Hace unas décadas, cuando la informática todavía era oficio de sacerdotes y no de chamanes y geeks, una de las leyendas urbanas que circulaba con frecuencia entre los expertos del sector tenía que ver con IBM, la multinacional norteamericana más importante del sector, a la sazón. Se decía que en sus grandes clientes de todo el mundo, equipados con ordenadores mainframe de esta marca, aparecía de vez en cuando un técnico de mantenimiento no esperado, que extraía una especie de caja negra de la máquina y la reponía por otra virgen. La que había obtenido sería remitida inmediatamente a algún lugar inconcreto de los Estados Unidos, para su análisis. En esa caja negra iría la esencia del negocio de sus clientes y todos los detalles de su funcionamiento diario. Esa información sería utilizada por la multinacional (o por un inconcreto Gran Hermano), para definir cuál debería ser el presupuesto que esa empresa dedicara a su actualización tecnológica en el siguiente año fiscal. O quizá para otros oscuros fines, que las leyendas urbanas nunca son claras en lo más importante.
Muy probablemente, esa caja negra no era más que un filtro de aire, o algo así. Pero la leyenda circuló y circuló.
(Fuente: pichicola) |
Muy probablemente, esa caja negra no era más que un filtro de aire, o algo así. Pero la leyenda circuló y circuló.
En su fantástica novela 1984 (publicada por primera vez en 1949), George Orwell inventó el personaje del Gran Hermano. Un líder indiscutible de la sociedad, que nunca se muestra, pero que todo lo sabe sobre sus ciudadanos, sus cuitas y sus desviaciones. Una especie de Guía de la sociedad que dispone de toda la información, y la utiliza para torcer voluntades. En el contexto de la época, el Gran Hermano respondía a muchos de los patrones seguidos por los grandes dictadores totalitarios, especialmente Stalin, según afirman los expertos.
El Gran Hermano se ha popularizado, además, en las últimas décadas por la franquicia televisiva holandesa del mismo nombre. En muchos países (entre los que está, de modo destacado, España) se viene emitiendo estos últimos años este tipo de reality show, donde los concursantes viven durante semanas aislados en una casa bajo la mirada constante y omnipresente de decenas (o cientos) de cámaras, que actúan de Gran Hermano omnisciente. Siempre ha existido la sospecha de que los concursantes siguen un cierto guión preestablecido, atendiendo a las pautas del espectáculo, la audiencia, el share y la publicidad. Pero eso forma parte del secreto del sumario, y ya es otra historia.
Desde que Orwell escribiera su novela, y desde que circulara esa leyenda urbana sobre la caja negra de los grandes ordenadores, la tecnología no ha cesado de evolucionar, de hacerse más próxima y de aumentar su presencia en la vida cotidiana de la gran mayoría de ciudadanos de todo el mundo. Hasta el límite de que en estos días la mayoría de nosotros llevamos en el bolsillo un ordenador mucho más potente que aquellos gigantes de los que se sospechaba la presencia de una caja negra de misión indefinida, pero inquietante.
(Fuente: hombredesequilibrista) |
Hace unos años, la intimidad de las personas y su propia vida privada, era algo que se daba por hecho. Y cualquiera que quisiera violarla debía realizar un despliegue colosal (contratar detectives, colocar micrófonos, robar fotografías,...). Los amores se declaraban en dulzonas sesiones tête à tête, o en cartas con perfume de rosas. Muchos acuerdos se sellaban sobre la mesa pegajosa de algún bar, las órdenes se transmitían por mensajes cifrados y, muchas veces, en persona. Los odios se cocían en la intimidad, y sólo llegaban a la luz pública cuando provocaban sangre. La intimidad de la vida privada se mantenía por defecto, y cada cual era dueño de la suya. Salvo que la relevancia social o popular alteraran la ecuación. Y salvo que nos rodearan personas de servicio, que siempre han tenido cierta tendencia a la indiscreción, cuando no directamente a negociar con los secretos que, por su posición, llegaban a conocer.
Pero la evolución de la tecnología ha provocado que cada uno de nosotros, cada una de las empresas de todo el mundo, cada uno de los departamentos de todos los gobiernos del mundo, se haya convertido en el terminal de una gigantesca red de comunicación, por la que circulan continuamente ingentes cantidades de información, de todos los orígenes y con cualquier destino. La Red y todos sus agentes (operadores de comunicaciones, webs de todo tipo,...) se han convertido en el nuevo personal de servicio de cualquier ciudadano del mundo, en esta época tan tecnológica.
Hace unos años aparecieron las llamadas Redes Sociales, que tienen cientos de millones de usuarios en todo el mundo. Y, muy especialmente en los últimos tiempos, la proliferación de los llamados smartphones nos ha puesto en nuestro bolsillo un ordenador más potente que esos mainframes de la caja negra, con el que estamos permanentemente conectados a la Red. Hablamos, subimos fotos o vídeos a la Red, manejamos el correo electrónico,...
No es que hayamos renunciado a nuestra intimidad, pero hemos puesto buena parte de ella, más o menos dosificada, a disposición de otros: nuestros amigos de Facebook, o nuestros seguidores de Twitter, por ejemplo. Twiteamos (gorjeamos) sobre el tiempo que nos encontramos al levantarnos por la mañana, si hace Sol o llueve. Contamos a la Red si nos ha pillado un resfriado, y radiamos urbi et orbe nuestros viajes. Compartimos en Facebook esa noticia que nos ha chocado, o ese restaurante en el que hemos comido muy bien. O muy mal. Vociferamos (digitalmente) sobre las cosas que nos gustan y aquellas que odiamos. Y así aumentamos sin parar nuestra propia huella digital. Yo mismo, por ejemplo, si en este instante me busco en el universo digital (en Google) como "jmbigas" obtengo un total de (aproximadamente) 1.030.000 citas. Y jmbigas es simplemente la identidad digital preferente (que no única) que escogí y utilizo habitualmente en mi presencia en la Red. Y, además, no es exclusiva. Hay otras personas que pueden haber escogido esa misma identidad para algunas funciones; porque su nombre sea parecido al mío, o por cualesquiera otras razones.
