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martes, 19 de marzo de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 6: Residentes




La primera sorpresa al contemplar el paisanaje que habitaba en la Residencia fue constatar la mayoría absoluta de mujeres entre los residentes. Pregunté diversas veces por la explicación a este fenómeno, pero nunca conseguí obtener una respuesta que me resultara satisfactoria.

Puedo imaginarme algunas razones, la mayoría de ellas, dicho sea de paso, bastante crueles. De una parte, las mujeres viven, en general, más años que los hombres. El motivo sería objeto de otro estudio. Llegar a edades muy avanzadas facilita el hecho de que se manifiesten discapacidades agudas que aconsejen disponer de cuidados intensivos y constantes y, por lo tanto, ingresar en una Residencia sea una opción recomendable.

Otra opción sería pensar que las abuelas resultan más incómodas para la convivencia doméstica, y eso incline a las familias a deshacerse de su proximidad mediante el ingreso en una Residencia. O puede, también, que las mujeres sean más renuentes a delegar responsabilidades domésticas a cuidadores o cuidadoras de cualquier tipo, lo que haría que esta opción sea de más difícil implementación.

La siguiente constatación es que el porcentaje de residentes temporales, los que ingresan para estancias de algunas semanas o unos pocos meses, es bastante elevado. La dirección afirma, en sus conversaciones comerciales con clientes potenciales, que prácticamente el 40% de los residentes son temporales. En principio, a mí me pareció exagerada esta cifra, pero con el tiempo constaté que posiblemente se acerque bastante a la realidad de los hechos. Llegué a conocer a bastantes residentes temporales, de los que hablaré con cierto detalle en otro capítulo.

Esta temporalidad obedece a diferentes razones. Puede tratarse de un bache concreto de salud, en forma de rotura de huesos, de accidentes diversos o de operaciones de cadera, por ejemplo, que recomienden una temporada de Residencia, con atenciones personalizadas y fisioterapia diaria de rehabilitación. Otra razón podía ser la alteración temporal de la situación doméstica. Este era el caso, por ejemplo, de un señor de origen asturiano, de más de 90 años, que estaba en la Residencia con su señora. Ellos vivían habitualmente en casa con su hija, su yerno y sus nietos. Pero su hija se enfrentaba a problemas médicos que le impedían poder cuidar de ellos durante un tiempo. O también por unas pocas semanas, fue el caso de Gerardo, nonagenario pero muy bien conservado, que vivía en casa con su señora y una hija soltera. Pero las dos se fueron de viaje a Estados Unidos por un par de semanas, y él se trasladó a la Residencia para que le cuidaran durante ese período.

Se trata, en general, de problemas que tienen una duración bastante definida. Puede tratarse de unas semanas, o algunos meses, pero la estancia termina con la vuelta del residente a su casa

El resto, digamos que el 60% para respetar las informaciones previas, son residentes permanentes. Lo que no necesariamente significa, por cierto, que estén en esta Residencia hasta que fallezcan cuando les corresponda. Hay algunos motivos que pueden justificar su salida de la Residencia. Por ejemplo, su traslado al Hospital, para recibir atenciones médicas intensivas que hagan frente a dolencias sobrevenidas, o a problemas crónicos que se convierten, en un momento dado, en agudos. De estos traslados no siempre vuelven a la Residencia. Algunos acaban falleciendo y otros puede que hayan evolucionado en su estado general de modo que resulte aconsejable su ingreso en otro tipo de institución.

Otro motivo relativamente habitual de salida de la Residencia es su traslado a otra, por diversas razones. Vi el caso, por ejemplo, de Don José, que se trasladó a una residencia en Valladolid, porque en esa ciudad residía una de sus hijas, la que posiblemente estuviera más cercana a él, y les resultaba más práctico este arreglo. Aparte de que, muy seguramente, la Residencia en Valladolid resultara sensiblemente menos costosa que esta en el centro de Madrid.

La gran mayoría de residentes permanentes son personas, hombres y mujeres, por encima de los ochenta años y, muy frecuentemente, por encima de los noventa. Conocí a la que llamaban la decana, con sus 106 años a cuestas en su silla de ruedas. Pero también había algunas excepciones, de gente bastante más joven pero que había sufrido algún accidente vascular grave, que les había dejado paralizados o casi. Estas personas son las que me causaban más pena, al ver que sus vidas se habían visto truncadas, reduciendo los alicientes que les podían proporcionar a una expresión menos que mínima.

