Cuando uno se pasa varios meses alejado de casa, y prácticamente encerrado, no tiene más remedio que recurrir a compradores y recaderos más o menos voluntarios, para resolver las necesidades más perentorias. Incluso para las cosas más básicas hay que recurrir a terceras personas.
De esta forma, mi hermana se convirtió en la zapatera oficial. Teniendo un problema de insensibilidad en los pies, el calzado se convirtió en un elemento casi médico de vital importancia. Ya estando todavía en el Hospital, ella se encargó de visitar una tienda viejuna cerca de Atocha, donde, en un segundo intento, compró unas zapatillas comodísimas, con cierres de velcro por arriba y por detrás, que utilicé tanto en el Hospital como en las primeras semanas de estancia en la Residencia. Pero, más adelante, por consejos de la enfermera y de los fisioterapeutas, se hizo evidente la necesidad de otro tipo de calzado. De forma recurrente, aparecieron heridas superficiales en el pie izquierdo especialmente, rozaduras, ampollas, etc. Parece que las zapatillas no sujetaban suficientemente el pie y el tobillo, y la fricción provocaba esos efectos.
El 6 de Julio tenía una cita de Revisión en Urología en el Ramón y Cajal. Le pedí a mi hermana si podía venir para acompañarme en esa visita, dado que yo todavía me movía utilizando la silla de ruedas. Tras un viaje de ida y vuelta al Hospital, utilizando el servicio de los llamados Eurotaxis, que embarcan por popa la silla de ruedas con su ocupante, con total comodidad y seguridad, volvimos a la Residencia ya tarde para comer. En la cafetería nos proporcionaron algún plato con el que improvisamos un almuerzo tardío.
Por cierto, la cita fue casi de cortesía, a pesar de presentarme en silla de ruedas. Que qué bien estaba, que qué guapo, que qué bien que hubiera adelgazado, y que bueno, ya para Octubre un TAC y ya veremos luego.
Por la tarde, aprovechamos para salir a la calle (mi hermana empujando la silla), y visitamos una zapatería próxima, donde pudimos comprar unas deportivas con cierre de velcro, que sujetaban perfectamente el pie y el tobillo, y que, todavía hoy, son las que estoy utilizando. A la vuelta hicimos una parada en un cajero automático, para proveerme de algo de efectivo, porque a los recaderos, en general, hay que pagarles en cash.
Durante mi estancia en el Hospital, prácticamente no necesité nada de ropa, más allá del sempiterno camisón que te proporcionan a diario (culito al aire) y de las zapatillas. Pero al trasladarme a la Residencia, el entorno cambió. Organicé sobre la marcha un pequeño equipo, formado por mi asistenta Olga y mi amigo Andrés. Los dos, pilotados telefónicamente, pudieron preparar en mi casa una maleta con la ropa y demás elementos necesarios, que me acompañó en mi traslado.
Esa maleta incluía, entre muchas otras cosas, una tableta que habitualmente, en casa, no utilizo casi nunca. Pero en la Residencia me sirvió para entretenerme de diversas formas. A pesar de que había una cierta WiFi, sólo funcionaba razonablemente en los rellanos y en las zonas comunes, pero no en la habitación ni en el jardín. De todas formas, conviene entender que casi la mitad de los residentes no saben utilizar una WiFi, mientras que casi la otra mitad no sabe siquiera lo que es. Por lo que, para utilizar la tableta, tenía que tirar de los GB del móvil, que siempre son limitados cuando se consumen a lo grande. Gestioné con Movistar+ (con quien tengo contratada en casa la fibra óptica, la televisión de pago y la telefonía tanto fija como móvil), la acumulación de tráfico en el móvil que habitualmente utilizo, y dispuse de esa forma de 24GB de tráfico de datos al mes. Así pude ver, en la placidez de mi habitación, algún partido de fútbol de mi interés o también alguna película. Siempre revisando el consumo total, para evitar el cargo desproporcionado por un tráfico adicional de datos.
El tabaco se convirtió en uno de los temas centrales de la problemática logística. Durante mi estancia en el Hospital, lógicamente, no había fumado un solo cigarrillo. Quizá podría haber aprovechado la ocasión para dejar definitivamente un hábito que, a la larga, no hay duda de que resulta perjudicial. Pero la situación no era la más adecuada, ya que, por mi disfunción motriz, tenía ya que renunciar a muchas cosas de la vida habitual, por lo que resultaba quizá demasiado agresivo añadirle el dejar una costumbre que, pese a todo, me da bastantes placeres.
