En 1992 se desarrolló una campaña electoral en Estados Unidos, que le dio un vuelco a las previsiones iniciales. George Bush (padre) partía como vencedor, gracias a lo que el público percibía como éxitos de su gestión (final de la Guerra Fría, la Guerra del Golfo Pérsico tras la invasión de Kuwait,...). Los asesores de Bill Clinton, que acabó convirtiéndose en Presidente, intentaron focalizar la campaña en algo diferente, en temas donde la posición de Bush era menos sólida. Aunque inicialmente fue una simple nota interna de recordatorio para los miembros de la campaña demócrata, la frase "the economy, stupid" se convirtió en un eslógan, que se ha reutilizado (mutatis mutandi) en muchas ocasiones posteriores, para diversos temas. Su sentido es fácil de entender: hay que centrarse en lo importante, lo trascendente, lo significativo, lo relevante. Y hay que evitar volar a merced del viento de las opiniones preponderantes o mayoritarias.
Una de las torres inclinadas de la Plaza de Castilla de Madrid, con el logo de Bankia. (Fuente: ultimahora) |
En castizo podríamos decir que, a menudo, el árbol no nos deja ver el bosque.
En la crisis bancaria, o así, a la que parece que estamos asistiendo, se oyen muchas opiniones para todos los gustos. Desde las diatribas dialécticas extremistas contra los explotadores y los ricos de este mundo, hasta las acusaciones a los políticos que han manipulado a muchas instituciones según sus propios intereses (particulares o partidistas). Con muchos matices intermedios.
Pero encuentro a faltar un recordatorio, una llamada de atención, que ponga el énfasis en que lo realmente importante para los Bancos (y las Cajas de Ahorro) debería ser centrarse en su negocio, en el núcleo de su razón de existir. Un negocio (y un modelo) que muchas veces se ha abandonado o incluso traicionado, persiguiendo otros objetivos no siempre confesables. Es el Negocio, estúpidos. Cuando una entidad va mal, hay que analizar si su Negocio (el básico, el core) funciona correctamente o no. Si no funciona, malo, malo. Y también, si acaso, si han abandonado ese negocio central, persiguiendo quimeras financieras y codicias de corto plazo. En este caso, toca reprender a los gestores.
Hablaré de los Bancos en general, pero creo que muchos de los temas y problemas son comunes con las Cajas de Ahorro (aunque hoy ya todas están prácticamente bancarizadas, salvo lo que quede, si queda algo, de su Obra Social).
Un Banco es una empresa. Como todas las empresas, su objetivo es vender bienes o servicios a otras empresas o a particulares, que pagan dinero por ellos. Hay empresas que fabrican automóviles, hay otras que nos suministran electricidad a los hogares o industrias, hay otras que nos preparan comidas (para ahorrarnos tiempo o para aumentar el placer), e incluso otras que nos dan servicios de asesoría de cualquier tipo, o que nos ofrecen transportarnos a otros lugares en tren, en avión o en barco. Para todas ellas su razón de ser son sus clientes: las personas o empresas que están dispuestas a pagar un cierto precio (habitualmente definido por un equilibrio de oferta y demanda, por unas condiciones de competencia de mercado o por una regulación gubernamental) a cambio de los bienes o servicios que esas empresas pueden proporcionar.
La singularidad de los Bancos es que lo que suministran es dinero. Y, curiosamente, dinero a cambio de dinero. Es decir, el dinero también tiene un precio, como el resto de recursos necesarios para llevar adelante cualquier actividad humana. Un precio que, por cierto, puede variar en función de muchos y variados factores.
