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martes, 22 de enero de 2019

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 1: La Decisión




Ya os he contado mis peripecias médicas en el Hospital Ramón y Cajal. Es el momento de abordar los meses siguientes, hasta mi vuelta a casa a finales de Septiembre.

El jueves 10 de Mayo me dieron el Alta Hospitalaria, y me invitaron, no siempre con buenas formas, a irme a mi casa. El problema es que no podía vivir solo en mi casa en las condiciones de discapacidad motriz severa en las que me encontraba. No era viable moverme en silla de ruedas, y muy escasamente podía realizar pequeños movimientos con un andador. Irme a casa en ese momento, simplemente, no era una opción.

El viernes me presionaron para que liberara la habitación, pero les di largas, hasta que hubiéramos podido reflexionar y tomar la mejor decisión posible sobre qué hacer a continuación.

Vinieron mis dos hermanos desde Barcelona y tuvimos diversas reuniones tanto con los Urólogos como con las Asistentes Sociales del Hospital. El Sistema Público de Salud dispone de un número muy reducido de plazas en lo que denominan Hospitales de Crónicos. Hubiera podido ser una solución temporal para mí, pero nos dejaron claro que los criterios de selección eran extremadamente estrictos, y que mi caso no era elegible desde ningún punto de vista.

Había que buscar soluciones alternativas.

Afortunadamente venía el Puente festivo de San Isidro, que era el martes siguiente. Durante unos días, gracias a la baja actividad en el Hospital durante ese período, cedió la presión y nos dio algo de tiempo para reflexionar, decidir e implementar una solución razonable de continuidad.

Las Asistentes Sociales nos dieron algunas referencias de organizaciones sin ánimo de lucro que se encargan de facilitar contactos con cuidadores domésticos y con Residencias privadas.

En todo caso, estábamos hablando de atenciones y recursos que habría que pagar. Unas atenciones que ya preveíamos en ese momento que podían durar unos cuantos meses, hasta que empezara a poderme valer por mí mismo.

Esos son los momentos en que agradeces haber tenido la previsión de reservar un colchón dinerario para poder afrontar los imponderables. Estábamos claramente ante un imprevisto calificado, y de alta intensidad.
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Como espero que entendáis, mi sentimiento preponderante era de agobio e impotencia. De repente me veía enfrentado a una situación que nadie en su sano juicio es capaz de prever o anticipar. Un estado psicológico que no ayudaba nada, precisamente, a afrontar una toma de decisiones importantes que iban a determinar mi vida en los meses siguientes.

En Consejo de Familia con mis hermanos valoramos la posibilidad de contratar cuidadores domésticos para que me ayudaran en mi casa. Tras bastantes llamadas telefónicas (de ida y vuelta), llegamos a la conclusión de que el coste podía ser elevado, y que no se anulaban los riesgos más que si tenía cuidadores las 24 horas del día. Además, ello me obligaría a seguir tomando decisiones (evaluación y eventual sustitución de cuidadores que no rindieran adecuadamente, etc.) en unos momentos en que yo no estaría especialmente preparado para ello.

Por ello, la primera decisión conjunta fue la de investigar por el camino del ingreso en una Residencia que me asegurara las tareas cotidianas (levantarse de la cama, asearse, desayuno, comida, cena, acostarse,...) en las mejores condiciones posibles. Y que, además, me ofreciera un servicio de Fisioterapia diaria que pudiera contribuir a mi pronta rehabilitación.

Tras los primeros contactos quedó claro un hecho relevante. Podía escoger una Residencia en las afueras, en pueblos a 50 ó 60 kilómetros de Madrid, por la Sierra. En pueblos como Guadarrama o Buitrago, por ejemplo. Era la solución más económica.

La alternativa, de media un 40% más costosa, era una Residencia en el centro de Madrid. Valoramos los diversos aspectos y al final primó esta opción, básicamente por las facilidades que daba a que amigos y familiares pudieran visitarme con cierta asiduidad, haciéndome la estancia más amena.

Os ahorro comentar diversas gestiones que acabaron resultando fallidas.