Uno de mis ceniceros de bolsillo, que compré, casi por casualidad, por 2€, en un estanco junto al puerto de Cartagena. (JMBigas, Abril 2019) |
En el interior de la Residencia no se podía fumar en ninguna parte. Pero tanto en el jardín como en el porche de entrada (más adelante, por supuesto, también en la calle durante los paseos), sí se podía fumar algún cigarrillo. Había una fumadora oficial, Queti, a la que se podía ver con frecuencia en el jardín, apoyada en el pilar de acceso al interior, junto al único cenicero de pie que había allí, aunque también había varios ceniceros distribuidos por las mesas del jardín. Durante el día, a Queti se la podía ver o bien fumando en el jardín, o trabajando sobre sus inacabables revistas de pasatiempos, tanto en el jardín como en alguno de los salones interiores. Había una segunda señora fumadora ocasional. Pero ella siempre apuraba sus cigarrillos paseando de arriba para abajo por el jardín.
Conocí también a algún(a) residente temporal que era fumador(a) empedernido(a). De ellos ya hablaré más adelante. Otra señora también acostumbraba a fumar algún cigarrillo, pero siempre en el porche de entrada (nunca la vi por el jardín). Con ella tuve alguna conversación muy interesante, de la que hablaré en otro capítulo. Curiosamente, no conocí a ningún hombre fumador en la Residencia, aunque la mayoría de aquellos con los que hablé en alguna ocasión, reconocían haber sido fumadores, aunque hubieran abandonado el hábito diez, veinte o treinta años antes.
Entre mis pertenencias, tenía una cajetilla con siete u ocho cigarrillos, que había sobrevivido incólume a toda la estancia en el hospital. Como en casa tenía una pequeña reserva, mi asistenta Olga tuvo un papel importante, al traerme de casa a la Residencia algunas cajetillas adicionales y un segundo mechero, así como mi querido cenicero de bolsillo, que genera la impresión de fumador civilizado y que levantó mucho interés, o quizá solo curiosidad, siempre que lo utilicé en algún lugar del jardín, lo que sucedió a menudo.
Cuando se agotaron las reservas, recurrí a mi buen amigo Walther, que se especializó en el suministro de cigarrillos, cada vez que se lo pedí, antes de alguna de sus visitas regulares. Cuando escaseaban las existencias, levantaba la mano (WhatsApp, ¡qué gran invento!) y en su siguiente visita me traía un cartón de mis cigarrillos habituales. Cuando empecé a realizar paseos por la calle le liberé de esta función, puesto que había un estanco a escasos 150 metros de la Residencia.
Otro tema menor, pero muy trascendente, fueron las toallitas húmedas limpiagafas. Tenía en casa una pequeña reserva (una o dos cajitas), que Olga me trajo a la Residencia, cuando se lo pedí. Cuando se agotaron las reservas, recurrí a mi amigo Andrés, que me trajo varias veces un par de cajas de toallitas, que le pagaba religiosamente en efectivo.
Nosferatu, otro amigo, se especializó en los artículos más o menos tecnológicos. Se me rompieron unos auriculares que utilizaba tanto con el móvil como con un pequeño reproductor de MP3 que dispone de una funcionalidad ya desaparecida de la oferta comercial: la sintonía de Radio FM, sin consumo de datos. Le pedí que comprara para mí unos auriculares nuevos y, la primera vez, me trajo unos de gama extrabásica, comprados en una tienda de chinos, de sólo 3€, que resultaron ser una fuente de distorsión del sonido. No entiendo cómo alguien todavía invierte dinero en producir un artículo que prácticamente no sirve para nada. Al segundo intento me trajo unos JVC de 10€, perfectos para ese uso, y que sigo utilizando.
Desde el principio tenía conmigo una batería externa (grande, de 6000mAh) para la recarga del móvil. Esto me evitaba tener que conectarlo directamente al enchufe de la pared, y que así no lo tuviera a mano. Pero la batería empezó a dar síntomas de fatiga, y le pedí a Nosferatu que me comprara una parecida. Le mandé una foto, incluso, y me trajo, en su siguiente visita, otro ejemplar prácticamente idéntico al que tenía. Con las dos baterías me bandeé todavía con mayor comodidad.
Mi asistenta Olga, por supuesto, jugó un papel decisivo en traerme cosas de casa (o llevarse otras que ya no me resultaban útiles). Durante toda mi estancia (tanto en el Hospital como en la Residencia), ella fue yendo al menos una vez por semana a mi casa (salvo durante el mes de Julio, en que tomó vacaciones), para mantenerlo todo en las mejores condiciones posibles. Así, a petición mía, me trajo algunos útiles de aseo (gel dentífrico, pastilla de jabón, vaporizador de colonia, etc.), libros y algunas otras cosas de las que disponía en casa y que me hacían falta para algún propósito.
