que te podría ayudar. Como mínimo, le invitaríamos a la segunda cerveza.

Esta es una sociedad macilenta, que ha sido incapaz de desterrar el hecho preocupante de que sea más importante tener (ciertos) amigos que ser un gran profesional, que hacer bien las cosas o que ser legal hasta la saciedad. Desgraciadamente, en España, en las empresas, organizaciones o partidos políticos, acaba primando más y retribuyendo mejor a los serviles que alaban, rodean, protegen y refuerzan el ego del líder, que a los grandes profesionales que, a menudo, son mensajeros que anticipan malas noticias que acaban siendo una dramática realidad.

De esta forma, nunca dejaremos de estar instalados en la mediocridad.

JMBA

lunes, 1 de diciembre de 2014

Corrupción y Élites Extractivas

El concepto de élites extractivas fue acuñado por los economistas Daron Acemoglu y Jim Robinson, en su libro "Por qué fracasan las naciones". Este tipo de élites parásitas las podemos encontrar tanto en la política como en el entorno del mundo financiero, de la economía, de los medios de comunicación o de la Inteligencia, de acuerdo a los citados economistas.
(Fuente: effeta)

En España, actualmente, este concepto se ha popularizado y convertido en mediático, referido de modo casi exclusivo a las élites políticas. Hay buenos motivos para ello (de los que la corrupción es, seguramente, la principal), pero conviene no olvidar que la categoría trasciende a otros campos.

Las élites extractivas se apartan de la obtención del bien común, y dedican sus esfuerzos a su propio bienestar y al grupo al que pertenecen. Elaboran un sistema de captura de rentas que les permite, sin crear riqueza ni valor, detraer rentas de la mayoría de los ciudadanos en beneficio propio.

La clase política española actual, nacida y desarrollada a partir del nuevo escenario político creado tras la muerte del Dictador, se ha consolidado como élite extractiva. A ello no es ajeno el sistema electoral proporcional con listas cerradas, que era posiblemente la mejor solución en ese momento para desarrollar el papel de los partidos políticos, prácticamente desaparecidos de la vida pública española durante el franquismo. Ese sistema, junto con el desarrollo de un Estado autonómico basado en el principio del café para todos, ha tenido un cierto recorrido que era necesario, pero ha entrado en crisis de agotamiento. Negar esta realidad es perpetuar una crisis democrática (y económica, por cierto) que perjudica a la gran mayoría de ciudadanos que no forman (no formamos) parte de esas élites.

Conviene no olvidar que la pervivencia y la perpetuación de ciertas élites extractivas es lo que, principalmente, provoca la incapacidad de muchos países del Tercer Mundo, o incluso de algunos países en vías de desarrollo, de salir de su sopor y poderse incorporar con garantías a la nómina de países democráticos que garantizan un cierto estado de bienestar a todos sus ciudadanos. Muchos países africanos y algunos de América Latina, por ejemplo, sufren de este síndrome en modo agudo.

Para quien quiera informarse sin excesivos tecnicismos ni recurrir a las fuentes originales, le recomiendo vivamente el artículo que publicó el economista César Molinas en El País (Una teoría de la clase política española, 10 de Septiembre de 2012) y que constituye la base de uno de los capítulos de su libro Qué hacer con España, publicado en 2013.

Un sistema electoral basado en listas cerradas y bloqueadas nos ha llevado a que los cargos electos deben lealtad y obediencia a los órganos de su propio partido (que son los que deciden quíén y en qué posición, aparece en las listas electorales), en lugar de consagrarse al servicio de los ciudadanos que les han votado. Este sistema es maligno desde su inicio, aunque haya tenido una cierta justificación durante algunas décadas, para reforzar la imagen pública de los propios partidos políticos. Unos partidos políticos que fueron prácticamente imperceptibles en el interior durante la Dictadura, o condenados a la melancolía del exilio.

La Administración Pública y, con ella, la organización práctica de la estructura del Estado, genera valor, dentro de ciertos límites. Estos límites están fijados en la capacidad que tiene el Estado de hacer que el país esté mejor ordenado, y que se puedan desarrollar los recursos comunes (infraestructuras y otros) necesarios para mejorar la competitividad internacional del país, en las mejores condiciones económicas posibles. Es por ello que un cierto tamaño del Estado es necesario para garantizar estas ventajas a todos los ciudadanos, y aportarles el máximo bienestar posible. Habitualmente, la percepción de una excesiva burocratización en la relación de los poderes públicos con los ciudadanos, acostumbra a ser un síntoma de que se ha caído en el pecado del gigantismo parásito y extractivo.