Moviendo diversos contactos, referencias y recomendaciones cruzadas, la elección se centró en una Residencia (cinco estrellas, según proclama su publicidad) en el distrito de Chamartín. Ofrecía, desde luego, todos los elementos que yo podía precisar: servicio médico y de enfermería, un gimnasio de fisioterapia con profesionales cualificados, una habitación razonablemente confortable, asistencia personal para todas las tareas privadas, un precioso jardín donde poder pasear al aire libre y donde conversar agradablemente con quien quisiera visitarme, especialmente en esos meses de verano que se aproximaban, y, por supuesto, la estancia como en un hotel a Pensión Completa.

Mi hermano se encargó de las tareas logísticas. Puestos en contacto con la Residencia, resultó que podía tener una habitación disponible para mí desde el miércoles 16 de Mayo, justo después del Puente que nos había dado un cierto respiro.

El único inconveniente era el coste, ciertamente elevado. De ninguna forma podía afrontar, con ese coste, una estancia prolongada. Pero entendimos que no debería prolongarse más allá de unos pocos meses, y eso sí resultaba abordable.

Decidimos, pues, el traslado para ese día, abandonando, por fin, el Ramón y Cajal. Movilicé a un buen amigo y a mi asistenta doméstica, para que llenaran una maleta en mi casa con todo aquello que estimé que podía resultarme necesario (ropa, neceser de aseo, libros, etc.). Para las tres de la tarde teníamos todo preparado. Mi hermano estaba ese día a mi lado.

Encargamos a esa hora una ambulancia para el traslado a la Residencia. Contábamos que podría acudir en un par de horas. Pero la tarde se hizo eterna, sin que apareciera. Mi hermano se fue poniendo muy nervioso, porque confiaba volverse para su casa en el último AVE de la jornada, y eso ya claramente no resultaba posible. Tuvo que cambiar sobre la marcha sus planes y quedarse en un hotel en Madrid, para volver a su casa al día siguiente. Él estuvo durante toda la tarde en casi permanente contacto con la Supervisora de la Residencia, para tenerla informada de los avances, o no, del proceso de mi traslado.

La ambulancia acabó apareciendo a las nueve y media de la noche. Me trasladaron hasta ella en una silla de ruedas y me encaramé como pude hasta uno de los asientos.

Pero la larga jornada todavía nos reservaba un nuevo contratiempo. El conductor de nuestra ambulancia, tristemente desdentado, viajaba sin acompañante. Nos comentó que, antes de ir a nuestro destino, debíamos acompañar a otro compañero, porque debía ayudarle. Así, iniciamos un periplo en un convoy de dos ambulancias, hasta que nos detuvimos en un pasaje que daba acceso a un bloque de pisos. Nuestro conductor bajó de la ambulancia y se fue hacia la otra, para ayudar a su conductor (que también iba sin acompañante), para trasladar a un enfermo en camilla hasta su domicilio, acompañado de quien probablemente fuera su esposa.

Un cuarto de hora después, volvieron los dos conductores, y emprendimos, por fin, el camino que sí era el nuestro.

Tras diversas vacilaciones y giros inesperados de ida y vuelta (a pesar de un excelente dispositivo GPS que lucía sobre el salpicadero), acabamos llegando a la Residencia pasadas las diez y media de la noche. Nos habían hablado de un acceso específico para ambulancias, pero a esa hora ya estaba cerrada y debíamos acercarnos a la entrada principal.

Me recogieron de la ambulancia en una silla de ruedas y me llevaron hasta mi habitación, acompañado de mi hermano. Allí me ayudaron a acostarme. Afortunadamente, en el Hospital, viendo el retraso, me acabaron sirviendo una cena, por lo que, al menos, llegaba razonablemente bien alimentado.

Mi hermano se fue ya para su hotel. Al día siguiente vino mi hermana, que se encargó de deshacer el equipaje y organizarlo todo en el generoso espacio que brindaba un amplio armario.

Ese jueves, 17 de Mayo de 2018, empezó mi larga estancia de cuatro meses y medio en la Residencia.


"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 2: Curiosidad

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