Desde este punto de vista, los clientes de los Bancos son aquellos particulares y empresas a quien el Banco ha vendido dinero (a cambio de un cierto precio). A diferencia de otras operaciones de compra/venta, que se realizan puntualmente y se pagan en el acto (asumamos esta simplificación), la venta de dinero es una operación de largo plazo. Para quien vende un coche a un particular, la transacción termina en cuanto el cliente lo paga. A partir de ahí, a ese cliente intentará velarlo y atenderlo el Servicio Técnico, para asegurar un mantenimiento correcto que garantice su utilización en las mejores condiciones. Para que el cliente quede satisfecho de su compra. Pero para el fabricante, ese cliente deja de serlo en cuanto lo ha pagado, y sólo intentará mantener la relación con él, por la esperanza de que pueda volver a comprar un coche nuevo (de la misma marca) en el plazo de unos años.
La relación de un Banco con sus clientes es algo más compleja. Porque el dinero realmente no se vende, sino que se cede el derecho a utilizarlo durante un cierto tiempo, bajo unas condiciones estrictamente pactadas. Pero, al final, el cliente deberá devolver el dinero que el Banco le prestó, aparte de pagar el precio estipulado por su utilización. Hasta cierto punto, su modelo de negocio se parecería más al de una empresa de alquiler de automóviles que al propio fabricante.
En este tipo de transacciones hay que considerar, pues, un factor adicional, que es el riesgo. Al final del período el Banco debe recuperar el dinero cuya utilización cedió. Del mismo modo que quien alquila un autómovil durante unos días puede acabar estrellado en alguna cuneta, y el coche cedido convertido en pura chatarra con ningún valor, quien toma dinero prestado de un Banco puede acabar no devolviéndolo por muy diversas razones. El alquilador de automóviles intenta asegurarse ante estas eventualidades: una tarjeta de crédito donde cargar los gastos inesperados, un seguro que cubra los desperfectos, etc. etc. El objetivo de todo ello es que la única obsesión del alquilador de automóviles sea conseguir suficiente número de clientes para obtener un rendimiento correcto de su stock de coches. La única amenaza para su modelo de negocio es que los coches estén parados, sin ser utilizados por ningún cliente.
Cualquiera que ofrezca vender (o arrendar) un bien o un servicio, tiene que disponer previamente de él. Por eso los alquiladores de automóvil se preocupan de realizar compras de lotes de coches a los fabricantes, en las mejores condiciones que puedan conseguir. Además, deben preocuparse de que los coches estén físicamente en el lugar donde hay clientes dispuestos a pagar por su utilización durante un cierto período.
Para los Bancos este problema es menor, ya que no tienen ninguna dificultad logística. El dinero puede fluir de modo instantáneo allí donde se le requiera. No hay que transportarlo, ni disponer físicamente de él allí donde hay un cliente dispuesto a pagar por utilizarlo durante un tiempo. En este sentido lo tienen más fácil para organizarse.
Un Banco, pues, para desarrollar su negocio debe disponer de un stock de dinero, de capital. Para disponer de él tiene muchos métodos. Recordaba ayer a esos bancos familiares primigenios, que ilustran el modelo básico. Si yo (o mi familia) tenemos dinero, a través de ese Banco puedo encontrar clientes que estén dispuestos a pagar un cierto precio por utilizarlo durante un tiempo. Es decir, le puedo sacar rentabilidad a ese capital para el que mi familia no tiene otro uso. Si consigo más clientes de los que puedo satisfacer con el dinero que tengo, puedo recurrir a impositores: terceros (particulares o empresas) dispuestos a prestar su dinero al Banco durante un tiempo, a cambio de una cierta remuneración pactada. El modelo del Banco está a salvo si la diferencia entre la remuneración que le pagan por el uso del dinero y el que debe pagar por el uso del dinero de terceros es suficiente para pagar los costes de funcionamiento del propio Banco.