La capacidad de socialización, o incluso de mantener una conversación mínimamente inteligible con otros residentes, auxiliares, o visitas, es muy variable, pero tiende, en general, a ser bastante escasa. Por alguna razón que desconozco, la mayoría de abuelitos y abuelitas en la Residencia tendían a retraerse en sí mismos y en los familiares o amigos que les visitaban de vez en cuando, y no eran nada proclives a establecer nuevas relaciones con otros residentes. Sospecho que influía en ese hecho no solo el deterioro propio de la edad, sino también el nivel socioeconómico preponderante entre los residentes. Para alguien de las clases populares, una nueva amistad puede ser alguien que te pueda enseñar o dar algo. Para un abuelito o abuelita de la clase alta, una nueva amistad puede suponer alguien que te acabe pidiendo alguna cosa, o que intente quitártela. Ignoro si esa actitud algo huraña tenía que ver con las recomendaciones de su propia familia.

El único espacio donde se producía una mínima socialización, a menudo forzada, era en el comedor. Allí hay mesas de diversos tamaños, para dos, tres, cuatro, seis o incluso más personas. En algunas de ellas se establecían conversaciones de cierto calado, pero en otras la comida, o la cena, parecía más bien un desfile de ausentes, en que cada cual se preocupaba de su propia nutrición, y no manifestaba interés alguno por lo que pudieran aportar otros componentes de su misma mesa. A veces este efecto se producía por una incapacidad cierta de poder articular palabras inteligibles para los demás, y también porque los niveles de sordera en algunos casos eran tan agudos que les aislaban irremisiblemente de su propio entorno.

Pero no deja de resultar sorprendente que personas con capacidades, aunque mermadas, claramente suficientes, como para mantener un cierto nivel de conversación, no manifiesten ningún interés por ello, y prefieran retraerse en sí mismos antes que manifestar una mínima curiosidad por las experiencias vitales del resto de comensales, sobre cuál ha sido su trabajo en la vida, o cuál es su situación familiar, o los viajes que hayan podido realizar, etc. Esta abulia manifiesta es uno de los elementos que me resultó más chocante durante toda mi estancia, como ya he relatado en el Capítulo dedicado a la Curiosidad.

Aunque siempre estuve sentado, en el comedor, en una mesa de hombres, sí me fijaba en las mesas de mujeres (la mayoría, por supuesto). Daba la sensación de que sí fluía algo mejor la conversación, pero no tanto por la curiosidad de algunas sino más bien por el exhibicionismo de la mayoría. Las conversaciones, por lo que pude colegir, muchas veces giraban en torno a las respectivas familias, a lo bien que les iba en la vida a sus hijos o hijas, y a lo listos y guapos que eran sus nietos o nietas. O a las muchas privaciones que les había tocado sufrir en su vida y a las que supieron vencer (si no, difícilmente podrían costearse la estancia en esta Residencia, por cierto).

Conocí a algunas mujeres cuya único interés era localizar a algún oyente paciente que supiera encajar su monólogo vital, que me temo repetían, con ligeras variantes, una y otra vez sin ningún rubor. Pero también había alguna que, incluso desde la distancia, desbordaba amabilidad y gentileza.

Estoy convencido de que a algunos residentes nunca les vi por las zonas públicas. Su nivel vital podía resultar tan precario que nunca salían de su habitación, donde les aseaban, acostaban y levantaban, y les daban de comer y cenar como a bebés que ya nunca serán adultos.

Pero también entre los que sí veía todos los días había casos bastante extremos y lastimosos. Muchos sufrían de Alzheimer o demencia senil, de modo que ya habitaban sus propios universos en los que sólo estaban ellos, incapaces ya de reconocer hasta a sus familiares más próximos. Otros sufrían de afasia, de modo que su única capacidad comunicativa era una única sílaba (por ejemplo, " ta ta ta"), donde la intensidad o entonación con que las repetían daba pistas a los más próximos sobre lo que querían comunicar. Una vez vi a una señora con esta dolencia en un ataque de ira. Ignoro el origen de su problema, en ese momento, pero quedaba claro que estaba muy enojada por algo que habría sucedido.

