Hace unos días hemos despedido un año más, ese 2015 que se agotó en nuestras manos. Y lo despedimos con muy poquita pena y nada de gloria.
Porque 2015 no ha sido un año bueno. Por el contrario, en él se han confirmado nuestros peores augurios, se ha demostrado, una vez más, que el ser humano es de naturaleza corrupta y da la sensación de que nos hemos aproximado un pasito más al Fin del Mundo, lo que sea que esto vaya finalmente a ser.
Ya vivimos instalados en un terrorismo internacional, prácticamente de Estado. El llamado Daesh, o Estado Islámico, se ha hecho con el poder en una parte de Irak y de Siria, y desde allí, con los medios que les da un territorio y con la connivencia de los estraperlistas de siempre, intenta extender una idea totalitaria que nos repugna a la mayoría. En 2015 han provocado innumerables muertes en sus propios países, donde los musulmanes son sus principales víctimas (paradoja del destino) y también varios centenares en nuestro vecindario más próximo.
Los atentados de París, primero en Charlie Hebdo (Enero) y luego (en Noviembre) los diversos atentados sincronizados en la sala Bataclan, las terrazas de diversos cafés y los alrededores del propio Stade de France, han provocado víctimas que eran como vecinos nuestros. El yihadismo nos ha atacado en nuestros países (que todavía no son los suyos). En 2015, Francia ha sido la víctima principal, pero sólo la sobreactividad de las Fuerzas de Seguridad ha evitado que otros países, incluida España, se sumaran a esa macabra lista. Y no olvidemos los repetidos atentados en Turquía, tierra de frontera de esta guerra tan del siglo XXI.
Ante una reacción ejemplar de los ciudadanos, empeñados en preservar nuestra forma de vida occidental, los atentados han provocado serias alteraciones en la vida normal de los ciudadanos honrados, y nos han menguado nuestros propios derechos de ciudadanía. Los movimientos más elementales de nuestras libertades están constantemente vigilados y monitorizados por unas omnipresentes fuerzas de seguridad. Una sobrerreacción que parece tener por único objetivo el transmitir a los ciudadanos una sensación de seguridad. Como si el hombre malo fuera a cruzar el arco de los aeropuertos (un ejemplo) empuñando sus armas pesadas. Esta Nochevieja no ha habido grandes celebraciones públicas en ciudades señeras como París o Bruselas.
Nos ha costado muchos siglos y muchos sacrificios llegar a tener unos niveles de convivencia muy civilizados, como para que estos factores, relacionados con un concepto enfermizo de la religión como arma de destrucción masiva, vengan ahora a hacernos retroceder uno o dos milenios.
Veremos qué somos capaces de hacer en este tema en el año 16.
Los peores augurios sobre el cambio climático parecen estarse cumpliendo. Estar en la playa en Diciembre puede que sólo sea algo anecdótico, pero en las grandes ciudades estamos sumergidos en una contaminación ambiental que nos está envenenando quizá no tan lentamente. La osadía de la especie humana en su instrumentalización de la Naturaleza acabará pasándonos factura. Y la pregunta no va a ser sobre cómo será el mundo dentro de doscientos años, sino cuál será la nueva especie que reinará en la Tierra, después de que la raza humana haya sido ya etiquetada como otra especia fallida y sea exterminada. Como ya sucedió con los dinosaurios y con tantas otras especies animales en los últimos millones de años.
En España, 2015 ha sido un aquelarre de elecciones políticas, algunas de ellas bastante fallidas, en el sentido de que han puesto en evidencia la mediocridad y cortoplacismo de la mayoría de políticos que pretenden gobernarnos. Todos los políticos tienen que tener claro que los votantes nunca votan mal. Es tarea de los políticos esforzarse por administrar (no retorcer) lo que los ciudadanos hemos depositado en sus manos. Los grandes partidos que han mantenido una cierta hegemonía en las últimas décadas han sufrido erosiones electorales enormes, mientras que parece que los ciudadanos han (hemos) depositado la confianza en fuerzas nuevas recién llegadas a la arena política. De las que, por cierto, todavía no podemos decir cosas malas (ni buenas, para el caso). Veremos.