El negocio básico de los Bancos se parece al de los alquiladores de automóviles: ceden por un tiempo la utilización de un recurso (el dinero) a cambio de una remuneración pactada, y la devolución del recurso. (Fuente: sixt) |
Por cierto, esta actividad de intermediario entre los que tienen dinero y los que lo necesitan temporalmente alumbra una oportunidad adicional de negocio para los Bancos. Pueden actuar también de intermediarios entre sus propios clientes y aquellos otros particulares o empresas con quienes su cliente mantiene relaciones económicas de cualquier tipo. Nace así el concepto de Cuenta Corriente, esa especie de cartera electrónica que nos descarga de la necesidad de movernos permanentemente con el fajo de billetes en el bolsillo. Nos ingresan dinero a esa CC las empresas para quienes trabajamos, o los clientes a quienes hemos vendido algún bien o servicio, y del dinero en esa CC pagamos las facturas de la electricidad o de los proveedores en general, a quienes hemos comprado algún bien o servicio. Aunque los Bancos pueden cobrar alguna comisión por este servicio, es habitual que no le cueste nada al impositor, a cambio de que el Banco dispone de ese dinero prácticamente sin tenerlo que remunerar. Si el número de impositores es suficientemente elevado, el Banco puede contar con que la probabilidad de que todos ellos quieran retirar su dinero el mismo día es remota; por ello, podrán contar con una parte de ese dinero como capital estable del que disponer para aumentar su negocio natural.
Siempre, claro, que la gestión del riesgo sea correcta. Es decir, que sus clientes le devuelvan sin falta el dinero utilizado, al final del período acordado. Y que le paguen por su utilización el precio acordado.
Si fuera posible asegurar un funcionamiento con riesgo cero, en el límite un Banco podría funcionar sin capital propio. Sin embargo, y dado que estas condiciones ideales son imposibles de asegurar, las autoridades (la Administración, los Gobiernos) imponen algunas condiciones a las empresas que quieren poder funcionar públicamente como Bancos. En particular, les exigen disponer de una cierta cantidad de capital propio. Y, además, a cambio de cumplir esas exigencias, protegen a los impositores con el margen de confianza que da saber que la entidad está cubierta por la Administración.
Para atender a estas necesidades de capital, el Banco puede decidir emitir acciones, es decir, permitir a terceros que participen del capital del Banco, y que puedan ser remunerados (por ejemplo, mediante dividendos) en función de los beneficios que consiga la entidad por llevar a cabo su actividad. O puede emitir otros instrumentos financieros (bonos, pagarés,...) con un rendimiento pactado a cambio de poder utilizar ese dinero durante un período de tiempo. Todos estos instrumentos financieros tienen su propio nivel de riesgo, que debe ser conocido por el inversor antes de tomar su decisión. El valor de las acciones dependerá de la marcha de la entidad; percibir dividendos (y su cuantía) dependerá de la capacidad de la entidad en generar beneficio; y la remuneración (o incluso la devolución del capital) de otro tipo de instrumentos puede verse comprometida bajo determinadas circunstancias.
Si la entidad goza de confianza, podrá también financiarse a partir de los mercados de capital, mediante préstamos o créditos de muy diversas características y condiciones. Los mercados de capitales, en general, basarán sus estrategias en una cierta ecuación entre la rentabilidad y el nivel de riesgo (real y/o percibido). A un riesgo nulo le corresponderá una rentabilidad modesta y al revés. Por eso nos está costando tan cara la Deuda Pública en estos tiempos, por una percepción de los mercados de un elevado riesgo para España. La famosa prima de riesgo.
Conviene aquí no perder de vista el modelo básico (es el Negocio, estúpido). Un Banco necesita disponer de capital (lo más barato posible) para poderlo prestar (lo más caro que le permitan la competencia y las condiciones del mercado). Y la buena gobernanza de una entidad de ese tipo debe basarse en la correcta gestión (y cobertura) del riesgo.
Con este modelo básico en la cabeza, no hay ninguna necesidad objetiva de que los Bancos sean muy grandes para poder sobrevivir.