Entre los y las que tenían una movilidad razonable, sin necesidad de ayudas técnicas (bastones, muletas, sillas de ruedas,...) había algunas personas que resultaban entrañables, pero otras también que no sé calificar de otra forma que raras. Una abuelita de pelo blanco y más de noventa, que no pesaría más de treinta kilos, se movía, pensaba y hablaba con bastante soltura. Se pasaba el día paseando por la Residencia y por el jardín, hablando a las flores, a los pajaritos y a quien se ponía por delante, y siempre tenía algunas buenas palabras para todo el mundo. Pilar, la abuelita entrañable, siempre con alguna revista entre las manos.

De los residentes definitivamente raros, yo destacaría a dos mujeres, en especial. La primera, de pelo blanco y gafas, se paseaba por la Residencia siempre en bata y zapatillas de estar por casa, reorganizaba los cojines de sillas y sillones, apagaba algún televisor que nadie estuviera mirando, pero nunca jamás le vi dirigir ni una sola palabra a nadie. Era como un fantasma, siempre presente, pero totalmente ausente de cualquier atisbo de socialización. La segunda tenía unas largas greñas, que parecían muy descuidadas, y hasta en los días más calurosos del verano iba abrigada con una gruesa chaqueta. Su presencia despertaba cierto resquemor, cuando no directamente temor, como si pudiera asaltarte en cualquier momento. Sólo le vi hablar, de forma bastante airada, con alguna de las auxiliares.

Había un señor, bajo y encorvado, que caminaba muy fuerte, con pasos muy rápidos de sus zapatos de piel, pero de escaso recorrido. No hacía falta verle para reconocer su proximidad. O una señora con gafas, muy delgadita, que tenía que andar mucho, pero nunca sabía hacia dónde se dirigía, y las auxiliares tenían que perseguirla, para devolverla al redil.

Había también algunas parejas. La que me resultó más tierna estaba formada por un señor de pelo blanco, de setenta y muchos, que siempre andaba abrazado a una señora, de parecida edad, de mirada ausente pero curiosamente atenta. Cara a cara, andaban muy despacito a pequeños pasos, él siempre hacia atrás. De vez en cuando, él le daba un beso en la frente. Los últimos días de mi estancia vi varias veces al señor solo. Nunca supe si a la señora le habría llegado su final. De hecho, nunca llegué a saber si la señora era su esposa o su hermana.

Otra señora era la que siempre tenía prisa. La prisa es un concepto absolutamente ajeno a la Residencia, pues si algo sobra allí es el tiempo. Pero ella, en su silla de ruedas, siempre competía, y no precisamente con buenas formas, para no demorar ni un minuto su desplazamiento en el ascensor. Podía discutir mucho tiempo para intentar introducir su silla en un ascensor donde ya había una y no cabían dos. Con su insistencia, retrasaba a todo el mundo. Yo la dejé por inútil desde el principio, y la dejaba pasar, prefiriendo esperarme que tener polémica. Con el tiempo descubrí que la misma aproximación tomaron muchos de los demás residentes.

Otra señora, también en silla de ruedas, parecía ser de familia buena, al menos de familia de orden. Siempre llevaba colgando por detrás de su silla una bolsa con la bandera española. Los hijos, hijas, nietos y nietas que la visitaban con frecuencia, tenían el aspecto de llamarse Borja, Rodrigo o Macarena. Por algún motivo que nunca llegué a conocer, pues nunca me dirigió la palabra, la señora me miraba con suspicacia lindando con la desconfianza. Quizá su sexto sentido le anticipaba que yo podía ser un descreído y/o un rojo irredento. Podría ser que su mirada encerrara una crítica a mi costumbre de moverme, era verano, con bermudas y las piernas al aire. Ignoro si, quizás, su mirada pudiera incluso esconder algún vago anhelo erótico.

Había otra señora, menuda, que siempre se movía por la Residencia vestida como para salir de paseo, aferrada a su bolso. Se sentaba a menudo en el banco junto a la salida al jardín, donde tenía el aspecto de estar esperando el autobús en la parada. La señora no tenía muy claro dónde estaba, o hacia dónde quería ir, a pesar de que se movía con cierta soltura y sin ayuda. Alguna vez que coincidí con ella en el ascensor, nunca sabía a qué planta quería ir. Yo llegué a saber que su habitación estaba en la primera planta, y se lo indicaba así. Me lo aceptaba sin rechistar, como consciente de que no estaba en condiciones de discutirme esa realidad.

