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jueves, 5 de agosto de 2010

¿Clochards de nuevo cuño?

El clochard forma parte de la imagen urbana de las grandes ciudades de Francia desde hace mucho tiempo. Se trata de los que allí conocen (con su afán habitual por los apócopes y las siglas) como SDF (Sin Domicilio Fijo).

(Chicos, chicas y perros, en el boulevard François Mitterand, Clermont-Ferrand, domingo, nueve de la mañana. JM Bigas. Julio 2010).

La mejor traducción al castellano de esta palabra la rubricó Disney cuando la (ñoña) película La Dame et le Clochard se tituló en España como La Dama y el Vagabundo. Aceptemos, pues, que el clochard es un vagabundo, aunque existen bastantes matices que conviene no olvidar.

El clochard tradicional es alguien que de modo más o menos voluntario, se ha marginado de la sociedad mayoritaria, sobrevive como puede por la calle, y es víctima habitualmente de alguna adicción (la más frecuente, el alcoholismo; por eso a menudo se considera al clochard como un vagabundo borrachuzo). A menudo puede compartir su existencia con un perro de compañía, que quizá le pueda proteger de las agresiones de algunos intolerantes violentos.

El clochard es un ser básicamente solitario, pero muy solidario en general con los que comparte el margen de la calle. Sus preocupaciones se limitan a ver cómo pasar el tiempo, a intentar conseguir lo que sea para comer (y beber), y así sobrevivir un día más.

Sin embargo, en mis viajes por Francia en los últimos años he detectado lo que me parece que son grupos de clochards de nuevo cuño. Está claro el problema que existe en Francia con los inmigrantes de segunda generación, habitantes del banlieu de las grandes ciudades, sin esperanzas de cambio en su vida, y que generan periódicamente episodios de violencia urbana. Ya he hablado de este tema en otra ocasión (http://jmbigas.blogspot.com/2010/07/los-disturbios-de-banlieue.html) pero creo que no tiene nada que ver con el fenómeno que quiero comentar hoy.

(Chicos, chicas y perros en la Place Sainte Anne, Rennes. JM Bigas. Agosto 2007).

La primera vez que detecté este fenómeno fue en Rennes (Ile et Vilaine, Bretaña) una capital de provincia de algo más de doscientos mil habitantes, en Agosto de 2007. En la Place de Sainte Anne, pleno centro de la ciudad, está la monumental iglesia de Saint-Aubin. Allí, a media tarde, entre los cientos de paseantes de clase media, que iban y venían de su trabajo, o de compras, hablando por el móvil, había un grupo de una decena de jóvenes (chicos y chicas) con varios perros firmemente sujetados por sus correas, con vestimenta de estética marginal (paramilitar, abundantes piercings, trenzas y rastas). No se metían con nadie, no abordaban a los paseantes para pedir dinero, pero parecían simplemente estar allí, dejando pasar el tiempo y hablando entre ellos.

Sin embargo, el grupo constituía una anomalía en el paisaje urbano de la plaza. Podría tratarse de alguna tribu urbana, pero no he encontrado referencia clara a este tipo de grupos en Internet. Podría tratarse de okupas o squatters, pero la especial atención que prestaban a los perros me sugería la posibilidad de algún tipo de tráfico o actividad ilícita (¿quizá peleas clandestinas?). O quizá los perros eran su herramienta de defensa de su particular territorio, frente al de otros grupos marginales o tribus urbanas. Parecían conscientes de ocupar un cierto margen de la sociedad, pero a la vez daba la sensación de que eran especialmente cuidadosos para no transgredir ciertas líneas rojas que pudieran acabar provocando una intervención policial justificada. Lo que sí era claro es que no había connotaciones raciales. Desde luego no parecían inmigrantes (no eran magrebíes ni de raza negra), y podían ser perfectamente franceses de siempre, o de otros países europeos.