En ninguna parte está escrito que la estructura del Estado deba ser grande o pequeña. Diversas opciones políticas y económicas defienden uno u otro extremo, con argumentos teóricos razonables en todos los casos. A los ultraliberales les gustaría un Estado de tamaño mínimo, para que la mayoría de las rentas sigan en manos de quienes las generaron. En el otro extremo, los socialdemócratas, o incluso los comunistas, defienden un Estado de mayor tamaño, con funciones muy claras de redistribución de la renta. Pero la capacidad del Estado de generar valor para sus ciudadanos es limitada, por lo que su gigantismo o hipertrofia son dignos, en principio, de toda sospecha. Este es, muy habitualmente, el nido en el que se acunan las élites extractivas.

Es por ello que la extensión, en tamaño y alcance, de la estructura del Estado tiene el riesgo elevado de consolidar a la clase política como una genuina élite extractiva. En estas condiciones, es inacabable el rosario de creación de organismos y empresas públicos, cuyo objetivo principal acaba siendo la generación de nóminas y dietas. Además, entre muchos otros desmanes, estas élites se dedican a generar burbujas de las que detraer sus propias rentas de clase, como ese calamar vampiro del que hablaba el analista financiero Matt Taibbi al referirse a Goldman Sachs. La burbuja inmobiliaria que hemos vivido en España, o la burbuja financiera internacional de las hipotecas subprime, son un buen ejemplo de ello.

Es en este contexto enfermizo donde conviene situar los inacabables episodios de corrupción que estamos viviendo todos los días en España. Un sistema político que se basa en la detracción de rentas (legales, eso sí, pero profundamente inmorales), inevitablemente acaba dando acogida a individuos cuya superior codicia les lleva a perseguir la obtención de mayores rentas, ya claramente ilegales, o a conseguirlas con mayor rapidez.

Es por ello que resulta patético oír a Mariano Rajoy hablar de que la corrupción en España es un problema de casos puntuales de personajes corruptos, y no de que el sistema esté corrupto en sí mismo. Cuando el propio sistema político, y su clase dirigente a la cabeza, han diseñado una maquinaria legal para detraer rentas para su propia clase, sin generar valor, es inevitable que en muchos rincones se perfeccione esa maquinaria para generar rentas mayores y con mayor rapidez, cayendo en la ilegalidad y la corrupción.

Una reforma en profundidad del sistema es ya una necesidad perentoria en España. Combatir los casos puntuales de corrupción no puede ser la única iniciativa. Aunque hay que hacerlo, por supuesto, con toda la carga de la ley, con la máxima rapidez y ejemplaridad. Para el bien común de la gran mayoría de ciudadanos, lo que hay que desmontar es esa maquinaria enfermiza de extracción de rentas sin generar valor. Porque su propia existencia, por muy legal que pueda ser, es un cáncer para el bienestar de la mayoría de los ciudadanos.

La corrupción es un síntoma, pero la enfermedad es más profunda. La existencia de esas élites extractivas en el núcleo de la clase política, es la enfermedad. Y los casos de corrupción son los abscesos que la enfermedad genera, aquí y allá, que deberían facilitar a los médicos un diagnóstico certero de la enfermedad profunda.

Por cierto, es este caldo de cultivo el único que puede explicar la aparición de elementos esperpénticos como el llamado Pequeño Nicolás. Un jovencito que parece haber medrado estrictamente a base de generar en terceros la percepción de proximidad con el poder político y, por ende, sugerir la oportunidad de apropiación de rentas detraídas.

Ya no cuela la estrategia de extender el miedo a los antisistema. Hay que tener ciertas precauciones, claro, porque no se trata de destruir el sistema para que impere el caos, sino de cambiar el sistema para que resulte mucho más justo para la mayoría de la población. Se trata de eliminar a esas élites extractivas y sustituirlas por una clase política renovada y decente, que esté realmente al servicio de los ciudadanos, y que se consagre a generar valor para el país y sus ciudadanos.

Claro que este proceso exige que esas élites, que controlan los resortes de la legalidad y sus cambios, por uno u otro motivo, se vean forzadas a diseñar y aceptar su propio harakiri. Para que esto sea posible, fuerzas políticas como Podemos pueden ser un buen instrumento. No creo que su aproximación política sea perfecta, y en su programa hay cosas que me gustan, otras que me desagradan, y algunas que me parecen absolutamente utópicas y alocadas. Pero son los únicos que parecen claramente decididos a erradicar a esas élites extractivas del poder político en España. Los partidos políticos tradicionales harían bien en tomar buena nota de los motivos profundos por los cuales una alternativa conceptualmente minoritaria como Podemos está alcanzando la relevancia que vemos en medios de comunicación y encuestas. Creo que el ciudadano medio no quiere destruir el sistema, pero exige su reforma en profundidad, para erradicar a esas élites extractivas parásitas de la vida pública. Si nadie más ofrece una alternativa atractiva, Podemos, en soledad, alcanzará el éxito electoral.

Hoy por hoy, me temo que los ciudadanos no tenemos muchas más alternativas viables. Si nadie propone reformar el sistema en serio, entonces triunfará la opción revolucionaria. Con consecuencias todavía imprevisibles. 

JMBA