Con diferencia, el residente que me causaba una mayor pena era un señor que quizá no tuviera ni sesenta años, a quien un incidente, supongo que vascular, de tipo ictus o similar, le había dejado convertido en un vegetal que respiraba. Le movían casi tendido en su silla de ruedas, sin apenas abrir los ojos ni, por supuesto, articular palabra. Todas las tardes le visitaba quien sería su mujer, una señora en la cincuentena, de buena planta, que le cuidaba con toda la devoción de la que era capaz.

Capítulo aparte merecen los (escasos) residentes con los que pude tener algún tipo de intercambio verbal. Aunque hablaré más ampliamente de ellos al tratar el tema de las Tertulias o de las Confesiones, bien se ganaron el derecho a ser citados aquí. Por encima de todos, Don Juan, un caballero madrileño de Argüelles, alto y extremadamente delgado, que se movía con la ayuda de un bastón sobre sus piernecitas frágiles, que siempre parecían amenazar con quebrarse. Yo nací el mismo día que él, sólo que treinta años más tarde. O Don José, sevillano de origen y madrileño de adopción, con el que compartí mesa en el comedor, hasta que se trasladó a otra Residencia en Valladolid. Con él sólo tuve alguna conversación algo más profunda compartiendo el aperitivo en la cafetería. O el caballero asturiano, ingeniero de minas, nacido en La Habana pero criado en una aldea junto a Sama de Langreo.

Y una mención especial merece La Sombra del Jardín. Era una señora menuda, que se movía lenta y silenciosamente en su silla de ruedas, y siempre andaba buscando a quien colarle su monólogo. Me localizaba todas las mañanas, hacia las once, en el jardín, y me saludaba con su sempiterno "Buenos días nos dé Dios". Incluso me ponía falta cuando, hacia el final de mi estancia, alguna mañana salía a dar un paseo, a lo mejor a tomar unos churritos como segundo desayuno. Al día siguiente me decía "Ayer no le vi por aquí".

Por lo demás, la mayoría de residentes permanentes que frecuentaban, de una u otra forma, los espacios públicos, nunca pasaron de ser, para mí, un grupo amorfo de ancianos y ancianas que podía ver a menudo indolentemente aparcado frente a algún televisor, solo esperando que algún acontecimiento incontrolable alterara su anodina rutina diaria. La realidad es que a la hora de las comidas, algunas auxiliares se los iban llevando hacia el correspondiente comedor, y tras la cena, los devolvían a sus habitaciones. Esperando a otro día que, afortunadamente, sería idéntico al anterior.

Prestando un poco de atención a los residentes permanentes, vi muchas formas de envejecer, y ninguna me resultó atractiva en lo más mínimo. Aunque la alternativa es, sin duda alguna, peor.



"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 7: Logística

miércoles, 6 de marzo de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 5: Personal




Para hacer funcionar una Residencia de este tamaño, siete días por semana, de día y de noche, hace falta un personal bastante abundante. Dadas las peculiares características del perfil medio del cliente, el personal debe disponer de una cierta vocación de servicio muy especial. Esto, desgraciadamente, no siempre es el caso.

Para empezar, la Dirección tiene muy claro que la Residencia es un negocio, con todas las implicaciones que esto tiene. La primera y principal, que el beneficio económico es, siempre, una prioridad. Y un segundo elemento de distorsión, que nunca se debe subvalorar, es que el verdadero cliente (al que hay que satisfacer) no es, a menudo, el propio Residente, sino más bien sus familiares. Se nota de forma palmaria que el tono y la amabilidad en las conversaciones del personal de la Residencia con los familiares es muchísimo más servil que la relación con los propios Residentes. Y no digamos cuando las conversaciones son con los familiares de Residentes potenciales, es decir, la captación de nuevos clientes. El Marketing  y las aptitudes comerciales obligan.