Tras una legislatura caracterizada por el rodillo parlamentario del PP y su Gobierno, enrocado en la soberbia y la prepotencia que les ha permitido la mayoría absoluta que consiguieron en 2011, Mariano Rajoy nos ha obsequiado con unas elecciones navideñas, en una mano el voto y en la otra un polvorón. El resultado ha sido diabólico. El PP sigue siendo la fuerza más votada, pero dos de cada tres de sus votantes del 2011 han desertado. El PSOE ha vuelto a bajar, demostrando que una oposición chapucera también provoca erosión electoral, y ha sufrido un desgaste enorme, hasta ahora reservado a los partidos con responsabilidad de Gobierno. Su líder, Pedro Sánchez, está en entredicho, incluso de sus propios correligionarios.
Estos días nos toca asistir a ese cortejo de las diversas fuerzas, que intentan los equilibrios más improbables para conseguir (o conservar) el poder. En un sistema parlamentario como el nuestro, todas las fuerzas políticas representan (conjuntamente) a todos los ciudadanos. Y siempre, sea cual sea el resultado, debería haber negociaciones y pactos constantemente entre todas ellas, para conseguir el único objetivo noble que les hemos asignado: gobernar para todos y no sólo para sus propios votantes.
Llevamos décadas instalados en el autismo político de los que ganan unas elecciones. Eso ha provocado sobredosis de leyes y normas (cumplirlas o no ya es otra conversación), pero total ausencia de Pactos de Estado para los grandes temas que van a conformar lo que sea España dentro de veinte o treinta años. Parece que el único objetivo de los políticos es perpetuarse en el poder, para muchos el único oficio que conocen, y preocuparse básicamente de intentar ganar las siguientes elecciones. Un plan de país es un concepto tan elevado que no está al alcance de este tipo de políticos, que nunca han sido, y no apuntan maneras para llegar a serlo nunca, auténticos estadistas.
Mientras tanto, la Educación vive sofocada en un marasmo fangoso, trufado de fracaso escolar y de mensajes partidistas. Con profesores desmotivados, porque nunca les han permitido intervenir, como máximos conocedores del tema, en la configuración de la Educación en España, que es un tema que nos afecta a todos, tengamos o no hijos. Porque de la educación de hoy se declinará el tipo de país que tengamos dentro de 10 ó 20 años. Una educación que se mueve a vaivenes, porque cada partido político, cuando puede, crea su propia Ley de Educación, y donde la escolarización a menudo sólo aporta el retrasar unos años la incorporación a las listas de desempleados.
La Sanidad pública, que sobrevive gracias a los fantásticos profesionales que la componen, se ha convertido en arma arrojadiza, que los liberales quisieran privatizar porque business is business, y los políticos la utilizan para sus querellas interterritoriales. A muchos políticos se les llena la boca con su objetivo de igualdad para todos los españoles, pero parecen incompetentes cuando se trata de armonizar la oferta sanitaria pública en todo el territorio. Desde mi punto de vista, está bien que su gestión esté en manos de las respectivas Comunidades Autónomas, pero es un sinsentido que no exista coordinación alguna entre ellas. Parece imposible poder disponer de una tarjeta sanitaria única para todos los españoles (para todos los europeos, añadiría yo), que les permita ser atendidos allí donde se encuentren, y que cualquier médico pueda acceder a su expediente. Y es ya una posibilidad perdida el tener bien articulados los tratamientos muy especializados, centrados allí donde exista la excelencia. La facturación cruzada es un tema interno, que no debería presentar problema alguno.
Y no creo, para nada, que la solución sea volver a una gestión centralizada, que tiene siempre muchas ineficiencias. Pero hay que hacer bien las cosas y no utilizar la Sanidad pública como un arma arrojadiza entre políticos de diferente signo y de diversos territorios.
Parece que la mejoría económica ha sido bastante evidente en 2015. Al menos, las grandes cifras de la macroeconomía. Pero el nuevo crecimiento es todavía más vicioso que el anterior. Se ha precarizado el empleo y muchos salarios ya no permiten ni siquiera vivir dignamente, lo que ha inaugurado una nueva clase social: la de los trabajadores pobres con riesgo de exclusión social.
Dicen que hemos mejorado en competitividad. Es cierto, somos más competitivos que antes en coste de la mano de obra, frente a terceros países, con un modelo social y político muy diferente del de nuestro entorno. Pero no hemos mejorado nuestra productividad en términos cualitativos, y parece como si estuviéramos condenados a ser los camareros de Europa. En plena crisis económica se han reducido, todavía más, los presupuestos para la investigación y el desarrollo. Con ello, conseguir cambiar el modelo económico de España es un puro ejercicio de política-ficción.
