Hace unos días, el 24 de Junio, fue la festividad de San Juan. Cuando yo era un niño de pocos años, San Juan marcaba el inicio del período del veraneo, que duraba hasta el 24 de Septiembre, día de la Mercé, patrona de Barcelona. Tres meses al año de vivir otra vida, en otro lugar, con otra gente.
(La Fotografía, extraída de Google Earth Street View, es de la Torre Aranda -en 2009- escenario de algunos de mis veraneos de la época).
Por 1960, el destino más habitual del veraneo era el interior, la montaña, más que la playa, que empezó a extenderse como destino veraniego más adelante. Y es que la razón que se daba para un veraneo tan prolongado era el frecuentar ambientes más sanos, más secos que la humedad asfixiante de Barcelona durante los meses de verano. Para cualquier leve dolencia infantil, la recomendación de los médicos acostumbraba a ser una temporada a muntanya. Complementado, en su caso, con el ir a tomar las aguas.
Los veraneantes (estiuejants, la misma raíz) eran una institución en muchos pueblos más o menos próximos al Montseny, situados a algunos cientos de metros por encima del nivel del mar, y a 50, 80 ó 100 kilómetros de distancia de la ciudad. Los veraneantes no eran turistas, porque se instalaban en el pueblo por un período largo de tiempo, y raramente se movían mucho más allá de sus límites, de los campos o bosques circundantes, o del pico próximo, el día que tocaba montañismo. Y volvían, habitualmente, año tras año.
Y es que el automóvil prácticamente no existía, como medio de transporte a disposición de cualquiera. Por eso instalarse era una auténtica operación de mudanza, que había que planificar con precisión, pues había poquito margen para el error. Y para Septiembre se producía otro movimiento del mismo calado y sentido contrario.
Por esa época, en el piso de la ciudad quizá se podía ya empezar a disponer de alguna comodidad, de las que hoy consideramos imprescindibles. Por ejemplo, el teléfono (fijo, por supuesto, que lo de los móviles es de anteayer). Un teléfono en casa era todavía un lujazo, pero a menudo podía disponerse de un teléfono en la portería del inmueble, compartido por los vecinos.
Un teléfono en la casa o torre del pueblo no es que fuera un lujo, es que era un sueño. Mi padre siempre contaba que cuando intentó solicitar un teléfono para la torre del pueblo, Telefónica le pidió que aportara cincuenta kilos de chatarra de cobre, para poder realizar el tendido necesario. Hoy nos parece surrealista, claro.
A la mayoría de las casas de pueblo donde se instalaban los veraneantes las llamábamos torres. Hoy hablaríamos de chalets o chalés, no sé muy bien. Pero entonces hacíamos una distinción muy sutil entre ambas palabras. Una torre era una casita (de una o dos plantas; quizá vivía hasta una familia por planta), con un poco de jardín exterior donde cuidar algún inevitable geranio, o cavar hoyos insondables con un azadón, para agotar la energía de los niños. Que estaba situada más o menos dentro del pueblo, o en sus afueras inmediatas, y que habitualmente pertenecía a alguien del propio pueblo, que la alquilaba de un año para otro a la misma familia. Un chalé era otra cosa. Un chalé era una casa lujosa, incluso alguna ya tenía piscina, que pertenecía y había sido construida por y para algún veraneante de más posibles, que lo convertía en su segunda residencia. Y era, habitualmente, la envidia de todos los demás veraneantes de alquiler.
En el piso de la ciudad quizá ya se podía disfrutar de un pequeño frigorífico eléctrico, pero en el pueblo el lujo era tener una fresquera de hielo. Porque el suministro eléctrico, donde existía, era habitualmente tan precario que no admitía acrobacias. Claro, hacía falta un suministro diario de barras de hielo para alimentar el invento. Cuando apretaba el calor, las barras llegaban a casa ya seriamente menguadas, porque las traía un chico en una bicicleta con remolque, por supuesto sin ningún tipo de acondicionamiento de temperatura.
La elección de a qué pueblo desplazarse para el veraneo era estratégica. Había que contar con disponer de soporte familiar en el entorno. Es decir, se iba habitualmente a algún lugar donde habitaban regularmente algunos parientes. La ventaja es que, de esa forma, los niños se podían dispersar con otros primos y así, y permitir que también la madre (habitual cuidadora de la prole, al frente de la marcha de la torre) pudiera despreocuparse algunos ratos de los niños, y tener también algo de vacaciones.
Otro aspecto importante era la mayor o menor facilidad de llegar hasta el pueblo por medios públicos (habitualmente ferrocarril más autobús de línea). El padre de familia debía seguir trabajando prácticamente todo el verano en la ciudad, porque sólo se podía tomar a lo mejor una semana de vacaciones reales. Y le tenía que ser posible desplazarse al pueblo el fin de semana (bueno, del sábado por la tarde al domingo por la tarde, que no había más) sin que le costara muchas horas de viaje.
Para los niños, ese veraneo era la ocasión de asilvestrarse en un entorno mucho más rústico que el de durante el año (el colegio y demás). Y también de relacionarse con los primos y sus amigos, y con los hijos de otros veraneantes. Y también de ver animales vivos en su entorno habitual, alejados de los mostradores de los puestos del mercado. Montar en un carro tirado por un caballo percherón era una aventura ya casi imposible de realizar en la ciudad por ese tiempo. Pero en el pueblo sí existía esa oportunidad, así como la de ayudar a realizar tareas agrícolas o ganaderas básicas, en casa de algunos parientes del ramo.
Cuando terminaba Agosto y empezaba Septiembre, venían las tormentas y bajaba la temperatura. Habitualmente se organizaba alguna salida para ir a por setas, con toda la patulea de críos. La excursión consistía en un ratito de vagar por el bosque, pisando setas para desespero de los locales, y luego acudir a donde el más ducho de la expedición ya estaba preparando una fogata para cocer las butifarras del almuerzo.
Hacia el final de Agosto estaba la Fiesta Mayor del pueblo, una ocasión lúdica largamente esperada. En el entoldado dispuesto al efecto podía representarse alguna obra de teatro, o hasta algunos números de circo. Avanzando Septiembre, la comunidad de los veraneantes empezaba a languidecer. Se iban organizando las mudanzas en sentido contrario, y para la Mercé ya era inevitable volver a la ciudad, para empezar en breve el nuevo curso.
A la vuelta al colegio, todos teníamos montones de cosas que contar, porque no habíamos tenido ningún contacto con los compañeros durante los últimos tres meses. Claro, ni existían móviles ni, por supuesto, redes sociales como el Facebook o el Twitter. Los propios ordenadores e Internet no eran más que un delirio colgando del pico de un sueño.
Más adelante se fue extendiendo la disponibilidad del automóvil como vehículo familiar de transporte y desplazamiento. Ese hecho alteró para siempre el talante y el espíritu de esos veraneos en torno a 1960.
Si algo recuerdo con claridad de esos años, es que para San Juan había muchas ganas de irse de veraneo, y para la Mercé se había cubierto el ciclo, y se volvía también con alegría.
JMBA