Hay que reconocer que las capacidades, más intelectuales que físicas a estos efectos, de muchos de los Residentes son limitadas. Y bastantes Residentes están ya instalados en la ira permanente, que hace prácticamente imposible conseguir éxito en el intento de darles satisfacción. Por lo que, muy a menudo, hasta el intento se abandona.

Mi caso, lógicamente, era bastante diferente de la media. Mis hermanos, aparte de las negociaciones previas a mi ingreso, lógicas por estar yo en condiciones de movilidad muy reducida, no intervinieron para nada en mis relaciones con el personal y la Dirección de la Residencia, que llevé siempre yo personalmente. Y otro elemento nada desdeñable, es que la factura se cobraba de una cuenta a mi nombre, que yo controlaba. Por todo ello, de la Dirección siempre tuve un trato amable y deferente, con algunos matices que ya iré desgranando. Y por parte del personal en contacto directo con los Residentes, siempre detecté una cierta relajación, de agradecer, ya que yo era más bien como el cliente habitual de un hotel y no como el Residente medio. Poder mantener una conversación inteligible e inteligente me convirtió, automáticamente, en un Residente singular.

Del personal, las indudables estrellas, aunque sólo sea por constituir el colectivo más numeroso, son las auxiliares, que son las personas que están continuamente en contacto directo con los residentes. Utilizo claramente el género femenino, porque la casi totalidad de auxiliares son mujeres, con sólo algunos poquitos hombres en el grupo. Recuerdo por ejemplo a C., un chaval de buena musculatura, que se lucía con las abuelitas, que se la acariciaban (la musculatura) con placer no siempre contenido.

El uniforme de las auxiliares está diseñado para esconder cualquier tipo de reclamo erótico, caso de existir, lo que no es, en general, nada evidente. Un amplio blusón blanco y un pantalón azul, con unos zuecos de plástico que resistan las inmersiones húmedas en las duchas - u otros menesteres - a las que obliga la proximidad con algunos de los Residentes.

A menudo se ven también algunas auxiliares totalmente de blanco, cuando están, temporalmente, de prácticas en la Residencia.

La labor de las auxiliares, siguiendo la cronología de un día cualquiera, incluye un montón de funciones, especialmente con los residentes con un mayor grado de dependencia. En torno a las nueve de la mañana, reparten los desayunos por las habitaciones. Antes, o en algunos casos, después, ayudan al residente en el aseo matinal y en la operación de vestirse para pasar el día. Una ayuda que puede ir desde la simple asistencia para reducir los riesgos, hasta la movilización completa mediante unas grúas especialmente diseñadas para ello.

En torno a las once de la mañana ya tienen a todos los residentes listos para afrontar un nuevo día. A partir de ahí se diversifican las funciones. Supongo que la dirección, o supervisión, debe definir diariamente turnos para las diversas tareas durante todo el día, incluyendo, por ejemplo, el servicio en una planta determinada.

Muchos de los residentes se movilizan hacia la planta social (la -1) donde están los diversos salones y el jardín. Algunos por sus propios medios (andando sin ayuda técnica, con bastón, con muleta, con andador, en silla de ruedas,...) y otros siempre asistidos por alguna auxiliar. Muchos se instalan frente a un televisor (habitualmente sintonizado en La 1, Antena 3, Tele5 o incluso RealMadridTV), aunque la mayoría manifiestan un nulo interés por lo que va emitiendo la caja tonta. Otros salen al jardín a tomar el aire fresco y a dar algún paseo, y los que están en un estado mental más deteriorado son llevados a la zona de terapia ocupacional, donde hay unas cuantas auxiliares a las que les ha tocado esa función ese día. Los Residentes en mejor estado y que estén autorizados para ello, algunos días salen de la Residencia para dar algún paseo por la calle, o a hacer algún tipo de recado, compra, etc.

En la planta social hay un baño exclusivamente para residentes (aparte de otro para las visitas o para los residentes que no requieran de ayuda). En él hay siempre algunas auxiliares dedicadas a ayudar a hacer sus necesidades a los residentes que lo precisen.