Si alguien cree que la Educación o la Investigación son muy caras, que lo intente con la ignorancia y que exporte los investigadores a otros países, que sí saben aprovecharse de ellos.
En este año recién fallecido, nos han perseguido todos los días las noticias sobre corrupción y latrocinios. Las tramas del PP (Gurtel y Púnica sólo para empezar), nos han hecho visualizar a siniestros personajes absolutamente obscenos, que se han movido como pez en el agua en lo público para su propio beneficio. Bárcenas tuvo ya una estancia en la cárcel, pero su sombra es tan alargada que cubre hasta al propio Presidente del Gobierno (actualmente en funciones). Un personaje como Francisco Granados produce vómito, tras escuchar sus muchos alegatos televisivos contra los corruptos, lo que no hace más que ilustrar su total convencimiento en su propia impunidad.
También hemos conocido que el que muchos llamaron artífice del milagro económico español de fin de siglo, Rodrigo Rato, aparte de ser un mal gestor, cosa que ya sabíamos, ha resultado ser también un administrador desleal, un corrupto y un defraudador fiscal. Es la paradoja que nos faltaba para que dejemos de creer que el político honesto no es un personaje de ficción.
En Andalucía, el PSOE, tras más de treinta años ininterrumpidos en el gobierno regional, ha construido una maquinaria gigante de clientelismo corrupto, de la que los casos conocidos (los ERE, o los cursos de formación) me temo que no son más que la punta del iceberg. Disponen del dinero público para comprar voluntades y votos, de modo que ya no sabemos cuántos de los andaluces que votan repetidamente al PSOE lo hacen por convencimiento o por el más puro y espúreo interés personal. Y, en su entorno, personajes siniestros y vulgares, que a lo mejor no han estado nunca en Suiza, pero echan mano del dinero de la caja de todos para sus orgías de mariscadas, cocaína y puticlubs.
La que una vez fue la primera familia de Catalunya, los Pujol, ya son considerados por los jueces como una organización criminal, que acumuló fortunas obscenas de origen desconocido, aunque las sospechas de corrupción política en forma de comisiones de los adjudicatarios parece la más probable. Nadie debería descartar que detrás de los nuevos aires de independentismo en Catalunya, el afán de crear una República Catalana, independiente de España, esté oculto el deseo de que los Tribunales de casa acaben olvidando tanto latrocinio.
En los últimos días hemos sabido de otro caso más, el del embajador y el diputado que llevaban un despacho de influencias, un lobby, para facilitar contratos a empresas españolas (a menudo, mediante sobornos a funcionarios locales), a cambio de jugosísimas comisiones. Con cierta apariencia de legalidad, pero instalados en la amoralidad política total y completa.
Además, en todo el año, no he conseguido más que unos eurillos en premios de las muchas loterías de las que soy asiduo cliente.
En resumen, un año para olvidar. Ha habido algunas cosas buenas, eso sí (seguimos vivos, la salud razonablemente bien, hemos hecho algunos viajes a sitios desconocidos y hemos sobrevivido a nuestros políticos), pero las cosas malas se van acumulando. Como país, a pesar de algunas mejoras macroeconómicas, seguimos yendo para abajo (en precariedad, en pobreza, en exclusión social, en corrupción, en I+D, en Educación, etc. etc.).
Lo único que podemos desear es que 2016 sea el año del vuelco, de la inflexión, en el que empecemos a ir para arriba, como todos los españoles nos merecemos. Para nuestra desgracia, los políticos lideran la evolución del país, y a pesar de que pocas cosas saben hacer para ayudar, muchas hacen para empujarnos a todos hacia abajo. Se enfrentan ahora a un desafío nuevo, que les obliga a superar enemistades y rencillas personales, para trabajar, de verdad, por el bien del país y de sus ciudadanos. Que empiecen a pensar en el largo plazo, en el proyecto de país que queremos hacer una realidad en las próximas décadas.
Si al final no están a la altura, los ciudadanos, de nuevo, tendremos que tomar el relevo.
Algunos, estos días, desean Felicidad y que el 2016 no sea peor que el 2015. Con todo lo que os he contado, la única reacción posible es: ¿2015?. No, gracias.
JMBA
Genial análisis del año!!
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