Pero el funcionamiento de los Bancos reales se ha ido convirtiendo en mucho más complejo y sofisticado. Por ejemplo, para limitar el riesgo, puede decidir hacerse con capital de terceros a cambio de venderles las deudas (por ejemplo, una parte de los préstamos que ha concedido a terceros -particulares o empresas-). El comprador paga un dinero a cambio de hacerse con el derecho de recibir de los deudores la remuneración pactada con el Banco, y el propio capital prestado al final del período correspondiente. Y también compra el riesgo (y por tanto libera al Banco de él) que esas deudas puedan tener. Empieza con estos movimientos lo que se llaman los derivados (o productos financieros derivados).
La extensión ad infinitum de esta práctica, incluyendo deudas de baja calidad (de elevado riesgo), es lo que provocó el inicio de esta crisis financiera mundial, las llamadas hipotecas subprime. Deslumbrados por una abundancia obsesiva de capital, de crédito (desbrozar su origen sería objeto de otra conversación), muchos particulares aceptaron dinero prestado, aunque tuvieran escasas posibilidades de poder cumplir las condiciones pactadas para su devolución. Pero las entidades estimaron que, existiendo una garantía inmobiliaria (una vivienda, un local, un solar,...) cuyo valor pensaban (genuina o espúreamente) que no cesaría de aumentar en los años y décadas siguientes, el riesgo era muy limitado y asumible.
No ha pasado ni un año desde esta imagen de la salida a Bolsa de Bankia. (Fuente: tusdepositos) |
Ese efecto se vio multiplicado y amplificado por las pingües remuneraciones que se ofrecían a los empleados (brokers, directivos) que consiguieran vender esos paquetes de deuda a terceros (al margen de su calidad intrínseca, o precisamente debido a su baja calidad real).
El efecto de este tipo de prácticas es el de la Bola de Nieve. Cada vez se va haciendo más grande y se desliza a mayor velocidad. Pero no existe ninguna pendiente en ninguna montaña del mundo que sea infinita. En algún momento se llega al llano, y la Bola se espachurra y deja a la vista que no todo es nieve en su interior: ha arrastrado piedras, guijarros, arena, porquería en su recorrido.
Metidos ya en movimientos de este tipo (la segunda o tercera derivada de la actividad bancaria), sí resulta imprescindible tener un gran tamaño para poder sobrevivir. Porque la economía está muy globalizada, y las sinergias que proporciona ser una entidad muy grande son las que permiten acceder a los capitales más baratos y prestarlos donde se esté dispuesto a la remuneración más alta. Sólo una entidad que sea visible desde la economía global puede sobrevivir en esas aguas turbulentas. Pero con ese aumento de tamaño, algunas entidades se convierten en sistémicas, es decir, que su quiebra o desaparición podría hacer tambalear a todo el sistema financiero; por ello las autoridades se ven obligadas a protegerlas, para evitar que eso pueda llegar a suceder. Una entidad como Bankia, por ejemplo, gestiona del orden de un cuarto de billón de euros en recursos, tiene hasta 400.000 accionistas minoritarios y 10.000.000 de clientes. Realmente, no sabemos cuántos de esos diez millones son clientes de verdad, es decir, que tienen deudas con Bankia, y cuántos son simplemente impositores, cuentacorrentistas o depositantes.
Llevamos ya varios años en España sumergidos en una permanente reforma financiera. Existe una auténtica obsesión por conseguir entidades de mayor tamaño, y por lo tanto, que sean más visibles en los mercados internacionales y que tengan mejores capacidades de supervivencia o incluso de excelencia. Se viene persiguiendo que esa Bola de Nieve sea cuanto más grande, mejor. Pero da la sensación de que se ha obviado bastante la validación sobre lo que la Bola encierra en su interior. Si la Bola parece de Nieve, pues será Nieve lo que hay en su interior, y todos felices.