Llamadme presumido (y os equivocaréis, os lo aseguro), pero me he acostumbrado a utilizar una colonia específica, agradable, fresca y nada pesada, la 1747, de un perfumista de Grasse, en la Provenza (Galimard), de la que me aprovisiono por Internet. Tengo varios frascos pequeños de cristal, con vaporizador, que relleno (mediante unos embudos minúsculos, comprados en una tienda de chinos) a partir de unos frascos de aluminio de un litro de capacidad. Le conté a mi asistenta cómo hacerlo, y así conseguí disponer siempre de uno o dos vaporizadores de esa colonia en la Residencia.
Para los libros, ideamos conjuntamente una solución multimedia. Ella me enviaba las fotos de dos o tres de los estantes donde tengo en casa los libros pendientes de leer. Y yo le indicaba los que quería que me trajera, el cuarto y séptimo del primer estante, y el octavo y décimo del segundo estante, y así. Cuando tenía unos cuantos ya leídos, ella se los llevaba a casa. Cuando volví, me encontré tres montones grandes de libros sobre la mesa del despacho. Me costó un par de días catalogarlos, disponerlos en cajas y bajarlos al trastero.
La lectura fue uno de los grandes recursos para ayudar a pasar el tiempo, que tanto en el Hospital como en la Residencia, tenía tendencia a transcurrir con mucha lentitud. En poco más de cinco meses, llegué a leer hasta 37 libros, tanto en castellano como en catalán, francés e inglés. De esta forma ayudé a mantener en buen uso mis capacidades idiomáticas.
Otro capítulo fueron los regalos y préstamos. En diversas ocasiones, tanto mi hermano como mi hermana me trajeron un libro de regalo, para amenizar la estancia. Y, estando todavía en el Hospital, mi amiga Inés me trajo de regalo un estuche con seis miniaturas de cognacs clásicos. Dado que el entorno no aconsejaba su consumo inmediato, le pedí a Olga que se lo llevara a casa. A mi vuelta, me encontré un paquete en la nevera, envuelto en papel de El Corte Inglés. Ya no me acordaba de qué se trataba, y resultaron ser los botellines de cognac, de los que he ido disfrutando con moderación.
Mi buen amigo Antonio se empeñó en traerme algunos libros de novela policíaca escandinava. En diversas ocasiones, me trajo en total hasta siete volúmenes. Me rogó que, una vez leídos, no se los devolviera, sino que los hiciera circular por la Residencia. Hablé con Cloti, la responsable de animaciones, que gestiona un pequeño depósito de libros, para uso de los Residentes. Se hizo cargo de los libros, aunque me reconoció que muy poquitos clientes tiene, porque al que le queda vista como para leer, tiene que releer el mismo capítulo una y otra vez, porque se olvida de la trama y de los personajes.
A finales de Junio me di cuenta de que no había enviado mi Declaración de la Renta, y estaba muy cerca el fin de plazo. Habitualmente, acostumbro a hacerlo desde el ordenador de mi casa, donde tengo todos los datos necesarios. Un día le pedí a Olga que lo pusiera en marcha, pero no conseguimos entendernos lo suficiente como para que pudiera pasarme un par de informaciones que necesitaba para poder realizar las gestiones desde el móvil. Un par de días después, mi amigo DL me hizo el favor de pasar por mi casa. Pero la sorpresa fue que no consiguió ponerlo en marcha, asumiendo que en el ínterin se habría fundido la fuente de alimentación. Afortunadamente, tenía una copia de seguridad en un disco externo, que se llevó a su casa, y me cantó por teléfono los datos que necesitaba, y pude completar la tarea en tiempo y forma.
A raíz de eso, DL se empeñó en facilitarme un cable OTG (USB On-The-Go), que permite conectar un pendrive al microUSB de un móvil Android, habitualmente previsto para la carga de la batería. El primero que trajo resultó que no me funcionó, pero es que no funcionaba, en general. En un segundo intento me facilitó un cablecito que sí funcionó, aunque ya no lo necesitaba con urgencia. Creo que no lo he utilizado nunca con posterioridad.
Afortunadamente, lo del PC de casa fue una falsa alarma. El día en que visité mi casa con DL, en su presencia, lo puse en marcha sin problema alguno. Lo que pudiera haber pasado ese día en que no lo pudo arrancar quedará para siempre en la cueva de los misterios.
Es curioso darse cuenta de la cantidad de cosas que nos rodean habitualmente, y que utilizamos cuando las necesitamos. Cuando estamos desplazados, cada una de ellas, al menos aquellas que nos son realmente precisas, debe ser objeto específico de formar parte de un cierto equipaje o de proveernos de ellas por uno u otro medio.
"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 8: Hurtos
"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 8: Hurtos
No hay comentarios:
Publicar un comentario