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lunes, 7 de febrero de 2011

El Poder de la Calle

Nunca me he fiado demasiado del Poder de la Calle, de esas revueltas iniciadas con grandes concentraciones callejeras gritando eslóganes, quemando retratos o banderas y generando, básicamente, desorden y desestabilización. Seguramente eso me pasa porque a mí nunca me ha gustado ocupar la calle, ni participar en manifestaciones y demás.
Hosni Mubarak, por el momento Presidente de Egipto
(Fuente: absolutegipto)

Me agobian las multitudes y, además, nunca consigo estar al 100% de acuerdo en todo lo que los manifestantes defienden o, sobre todo, condenan. La calle es un entorno bastante primitivo y tribal, que carece por completo de matices. Para participar en ese tipo de desórdenes callejeros, hay que comulgar por completo con algún lema básico. Por eso las revueltas callejeras que triunfan son las que tienen un objetivo inmediato, simple y sin fisuras. Por ejemplo, cargarse a un gobernante o a un régimen entero.

El poder de la calle es básicamente destructor y desestabilizador, y de ahí viene su principal riesgo. Con una intención expresable en cuatro palabras (o incluso en dos, Fuera Mubarak), su éxito radica en conseguir crear el caos. Acabar con un Gobierno, con un régimen, con un sistema, está al alcance de la calle. Especialmente si hay motivaciones económicas básicas (una carestía de la vida, por ejemplo, que no permite ni siquiera subsistir a una gran mayoría). Las motivaciones políticas son postizas en las revueltas callejeras.
Miles de personas protestando en la Plaza de la
Liberación de El Cairo
(GETTY; Fuente: El País)

Distingo aquí entre manifestaciones (de duración limitada y definida, a menudo con motivaciones políticas; en las que los participantes hacen un alto en su actividad cotidiana para manifestar su opinión en la calle) y las revueltas callejeras (de duración ilimitada e indefinida; donde la mayoría de participantes cambian una realidad ociosa por necesidad por otra beligerante y muy crítica con el poder, por el tiempo que haga falta hasta conseguir su objetivo, o sucumbir).

A lo que estamos asistiendo estas últimas semanas (en Túnez, primero; en Egipto, de modo muy especial; en otros países como Yemen o Jordania de modo más periférico) son auténticas revueltas callejeras, provocadas por la ira popular contra un Gobierno y/o un régimen que les ahoga sus perspectivas vitales, que les oprime sus economías familiares más allá de los límites de subsistencia. Normalmente, las motivaciones políticas se añaden con fines de alcanzar la generosidad y benevolencia de los medios internacionales, más proclives a entender y apoyar revueltas por la democracia que para poder comer todos los días.

Mientras el conjunto de la humanidad se encuentre en niveles muy diferentes de la Pirámide de Maslow, conviene maquillar un poco las motivaciones para que resulten más fácilmente comprensibles (y compartibles) por los otros. Cuando la mayoría de la población de los países del llamado Tercer Mundo (o incluso de algunos de los países emergentes) se debaten por completar su nivel de Fisiología (alimentación, descanso,...), la población del mundo llamado desarrollado tiene cubiertas sus necesidades básicas, y puede dedicarse a los niveles de Reconocimiento o de Autorrealización.
Ciudadano egipcio rezando ante los tanques
(Autor: John Moore; Fuente: RTVE)

El gran riesgo del poder de la calle es su carácter solamente destructivo. Cuando parece haberse conseguido el objetivo de destruir lo que se quería destruir (el autócrata de turno ha decidido huir del país, o ha aceptado cambiar su régimen) cunde el desconcierto. Porque, para la siguiente fase, hacen falta otros actores que no son el poder de la calle. Hacen falta los actores políticos, que se dediquen a construir una realidad diferente, un régimen nuevo, un Gobierno con otras inquietudes.

Hemos de partir de la base de que cualquier régimen dictatorial o autocrático se sostiene gracias a diversos factores. Por una parte, el soporte de una parte de la población (posiblemente los que se aprovechan de ese régimen), y por otra el apoyo interesado de algunos estamentos internacionales. A la hora de construir, todos los actores políticos (la oposición, si existe con formas definidas; las fuerzas políticas que soportaban al régimen derrocado, intentando evitar desaforados e injustos ajustes de cuentas; los organismos internacionales) deben acordar los nuevos criterios para reformar el Gobierno de un modo que sea sostenible. En esta fase abundan las dudas; la ira de la calle puede crecer de nuevo, al ver a ciertos integrantes del régimen destruido sentados en la mesa con otras fuerzas prohibidas hasta ese momento, y cunde el temor de que lo nuevo se parezca demasiado a lo antiguo para que sea del gusto de todos.

Apoyados y aupados por el poder de la calle pueden prosperar ciertas fuerzas o líderes que acaben siendo peores que los derrocados. Un buen ejemplo de este hecho perverso podría ser la Revolución Francesa. Destruir el Antiguo Régimen fue hecho, básicamente, por la calle. Pero los nuevos gobernantes introdujeron nuevos factores de distorsión, y el país tardó casi treinta años en encontrar un nuevo rumbo sostenible y sosegado. Francia tuvo que pasar por los Girondinos, por los Jacobinos, por el Terror, por el Imperio de Napoleón,... hasta empezar a encontrar una senda nueva y de futuro.
Piedras para combatir a los partidarios del régimen
(Autor: Manuel de Almeida; Fuente: RTVE)

Las revueltas inspiradas desde la calle pueden ser una catapulta para ciertos Salvadores de la Patria, que son la peor especie política de las que conocemos.