Las instituciones internacionales han venido realizando múltiples pruebas de solidez (los llamados stress tests) a todas las entidades financieras. El Gobierno nos decía que las instituciones financieras españolas eran de las más sólidas y solventes del mundo. Estábamos en la Champions League de la Economía, y la mayoría de nuestras entidades, en general, superaban con nota ese tipo de pruebas. Y eso probablemente fuera cierto. Pero las laderas de nuestra montaña tienen más piedras y arena que otras vecinas. La implicación de muchas de nuestras entidades con la locura del ladrillo, los enormes préstamos concedidos (con sensación de riesgo nulo) a promotores inmobiliarios, constructoras y particulares van quedando a la vista cuando la Bola de Nieve se espachurra. La hipótesis (de un cierto modelo de negocio desquiciado, o incluso de las propias pruebas de esfuerzo) resultó falsa, y muchos de esos solares, promociones , viviendas, locales o plazas de garage no solamente tienen un valor muy inferior al que se había pensado, sino que además son activos mucho menos líquidos de lo que se asumió: nadie quiere comprarlos. Posiblemente algunos estén esperando a que sus precios se desmoronen definitivamente, para conseguir auténticas gangas.
Con esto llegamos a los llamados Activos Tóxicos. Propiedades que han pasado a poder de los Bancos, al no poder hacer frente a los préstamos sus anteriores dueños (que han sido incapaces de venderlos, o incluso de terminar su construcción). Y que han ingresado como activos de la entidad a los precios a los que se tasaron, pero que, hoy por hoy, son absolutamente irreales. Posiblemente un piso terminado pueda acabar vendiéndose (a algún precio). Pero las promociones a medio hacer o los solares, posiblemente tienen un valor prácticamente nulo hoy en día.
De ahí vienen los principales problemas que están arrastrando nuestras entidades financieras. Las más grandes tienen una actividad más diversificada (incluso en otros países del mundo) y el impacto del ladrillo nacional es menor sobre sus cuentas de resultados y sobre su solvencia general. Pero el caso de Bankia es ejemplar: tanto Caja Madrid como Bancaja eran posiblemente las dos entidades con una exposición mayor a los préstamos inmobiliarios; y el resto de cajas más pequeñas que también formaron parte de la fusión aportan sus granitos de arena en la misma dirección. La Bola de Nieve se hizo mucho más grande, pero dentro hay mucha piedra y arena. Y eso sin incluir en la imagen las múltiples (y nefastas) decisiones financieras que los políticos les obligaron a aceptar. Cuando los que deciden no son los profesionales, siempre hay mucho riesgo. Manejar (como han hecho muchos políticos) las Cajas de Ahorro como si fuera la bota de San Farriol (esa que nunca tenía fondo) es, simplemente, una iniquidad. Que debería acabar en la cárcel.
Imagen clásica de una maravillosa promoción inmobiliaria. El Ladrillo Nacional (Fuente: empresaslider) |
¡Qué pena que el maestro Berlanga haya muerto, porque podría hacernos sonreír con un nuevo episodio de su trilogía: El Ladrillo Nacional!.
Ahora, una vez más, todos quieren realizar catas de las Bolas de Nieve, para determinar la proporción de piedra y arena que contienen. La Unión Europea insiste en realizar evaluaciones independientes de la exposición al ladrillo, y verificar la calidad del capital que las entidades dicen poseer. Y el Gobierno no para de exigirles mayores reservas de capital como cobertura de esos descomunales riesgos (o ya mejor, realidades).
Como es habitual en todas las empresas, las tragedias económicas de las empresas las provocan los clientes, cuando estos dejan de comprar, no pueden seguir haciéndolo, buscan a otros proveedores alternativos, o la empresa se vuelve incapaz de suministrarles lo que buscan. Si una entidad no da crédito, se aleja de su modelo de negocio básico, y se huele la sangre. Acosada por su inacabable reserva de activos tóxicos, exagera la evaluación de riesgo de cualquier préstamo nuevo. Y si la propia demanda de crédito decrece, porque los clientes (todos nosotros) somos cada día más pobres, están servidos los ingredientes de la función.