Cuando se acerca la una de la tarde, las auxiliares movilizan a los residentes más dependientes hacia el comedor, para el almuerzo en el primer turno, reservado para los que precisan de ayudas personales para la comida. Algunas auxiliares mutan en camareras del comedor para los dos turnos, hasta, más o menos, las tres de la tarde. Por la tarde, un panorama parecido al de la mañana, incluyendo la movilización de residentes a la actividad del día (bingo, proyección, conferencia, concierto,...) hasta el turno de cenas de las siete. La jornada se cierra con el turno de cenas de las ocho, para los residentes capaces de valerse por sí mismos en las comidas, el reflujo de todos hacia las respectivas habitaciones (asistidos por auxiliares si lo precisan), y la ayuda a los residentes para acostarse.

Las auxiliares tienen dos turnos. El de la mañana abarca, más o menos, desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde. Y luego son sustituidas por las del turno de tarde, desde las dos y media hasta las diez de la noche. A partir de las diez de la noche no quedan ya auxiliares en la Residencia, más que una de guardia por planta (creo), hasta la mañana siguiente.

Junto a la cama, en cada habitación, hay un botón rojo. Si se pulsa, la llamada llega al control de planta y, en unos minutos, habitualmente, una auxiliar acude a la habitación para ayudar al Residente en lo que sea necesario.

Cuando se oye taconeo, significa que en las proximidades está o bien la Directora o alguna de las Supervisoras. La Directora tiene una jornada laboral más o menos normal, de lunes a viernes. Sus funciones, aparte de las propias de esa posición, y como delegada de la Propiedad, se centran muy especialmente en hacer lo necesario para que cualquier problema que aparezca no sea, en ningún caso, un problema de la Residencia. La Directora que yo conocí, S., tenía, desde luego, habilidades más que sobradas para esas tareas.

Las Supervisoras, creo que en total unas cuatro o cinco, se turnan los siete días de la semana, desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. Su uniforme de trabajo es blusa blanca y pantalón negro, con zapatos de tacón. Todas ellas disfrutan de un despacho conjunto en la zona cercana a la Recepción. Una de sus labores principales es la comercial, es decir, vender la Residencia a los familiares (habitualmente) de los Residentes potenciales. Aparte, lógicamente, de actuar como autoridad competente para arbitrar en los infinitos contenciosos entre Residentes y auxiliares. Son las que aparecen ante la clásica frase "que venga el encargado". Supongo que también desarrollan las tradicionales funciones del cabo furriel, en la elaboración y monitorización de los cuadrantes de turnos del diverso personal.

Existen también unas supervisoras especiales, dedicadas al servicio de comedor, de las que conocí dos o tres. De ellas, quiero destacar a Laura, que era, con mucha diferencia, la persona más amable con los Residentes (también conmigo, pero no sólo) que conocí durante mi estancia. Tan próxima y atenta, casi, como una madre. Durante el servicio de comidas se paseaba por las mesas y hablaba con unos y otras, interesándose por la opinión de los Residentes sobre el menú y demás, y dando explicaciones cuando se las pedían. Creo que Laura debería ser el ejemplo para todo el personal en contacto directo con los Residentes.

Raramente se veían por la Residencia a caballeros con traje y corbata. Una de las ocasiones era en el briefing matinal, en torno a un desayuno de la Cafetería, si podía ser, compartido en el jardín. En ese grupito acostumbraban a estar también la Directora y la Supervisora de turno. Supongo que se trataba de algo así como el Director Financiero de la Residencia, o de algún tipo de Director del Grupo al que pertenece la Residencia. Raramente se volvían a ver durante la jornada, aunque a lo mejor se refugiaban en la Sala de Juntas que hay junto a la Recepción, o en algún otro despacho que no llegué a conocer.

Alguna vez se veía a algún caballero, por la tarde, vestido con traje y corbata, que habría venido a visitar a su madre o abuela directamente desde alguna oficina sin duda siniestra. Pero no era muy habitual.

Por el contrario, sí se veían con cierta frecuencia a un par de caballeros, vestidos con traje y corbata que parecían de uniforme. Se trataba, sin duda, de los empleados de la empresa funeraria. Los decesos, de forma inevitable, se producen cada pocos días en la Residencia, aunque se tratan en general con la máxima discreción, cuando no directamente secretismo.

