Parece claro que dos no se pelean si uno no quiere.
Desde 1948, se vive en Oriente Medio una situación que creo que no complace a nadie. El statu quo no es aceptado por muchos, y se vive allí instalados en una lucha permanente, que puede incluso llamarse de supervivencia.
Israel es esclavo de su propia estrategia. Es absurdo meterse en una guerra si no es con la intención de ganarla. Y ello a costa de iniciativas militares, paramilitares, bélicas o simplemente violentas, que a menudo acaban en auténticas salvajadas.
Por otra parte, tanto en Estados Unidos como en la mayoría de los grandes países europeos, existen lobbies judíos, o directamente sionistas, muy poderosos. Y ello hace que las críticas que se escuchan hacia Israel sean tibias en general.
El Imperio Británico no supo morir bien. Una descolonización a menudo improvisada acabó generando males peores de los que resolvió. Hay que reconocer que no fue fácil el desmantelamiento del Raj en la India, porque nunca estuvo suficientemente claro a quién había que ceder el poder. Y la partición de Pakistán, como presunto estado de los indios musulmanes, todavía hoy sangra por la herida. Y la desaparición de la metrópoli del Protectorado de Palestina fue un caso parecido.
La Historia como fuente de justificaciones contiene una triquiñuela muy torpe, que es la variable tiempo. Si miramos hacia el pasado, siempre podremos encontrar la razón de unos y de sus contrarios, aunque a lo mejor separadas por varios siglos. Los judíos pueden alegar que esa tierra fue suya durante mucho tiempo, pero también los palestinos tienen razón en sus alegaciones, porque ocuparon ese territorio durante muchos siglos también.
En el racional del Estado de Israel, no cabe la aceptación de un Estado Palestino, porque están convencidos de que el primer objetivo de ese Estado sería la destrucción de Israel. Y a nadie se le puede exigir que propicie su propio suicidio. Y los palestinos, y sus padrinos, poco o nada han hecho para cambiar ese estado de cosas.
Hoy por hoy, el litigio se dirime en términos militares, y en este frente la desigualdad es patente y manifiesta. Israel cae a menudo en diversos tipos de provocaciones, que acaban generando auténticas salvajadas, por las que Occidente discurre de puntillas. Israel es un estado internamente democrático, pero exageradamente autoritario en lo que a la relación con sus vecinos se refiere.
La casi guerra civil que existe de facto entre los propios palestinos (Al Fatah y Hamas parecen irreconciliables) complica en extremo las cosas. Las posiciones románticas o sentimentales en favor de los desfavorecidos palestinos no lleva a ninguna parte. Lo que Occidente debería ser capaz de hacer es forzar a los palestinos a formar un Estado que reconociera implícita y explícitamente el statu quo vigente, o alguna variante sobre la que pudieran ponerse de acuerdo ambas partes. Un Estado palestino cuyo principal objetivo debería ser procurar el bienestar a sus habitantes, y que olvidara los maximalismos como la destrucción del Estado de Israel. Y, claro, Israel debería estar convencido de que eso fuera así, o nada se habría avanzado.
Si a ello añadimos que Palestina en general es un campo de cultivo abonado para los profesionales de la desestabilización, con financiaciones y apoyos más o menos velados a las diversas facciones, tenemos un escenario donde sólo existe una certidumbre: la tensión, de esta forma, nunca va a terminar.
Si, tras más de 60 años, hemos sido incapaces de resolver el conflicto, no podemos pensar en resolverlo hoy. Pero ni un solo día deberíamos cejar en el empeño de irnos acercando a una resolución aceptada por todos.
Y, mientras, Israel sigue cayendo en el salvajismo, víctima de sus propios complejos. Como el ataque militar, aparentemente desproporcionado, que ha cometido contra la llamada Flota de la Libertad. Que, dicho sea de paso, con seguridad no era absolutamente inocente en sus intenciones.
Morderse los labios ante la provocación no es una solución. Pero se acerca.
JMBA
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