Iban Lazarillo y el ciego a repartirse un racimo de uvas, y acordaron que, alternativamente, cada uno cogería una uva del racimo. Viendo Lazarillo que el ciego empezaba a comerlas de dos en dos, las empezó a coger de tres en tres. Terminado el racimo, el ciego afirmó que Lazarillo le había engañado, y que se acabó comiendo las uvas de tres en tres.
Fran, junto a José María Aznar, en un acto público. (Fuente: elpais) |
Lazarillo, sorprendido, le preguntó que cómo lo había sabido, sin poderlo ver. Le respondió el ciego: porque yo las comía de dos en dos, y tú no te quejaste.
Este es el paradigma de lo que se conoce como picaresca española, de la que el pequeño Nicolás es una declinación contemporánea.
Todas las empresas que, de una u otra forma, tienen parte de su actividad ligada a los contratos públicos, saben que en los aledaños del poder abundan los conseguidores (muchas veces, sólo presuntos), que afirman tener mano para torcer voluntades. La empresa puede aceptar pagar una factura (legal, por supuesto) por labores de Consultoría Comercial, quizá condicionada al resultado de las (presuntas) gestiones. Esa factura se contabilizará, legalmente por supuesto, en la cuenta de Coste de Ventas. La misma, por cierto, en la que contabilizarán el incentivo o comisión que paguen a su propio vendedor, si la operación tiene éxito y termina en contrato.
Todo formalmente legal. Lo que los conseguidores hagan con ese dinero fácil puede despertar toda clase de sospechas, pero no se puede probar. En organizaciones muy grandes, puede haber conseguidores con proximidad a los diversos niveles del cliente que intervienen en la valoración y decisión final de qué empresa es la ganadora en esa licitación. Todo legal, por supuesto, pero con fuerte olor a alcantarilla.
En este caldo de cultivo, el pequeño Nicolás no es más que un personaje de sainete, inevitablemente esperpéntico. Procedente de una familia de clase media trabajadora, sus aficiones (o delirios) se desarrollaron y cultivaron en el entorno de la FAES (el think tank de la derecha española), y se alimentaron con ciertas relaciones que parecen probadas, con algún concejal del Ayuntamiento de Madrid, con el Secretario de Estado de Comercio o el presidente de los empresarios madrileños.
Sospecho que, en muchos casos, Fran (como él mismo dice que siempre le han llamado) asumió el papel del hijo o el sobrino espabilado, que despierta las simpatías y a quien le dan alas. Sólo que, a sus escasos veinte años, ya presenta un historial ciertamente extenso. Grandes ambiciones, elucubraciones excéntricas y, por encima de todo, su constatación de que el sistema tiene una corrupción endémica, donde a menudo es mucho más importante dejar claro a quién se conoce o de quién se tiene plena confianza (siempre presuntamente), que lo que realmente se sabe o se es capaz de hacer; todo esto le ha llevado este viernes a los Juzgados de Plaza de Castilla de Madrid.
El personaje, un esperpento digno de Valle-Inclán, debería avergonzarnos como sociedad. Que alguien así tenga un elevado crédito, incluso a ojos de personas que encarnan responsabilidades públicas de cierto nivel, debe hacernos reflexionar.
Poco a poco se van conociendo los detalles más sórdidos de toda esta historia. Como su centro de trabajo en una copistería, donde componía un corta-pega de logotipos, firmas y textos, para generar documentos con ciertos visos de realidad, con los que convencer a terceros de su alta capacidad de influencia en los más altos niveles de la administración del Estado. Ha pasado por agente del CNI, por alguien muy próximo a la Casa Real o a la Vicepresidencia del Gobierno, o por un conseguidor con influencia en ciertas decisiones administrativas, que podrían favorecer o perjudicar a empresarios de diversa laya.
Y debemos tener en cuenta que de una mentira total jamás se puede edificar una simulación de este calibre. Algo tiene que haber en la trastienda para que, convenientemente aumentado y exagerado, genere la sensación en terceros de su capacidad para torcer voluntades.
La pregunta eterna, todavía no clarificada, sería la que le hacían en el cuplé a la chica del 17: de dónde saca, pá tanto como destaca. En otras palabras, el trasfondo económico de todo el asunto, de dónde, por qué y a cambio de qué, salen el dinero y los recursos necesarios para mantener la ficción del pequeño Nicolás. Porque utilizaba como cuartel general un chalet en El Viso, al que él equipó con más de treinta cámaras de vigilancia, propiedad de un príncipe sin trono de la Europa del Este, y cuyo alquiler de más de cinco mil euros mensuales le pagaba una empresa constructora. Tanta cámara seguro que tiene registrados episodios inconfesables o, como mínimo, altamente sospechosos. La siesta de Arturo Fernández en el sofá es, seguramente, el más inocente de todos.