Se me quedó el tema archivado en la memoria, sin más, y saqué la conclusión de que Rennes parecía una ciudad con bastante marginación, y una sensación en la calle más inquietante que en el propio centro de París.

Un año más tarde (en Mayo de 2008) tuve ocasión de pasar una noche en Charleroi, en la zona francófona de Bélgica. Charleroi es una ciudad que seguramente muy poca gente visitaría, si no fuera porque una compañía de low cost (Ryanair, para el caso) se empeña en utilizar su aeropuerto como alternativa más económica al Aeropuerto de Bruselas. Está en el centro de una región económicamente deprimida (antiguas industrias metalúrgica y del carbón cesaron progresivamente su actividad, provocando un elevado desempleo).

(Iglesia de St. Christophe, Place Charles II, Charleroi, Bélgica. JM Bigas. Mayo 2008).

La Plaza de Charles II, de geometría prácticamente circular, está en la parte más elevada de la ciudad. En ella hay varios edificios singulares, como el propio Ayuntamiento, o la iglesia de Saint Christophe. Otra vez a media tarde, y contra los muros de la iglesia, pude ver otro grupo parecido al de Rennes del año anterior. Más numeroso (quizá quince o hasta veinte personas) con media docena de perros. Misma apariencia, misma actitud, mismo comportamiento. Los dos hechos quedaron unidos en mi cabeza.

(Cumbre del Puy de Dôme, desde la Place de la Victoire, Clermont-Ferrand. JM Bigas. Julio 2010).

Pero a la tercera va la vencida. Hace apenas una semana pasé una noche en Clermont-Ferrand (departamento Puy-de-Dôme; capital de la región de Auvergne; algo más de ciento cincuenta mil habitantes) en pleno centro de Francia. Por cierto, ahora mismo está cerrado el acceso de vehículos a la cima del Puy-de-Dôme (muy próximo a la ciudad), de casi mil quinientos metros de altitud. Y es que para Junio de 2012 está prevista la inauguración del nuevo tren de cremallera Panoramique des Dômes para acceder a la cumbre, actualmente en obras de construcción.

(Estatua de Vercingetórix, Place de Jaude, Clermont-Ferrand. JM Bigas. Julio 2010).

Por la noche, hacia las diez, y recostados contra las vidrieras de una tienda de moda junto a la céntrica Place de Jaude, otro grupito parecido a los anteriores. Esta vez sólo tres o cuatro personas, con un par de perros. Una chica (de aspecto europeo y estética absolutamente anti-líbido) empezó a tener diferencias con un joven de aspecto magrebí que pasaba por allí y aparentemente se metió con ellos. La querella fue subiendo de tono, hubo empujones y gritos, y los perros asumieron una actitud agresiva frente al atacante. Y todo ello frente a la aparente indiferencia de los demás peatones, que sólo esperábamos que no llegara a haber sangre.

Y, al día siguiente, domingo nueve de la mañana, vi a otro grupito parecido (media docena de chicos y chicas, con dos o tres perros) paseando por el céntrico boulevard François Mitterand.

Tras tantas casualidades me decidí a escribir estas líneas sobre los que, por ahora, sólo me atrevo a calificar de clochards de nuevo cuño. Porque no son solitarios, sino que van en grupos de varias personas, y porque los perros no parecen simplemente animales de compañía.

Si alguien tiene más información sobre el trasfondo social y cultural de esta presunta tribu urbana, le agradeceré un comentario al respecto.

Lo que sí es cierto es que las calles de las ciudades francesas me parecen algo más inquietantes desde que he identificado este fenómeno. Y es curioso que no lo haya detectado en París, crisol de todos los brillos y de todas las miserias. Pero, claro, en la fauna inmensamente variopinta de la capital, este fenómeno posiblemente pueda pasar desapercibido.

Pero en la apacibilidad de las capitales de provincia, resulta, como poco, chocante.

JMBA

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