El personal de perfil más o menos sanitario tiene, por lo que pude apreciar, hasta cinco categorías. En primer lugar, las doctoras (conocí a tres o cuatro, todas ellas mujeres). Y ninguna, por cierto, especialmente amable. Su misión es el seguimiento de las enfermedades conocidas de los Residentes, así como la identificación inicial de las nuevas. Sus recursos médicos y clínicos son limitados, por lo que muy habitualmente gestionaban muy rápidamente el traslado al Hospital del Residente que presentara algún síntoma mínimamente serio.

Supongo que es el procedimiento habitual, pero en mi caso trasladaron temporalmente mi expediente médico desde el Centro de Salud de mi domicilio al más próximo a la Residencia. De este modo se facilitaron todas las gestiones con el sistema público de salud. Durante mi estancia, me prescribieron una analítica de sangre y varias de orina, todas ellas sin cargo, gracias a este procedimiento. Ante una pequeña infección de orina, me prescribieron un antibiótico durante unos cuantos días. Cuando volví a casa, tuve que realizar presencialmente el traslado contrario, para recuperar mi Centro de Salud habitual.

De otra parte están las enfermeras, aunque creo que también había un enfermero masculino. Las enfermeras (de las que conocí cinco, por lo menos) tienen trato bastante frecuente con los residentes. Se encargan de las labores más o menos rutinarias de control médico (toma de tensión, pulsómetro, etc.) y de atender a las incidencias médicas de baja intensidad, como pequeñas heridas, mareos, desarreglos intestinales, etc. La mayoría son muy eficientes en lo suyo, aunque algunas, además, son muy amables y risueñas, mientras otras son más bien adustas. Disponen de un carrito de acompañamiento con todos los elementos que más habitualmente necesitan para su labor, como apósitos de diversos tamaños, esparadrapo, vendas, desinfectantes y hasta algún tipo de medicamentos de uso habitual para pequeños desarreglos.

Por la noche no hay ningún médico en la Residencia, pero sí una enfermera de guardia.

La tercera categoría del personal sanitario son las auxiliares especializadas, que se convierten en auténticas camareras farmacéuticas. Disponen de un carrito con muchos casilleros (uno por habitación o residente). Se encargan de realizar algún control básico, como el de nivel de azúcar en sangre, y de distribuir correctamente, en los diferentes momentos del día y de la noche, las pastillas, jarabes o granulados que cada cual debe tomar por prescripción médica, y que en muchos casos desbordan los dedos de una mano si se quieren contar. También administran los colirios visuales, que muchos Residentes precisan.

Durante el día se las puede ver con su carrito por las plantas, distribuyendo sus artículos, supongo que también administrando inyecciones a los residentes que lo requieran. Pero a la hora de las comidas, se desplazan, con su carrito, al comedor, y allí constituyen un pequeño ejército paralelo al de las camareras que sirven comida.

En cuarto lugar hay que destacar a los fisioterapeutas. El Gimnasio de Fisioterapia funciona en sesiones de mañana y tarde, de lunes a viernes, por lo que no hay turnos. El jefe, P., es el que vino a verme a mi habitación en mi primer día, y me realizó la valoración inicial en el Gimnasio al día siguiente. Tiene un despacho atiborrado de toda clase de títulos colgados en la pared, relacionados con las infinitas especialidades y regalías del mundo de la fisioterapia, que tiene una cierta característica de germanía. Por las mañanas había dos fisioterapeutas más, que eran los que tenían el contacto directo con los residentes que acudíamos allí. Un chico y una chica, E. y C., los dos muy guapos, muy amables y muy eficientes. Durante el verano y para cubrir los períodos de vacaciones, hubo un tercer chaval, JL. también muy amable. Había también una auxiliar afectada al Gimnasio de Fisioterapia, cuya responsabilidad era la movilización de los residentes que no podían hacerlo por sus propios medios. Al principio, la titular de esta posición, M., estaba de baja y era sustituida por otra auxiliar, A., muy bondadosa y condescendiente.

Sé que por las tardes había otra chica, con la que no tuve ningún trato aunque me llegaron opiniones no muy favorables que la acusaban de ser muy autoritaria, para cubrir a C., que por las tardes desarrollaba su oficio en otro lugar.

La última categoría del personal sanitario eran las psicólogas. Conocí a dos mujeres, pero creo que había también un psicólogo masculino, con el que nunca tuve trato alguno. La primera fue la que me visitó en mi primer día en la Residencia, para realizar mi valoración psicológica, lo que ya conté en su momento. La segunda, con la que no tuve relación, siempre la vi paseándose por la Residencia arrastrando un carrito en el que, creo, llevaba diversos artilugios que le permitían interactuar con los residentes que tenían muy mercadas sus capacidades mentales.