Que Fran no haya sido denunciado mucho antes ilustra la necesidad enfermiza que tiene este sistema esclerótico de aceitadores, de personajes que engrasen los engranajes oxidados, para forzar a la maquinaria cansada a seguir girando. Así, el pequeño Nicolás parece haber intermediado para algún empresario atascado en sus relaciones con la Administración, o incluso se propuso como la solución para otro empresario en apuros económicos, a quien convenció de que podía conseguir vender una finca toledana a inversores extranjeros.
Todo ello trufado con montones de documentos falsos a medias, empezando con sus hasta cuatro Documentos Nacionales de Identidad, todos ellos auténticos, pero con direcciones diversas e incluso uno con la foto de otra persona. Y siguiendo con las composiciones de ficción que elaboraba parte en la casa de su abuela y parte en su copistería de cabecera. La casa de su abuela, en Chamberí, que le resultaba mucho más conveniente que su domicilio familiar en el popular barrio de Prosperidad.
Este chaval se paseaba por las calles de Madrid (bueno, incluso consta su famoso viaje a Ribadeo) en coches de alta gama, incluso con girofaros azules, que son patrimonio exclusivo de las Fuerzas de Seguridad, o tenía reuniones de trabajo en restaurantes de lujo. Que yo sepa, no hay denuncias de que haya dejado sin pagar alguna de esas cuentas. De nuevo, de dónde saca pá tanto como destaca.
Se han publicado diversas tarjetas profesionales de visita que en alguna ocasión habrá esgrimido el pequeño Nicolás. Le ubicarían en diversas posiciones dentro de una empresa constructora o un bufete de abogados, o incluso como miembro del CNI, como si los espías fueran con su tarjeta de visita por delante. Nadie nos impide, ni es ilegal, utilizar los recursos tecnológicos disponibles para elaborar unas preciosas tarjetas de visita que nos califiquen, por ejemplo, como Príncipe Aspirante al Trono de Printonia. El problema legal aparece cuando esas tarjetas se utilizan con animus simulandi, con propósito de simular o engañar.
Lo que debemos tener claro es que una fingida verdad nunca puede crecer de la mentira absoluta. Se requiere siempre alguna dosis de realidad para que, convenientemente exagerada o amplificada, pueda generar la ficción de una posición o una capacidad inexistentes. En otras palabras, y recurriendo al refranero popular, cuando el río suena, agua lleva.
Hay que clarificar el papel que han jugado los diversos actores secundarios de esta opereta. En particular, de los cargos públicos que podrían, en algún momento y en alguna medida, haber avalado al pequeño Nicolás.
Esta mañana, en los Juzgados, el pequeño Nicolás se ha negado a declarar, amparado en la falta de alguna documentación en manos de su defensa. Pero debe afrontar cargos de falsedad documental, usurpación de identidad o estafa. Veremos qué nuevas sorpresas nos va a deparar el recorrido judicial de este caso. No descarto que haya bastantes. Algunas, incluso, muy desagradables para algunos. Todavía no sabemos cuántos habrán pagado algún dinero al pequeño Nicolás por favores inexistentes. La mayoría estarán consumidos en alguna esquina por su propia vergüenza de haber sucumbido a las ficciones de este personaje, inhibidos de su derecho a denunciar o declarar por el rubor que les produce su propia inocencia o ingenuidad.
Fran es el síntoma, pero no el virus. Es la comprobación manifiesta de una sociedad bastante enferma, que está dispuesta a creer hasta las ficciones más chuscas. Creo que todos hemos conocido alguna vez a uno de estos personajes fabuladores, que empeñan su vida en exagerar en la ficción una realidad más bien mediocre. Da la sensación de que cualquiera podría creer a un perfecto desconocido, tomando una cerveza en un bar, que nos diga: tengo un amigo que te podría ayudar. Como mínimo, le invitaríamos a la segunda cerveza.
Esta es una sociedad macilenta, que ha sido incapaz de desterrar el hecho preocupante de que sea más importante tener (ciertos) amigos que ser un gran profesional, que hacer bien las cosas o que ser legal hasta la saciedad. Desgraciadamente, en España, en las empresas, organizaciones o partidos políticos, acaba primando más y retribuyendo mejor a los serviles que alaban, rodean, protegen y refuerzan el ego del líder, que a los grandes profesionales que, a menudo, son mensajeros que anticipan malas noticias que acaban siendo una dramática realidad.
De esta forma, nunca dejaremos de estar instalados en la mediocridad.
JMBA