El resto de actores de esta tragicomedia (impositores, accionistas,...) son sufridores en casa, que temen ver mermadas sus participaciones en el capital de Bankia. Por supuesto, el contrato con los impositores es claro, y para nada peligran sus ahorros. El caso de los accionistas (y para el caso, obligacionistas, bonistas, o lo que sea) es otro. Sabían que estaban realizando una inversión no carente de riesgo, y ahora tendrán que hacer frente a él.
El resto de actores de esta tragicomedia (impositores, accionistas,...) son sufridores en casa, que temen ver mermadas sus participaciones en el capital de Bankia. Por supuesto, el contrato con los impositores es claro, y para nada peligran sus ahorros. El caso de los accionistas (y para el caso, obligacionistas, bonistas, o lo que sea) es otro. Sabían que estaban realizando una inversión no carente de riesgo, y ahora tendrán que hacer frente a él.
En estas circunstancias es cuando sería muy conveniente ese movimiento que, en condiciones de crisis, se acostumbra a llamar Back to Basics. Es decir, la vuelta a la cordura de lo que es el negocio bancario en su origen: disponer de dinero cuya utilización por un período de tiempo se pueda ceder a terceros, que estén dispuestos a pagar por ello una remuneración conveniente.
No estoy de acuerdo con los que dicen que las entidades financieras fueron los causantes de la crisis. Para que la crisis haya llegado a tener las dimensiones trágicas que ha alcanzado, fue necesario que muchos ciudadanos y muchas empresas, engañados o autoengañados, aceptaran dinero prestado más allá de sus posibilidades razonables de devolverlo. Pero sí son las entidades las que más beneficio sacaron de ello, con su actitud temeraria y confiada, con su actitud cortoplacista y miope cuando se estaban negociando hipotecas a 40 años (con clientes de 45). Sólo se puede engañar al que se deja. Lo que ocurre es que sí ha habido una ruptura de la confianza que muchos ciudadanos podían tener en sus entidades bancarias. Desde su relativo desconocimiento, confiaron en lo que les proponían los que tenían por profesionales de las finanzas. Las entidades (y sus empleados, incentivados para ello) abusaron de la confianza cuando actuaron guiados por sus intereses en el corto plazo, y escondieron deliberadamente los aspectos más relevantes de riesgo de lo que estaban proponiendo a sus clientes. Abusaron de la confianza cuando proponían préstamos hipotecarios por el 120% del valor tasado de una vivienda a quien difícilmente podría hacer frente a ellos, en el largo plazo. Abusaron de la confianza al proponer a jubilados o a iletrados financieros la compra de participaciones de algunas Cajas, escondiendo el hecho de que eran inversiones de alto riesgo y sin posibilidad real de recuperar a voluntad el dinero invertido.
Quizá no hubo violación, pero sí son culpables de estupro; delito por el que habría que juzgarles.
Ha llegado el momento del acto de contrición, del Back to Basics (vuelta a lo básico), de volver al perímetro de las actividades definidas muy claramente en su modelo primigenio, y abandonar ese tipo de actividades de alto riesgo, para el que, manifiestamente, no estaban preparadas. Ni ellas ni sus clientes habituales. Quizá haya que fragmentar algunas entidades, para disgregar sus diferentes actividades. Recuperar los bancos minoristas (que atiendan las necesidades de sus clientes particulares), separados de los Bancos de Finanzas (para usuarios más avanzados) o de las Sociedades Hipotecarias, que lidien con los temas inmobiliarios y los larguísimos plazos.
O separamos las manzanas podridas, o toda la cesta se pudrirá.
Es el Negocio, estúpidos.
JMBA
Pues nada. Los bancos tendrán que volver a lo básico. Todos tendremos que volver a lo básico...
ResponderEliminarEs agradable ver artículos tan en profundidad sin caer en el favoritismo hacia una tendencia u otra. Con lo fácil que era aquí dejarse llevar por una visión neoliberal o por una neokeynesiana y, sin embargo has logrado evitar tomar partido.
ResponderEliminarUn verdadero placer y un buen artículo de referencia.