Un capítulo aparte merecen las recepcionistas, que actúan, además de en las tareas propias de esa posición, como auténticas Guardianas de la Puerta, impidiendo que puedan salir del recinto, sin ir convenientemente acompañados, los residentes de riesgo (porque puedan caerse o simplemente extraviarse), y aquellos que hayan sido identificados por las respectivas familias o tutores, para que no puedan abandonar las instalaciones sin compañía. Os puedo asegurar que había residentes muy reincidentes en intentar escaparse, taimados y traviesos, por lo que su trabajo no siempre resultaba fácil ni amable. Tener que recordarle a cualquiera que no está en condiciones como para poder salir no es, desde luego, plato de gusto especial.

A todos ellos hay que añadir varias categorías más del personal presente en la Residencia. Por ejemplo, los chicos del mantenimiento (una instalación de estas dimensiones requiere pequeñas atenciones constantes). Cuando requerí de sus servicios siempre fueron extremadamente eficientes, como cuando dejó de funcionar el mando a distancia del televisor de mi habitación, o cuando me instalaron una pequeña caja fuerte dentro del armario de mi habitación.

El personal de limpieza ignoro si son personal propio de la Residencia o de alguna subcontrata y desarrolla ciertas tareas rutinarias fáciles de imaginar. Se encargan de la limpieza de las instalaciones en general y, en particular, de las habitaciones. Limpian los baños, reponen las toallas, hacen la cama, etc. Aparte de ello, se requiere también de sus servicios cuando se producen circunstancias excepcionales. Se les llama entonces por la megafonía del centro, para que acudan a una habitación concreta, por ejemplo. Uno puede imaginarse a algún abuelito o abuelita al que se le han relajado los esfínteres en un lugar inadecuado.

Los servicios de cocina y la cafetería la Residencia los tiene subcontratados y hay algún personal que pertenece directamente a esta subcontrata. Destacan un camarero y tres o cuatro camareras (aparte de los cocineros, supongo) que, con diferencia, son los más eficientes en el servicio de comida a las mesas y también los más amables. Se identifican por llevar pantalón negro en lugar de azul. Y hay dos camareros que sirven, por turnos, la cafetería, que van vestidos integralmente de negro. Durante mi estancia, eran padre e hijo, de origen dominicano, y ambos de nombre Rafael.

Hay otro personal que tiene muy poco contacto con los residentes, como las encargadas del servicio de lavandería y, creo, de tintorería (este último de pago aparte). Recogen las prendas sucias (que deben estar previamente marcadas con el nombre de su propietario y el número de su habitación), y las devuelven directamente al armario de cada residente, unos días después. La lavandería está incluida en la factura mensual y no tiene cargos adicionales, pero el marcaje de las prendas sí supone un mínimo cargo por cada una.

Durante unos cuantos días hubo también una brigada externa de limpieza que, entre otras cosas, se encargó de una limpieza a fondo del jardín, cuyo suelo llegó a estar muy pegadizo porque, con la llegada del verano, el calor provocó que los árboles llorasen resina, y eso acabó constituyendo un riesgo cierto, dada la movilidad complicada de la mayoría de residentes.

El protocolo para todo el personal que tiene mucho contacto con los residentes incluye la obligación de aprenderse los nombres de todos los residentes y de repartir con liberalidad apelativos cariñosos tales como cariño, corazón, cielo, guapo o guapa. Como curiosidad, coincidí en un trayecto de ascensor con una de las auxiliares en prácticas en su primer día, y sólo intercambiamos un Buenos Días o Buenas Tardes. Al día siguiente se repitió la situación y me sazonó el trayecto con un Hola, corazón y un Hasta luego, guapo. Parece que aprendían muy rápido.

En resumen, un ejército de personal que tiene que lidiar con una clientela complicada que, muy habitualmente, no tiene nada claro lo que quiere ni lo que le conviene y que muy frecuentemente tampoco es de trato afable, sino más bien adusto, cuando no directamente desagradable, descortés o incluso maleducado.


"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 6: Residentes