Por eso hay que ser muy cuidadosos en cómo se solidifican las conquistas de la calle en un nuevo régimen que represente un avance y un progreso para todos. Uno de los motivos por los que Mubarak, por ejemplo, ha sido un aliado y ha estado protegido por Occidente (incluyendo a Israel, hoy uno de sus principales defensores) lo podríamos delimitar en su papel de dique frente al extremismo islámico (Al-Qaeda y sus franquicias). Por eso hoy uno de los principales temores que asolan las cancillerías de los países desarrollados  tiene que ver con la posibilidad de que las revueltas callejeras acaben llevando a la creación de un nuevo estado islámico fanatizado, excluyente y destructor del hereje.

Los Hermanos Musulmanes, por ejemplo, proscritos y condenados al ostracismo, a la marginalidad e incluso a la clandestinidad por el régimen de Mubarak, ya se han sentado estos días en alguna de las mesas políticas que tienen por objetivo definir el marco de un nuevo régimen para Egipto.

Estos episodios vividos en las últimas semanas puede representar una oportunidad fantástica para el mundo en general, y para el mundo árabe muy en particular. Puede dar lugar a una transición política (y económica), que lleve a estos países a una cierta modernidad, que no se podía ni soñar con el régimen anterior. Pueden dar a luz a nuevos regímenes más igualitarios, más democráticos, donde sus ciudadanos consigan una mejor redistribución de la riqueza y de las rentas, y se puedan desarrollar en esos países unas nuevas clases medias, que son, a fin de cuentas, los grandes garantes de la estabilidad de un país.
Barricadas en las calles egipcias
(Fuente: Público)

Cuando en un país solamente existen unas exiguas clases altas, hipermillonarias por haber participado del expolio de las riquezas perpetrado por el régimen, y unas inmensas clases populares en el umbral de la miseria, no hay realmente nadie que esté preocupado por el progreso del país. A los ricos, si las cosas se ponen mal, siempre les queda el recurso de las huidas doradas a sus mansiones de París, de Londres, de Berlín o de Nueva York, y vivir opíparamente de los caudales exportados ilícitamente del país. Y a las clases  miserables, el país se la trae al pairo, pues nada tienen que perder.

Estos escenarios de transición son extremadamente delicados, ya que un paso equivocado puede llevar a empeorar las cosas todavía más, y a sustituir a unos opresores por otros, a unos ricos por otros (oligarcas y/o mafiosos), sin que ningún cambio o progreso llegue de verdad a las clases populares. Para ilustrar estos hechos, recomiendo la lectura del libro El Malestar en la Globalización, de Joseph E. Stiglitz (Premio Nobel de Economía 2001)(¡gracias, Pilar!). En él se revisan los grandes errores cometidos por algunos gobernantes que siguieron ciegamente las consignas de ciertos organismos internacionales, especialmente el FMI (Fondo Monetario Internacional).

Entre los escenarios que se analizan en el libro, está el de la transición (política y económica) de los antiguos países del bloque soviético en la Europa de finales de los 80 y de los 90. Desde cierto punto de vista, podríamos comparar la situación de esos países ante el desmoronamiento del poder aglutinador del Kremlin con la que pueden afrontar en los próximos tiempos países como Túnez, Egipto o el resto de la zona. Entre los países del antiguo bloque soviético podríamos distinguir a algunos excelentes alumnos del FMI (como Rusia), con nefastos resultados para el país, y a otros alumnos mucho más díscolos (como Polonia) con resultados para el país, en el medio y largo plazo, mucho más positivos. En esos casos, el éxito depende, básicamente, de la rapidez (o lentitud) y la prioridad con las que las necesarias reformas se lleven adelante. Si se persigue un gran éxito en el corto plazo, habitualmente ello conlleva un fracaso para el país en el medio plazo. Los nuevos oligarcas y sus mafias sustituyen en el poder a los antiguos gobernantes, y para la gran mayoría de la población no hay ningún avance, sino más bien una caída sin red y con mucho sufrimiento.
Mohamed el Baradei, Premio Nobel y opositor a Mubarak
(Hans Punz/AP; Fuente: The Guardian)

En la que pueda ser la transición de algunos países árabes, la principal inquietud para Occidente es la constitución de nuevos estados islámicos que acaben siendo refugio de terroristas. Ahí deben desempeñar un papel muy importante las fuerzas políticas musulmanas moderadas. En la Europa de la segunda mitad del siglo XX, jugaron un papel muy importante las fuerzas políticas identificadas como Democracia Cristiana. Resulta muy estimulante pensar que unas fuerzas políticas a las que podríamos denominar como Democracia Musulmana puedan desarrollar un papel equivalente en los países árabes en este siglo XXI. Que puedan llevar adelante las reformas necesarias, que puedan contribuir a una mejor distribución de las rentas, y que puedan sacar a la mayoría de población de esos países de los umbrales de pobreza en que lleva instalada demasiado tiempo ya. Que sean capaces de desarrollar el armazón de nuevos estados democráticos, que velen principalmente por el bienestar de sus ciudadanos. Que aprendan a convivir incluso con lo que no les gusta (como el Estado de Israel).

Desde luego parece una posibilidad que conviene alimentar. Eso sí, no exenta de riesgos, que habrá que vigilar y limitar. El Poder de la Calle sirve para consumir y destruir los regímenes antiguos; pero para construir lo nuevo hacen falta otros mimbres que, con seguridad, existen en esos países. Que se construya utilizando los mimbres buenos debería ser la única obsesión de los países desarrollados y de los organismos internacionales. Los Estados dique deberían ser ya cosa del pasado, porque sólo alimentan gobernantes corruptos y poblaciones empobrecidas. Y la famosa frase de Kissinger sobre Noriega, sí, es un h... de p..., pero es nuestro h... de p... debería darse por zanjada en este nuevo siglo.

Creo que los aromas que percibimos nos deben llevar por esa senda de esperanza.

JMBA

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