Imagen de la película 1984 (Michael Radford, 1984) (Fuente: alt1040) |
Las indiscreciones (por puro placer, por pura maldad, o por puro interés) que podían cometer las amas de llaves, los mayordomos, las doncellas, las cocineras o los chóferes, ahora las tememos del nuevo personal a nuestro servicio. De Movistar, Vodafone, Orange... o de Google o Microsoft ... o de Facebook o Twitter... O de cualquier usuario que tenga acceso a esas informaciones nuestras que residen en una nube tecnológica inconcreta.
Además de la huella digital (todos aquellos contenidos e informaciones que yo mismo he aportado voluntariamente a algún lugar de la red) existe lo que se conoce como sombra digital. Es decir, todas aquellas informaciones que hacen referencia a mí, pero que no las he aportado yo mismo, por lo menos no voluntaria y deliberadamente. En mi sombra digital están, por ejemplo, todas las informaciones que cada año me remite la Agencia Tributaria para preparar la Declaración de la Renta, o mis sanciones de tráfico (si tuviera alguna). Y también las imágenes de mí que puedan haber tomado las cámaras de seguridad de cualquier parte: en las que aparezco subiendo o bajando del Metro, o pasando por delante de un edificio, o sacando dinero de un cajero. Y todas las fotografías tomadas por otros en las que aparezco yo, sea deliberada o accidentalmente.
El universo digital no cesa de crecer (en tamaño) de forma imparable. Porque, entre otras características, carece de la capacidad de olvidar. Para que el sistema (al menos parte de él) me olvide, alguien cualificado debe pedirle que me borre. Y eso despierta la cuestión de lo que se conoce como el derecho al olvido. Que parece que no es nada fácil de ejercer, porque va contra la tendencia natural del sistema a crecer sin límites. ¿Qué sucede cuando un usuario fallece? Pues, por defecto, nada de nada. Quedará un usuario inactivo, con toda su historia detrás, perfectamente accesible. Eso suponiendo que no haya alguien que suplante su identidad.
Cualquier smartphone de hoy es más potente que los grandes mainframes de hace 40 años. (Fuente: blogs21rs) |
Lo único que nos mantiene al abrigo del escrutinio del Gran Hermano es el déficit de atención. Porque el Sistema (como nosotros mismos, por otra parte) no tiene la capacidad de prestar atención a todo lo que se mueva. Lo sabe, sabe incluso que dispone de la información, pero no le presta atención. Del escrutinio nos salva nuestra propia insignificancia, nuestra irrelevancia, el anonimato. En la vida real, los secretos de nuestra vida que probablemente conozca nuestro chófer (suponiendo que tuviéramos uno contratado, claro) sólo tendrán algún valor si tenemos una buena dosis de popularidad o fama.
Pero, claro, aparte del Gran Hermano existen muchos Pequeños Hermanos, que por algún motivo (no siempre bienintencionados) pueden tener interés en las informaciones que hay en la Red y que me atañen. Puede tratarse de una antigua relación, algún enemigo que coseché siendo Presidente de mi Comunidad de Propietarios, algún posible empleador que quiere conocer lo que va a comprar, un rival político, etc.
(Fuente: androidpit) |
Estos días anda revuelta la red, porque se ha descubierto que muchos smartphones de los que llevamos en el bolsillo tienen instalada una pieza de software que reporta a su papá nuestra actividad. Una empresa legal (CarrierIQ) desarrolló un software legal, cubierto por una patente internacional, que permite recoger información sobre la actividad de un smartphone. El ámbito, el volumen y las características de la información recogida y retransmitida al operador podrá depender de cada operador. Y, lógicamente, a nadie le apetece dar demasiadas explicaciones.
Se rasga todo el mundo las vestiduras de que informaciones privadas puedan transmitirse al operador que nos presta el servicio. Parece que no acabemos de ser plenamente conscientes de que lo que hagamos con nuestro smartphone (a quién llamemos; qué mensajes enviemos y a quién; a qué webs nos conectemos; etc. etc.) no le importa a nadie, salvo que salgamos en las revistas, claro. La única cosa de cualquiera que tiene valor para alguien, es podernos catalogar en nuestro perfil de compradores potenciales. De lo que hacemos, de lo que decimos, de lo que contamos, de aquello con lo que nos emocionamos y de aquello que odiamos, resulta que acabamos teniendo un perfil determinado de comprador. Por ejemplo, para una empresa que se dedique a vender vinos de calidad, ¿qué valor puede tener identificar a una base de 10.000 clientes potenciales, compradores habituales de ese tipo de productos, y no tener que dirigirse a una masa amorfa de varios millones de consumidores sin cualificar?.
No nos engañemos. A estas alturas, el Gran Hermano no tiene ningún interés en controlarnos. Para prevenirnos de los Pequeños Hermanos, nunca deberíamos decir, contar o mostrar nada por la Red, que no fuéramos a hacerlo igualmente frente a la barra de un bar público. Claro que al paso que vamos, estaremos obligados a convivir con lo que hicimos en nuestra infancia y en nuestra juventud, durante todas nuestras vidas.
Pero el Gran Hermano lo único que quiere es vendernos algo.
JMBA
Aunque he publicado este artículo el lunes 12 de diciembre, como empecé a escribir un borrador el miércoles 7, esa es la fecha de publicación que finalmente ha aparecido. Disculpad las molestias.
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