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sábado, 25 de agosto de 2012

94 años

Hoy, 25 de Agosto, es el día de San Ginés, entre otros, que hay más santos que días. Eso significa que es la Fiesta Mayor en el pueblo de Taradell (Barcelona) que es donde nació mi padre.
Mi madre, posiblemente en los
años cuarenta, en torno a los
treinta años de edad.

Tal día como hoy, pero hace 94 años (estaríamos en 1918) nació mi madre, Montserrat, en Barcelona. Pero no consiguió llegar a una edad avanzada, ya que un cáncer se la llevó en la flor de la vida, a los 64 años, hará pronto treinta años ya. Tuvimos que asistir al desagradable espectáculo de ver cómo la enfermedad la fue apagando como una vela, en unos pocos meses.

Cuando ella murió, dejando viudo a mi padre, como ya he contado en otra ocasión, yo tenía casi 24 años, y había empezado a trabajar en uno de esos empleos razonablemente sólidos y prometedores que existían antes.

Lo que me quedó más grabado de su entierro fueron los malvados consejos de ciertas aves de mal agüero (familiares relativamente próximos y amigos de la familia) que nos recomendaban abandonar la casa familiar en Barcelona, porque se os vendrán encima las paredes. A menudo es mucho más prudente quedarse calladitos y parecer tontos, que abrir la boca y confirmarlo. Afortunadamente, no les hicimos caso, y seguimos viviendo allí después de su muerte, y allí murió mi padre cuando le tocó, hará cinco años.

Mi madre era la única hija (tenía un hermano varón, médico rural, el tío Manuel, que murió antes que ella) de una familia de clase media relativamente acomodada (su padre, mi abuelo, fue cajero de la Caja de Ahorros de Barcelona). Eso significa que estaba relativamente acostumbrada a que, en las sucesivas casas donde vivieron en Barcelona durante su juventud, un personaje habitual era la doncella. Recuerdo haber oído alguna vez que, allá por los años cuarenta, el sueldo de mi abuelo era de mil pesetas al mes.

A diferencia de mi padre (algún día contaré cómo explicaba él su guerra), a ella le tocó (todavía soltera) pasar las desventuras de la Guerra Civil en la retaguardia, en Barcelona. Y tuvo que sufrir la agonía de algunos bombardeos ocasionales. Los desastres de la guerra les obligaron a malvender algunas joyas, e incluso una casa de veraneo que tenían por la época en el barrio del Carmelo.

Pasada la guerra, la familia se trasladó a vivir a un piso en la (llamada) casa nueva de Mayor de Gracia, la que fue mi casa hasta la muerte de mi padre. Incluso viviendo ya en Madrid, cada vez que iba a Barcelona tenía yo allí no sólo mi casa, sino mi habitación, mi cama y mi armario.

Yo no llegué a conocer a mi abuelo, que murió bastante antes de nacer yo. Por lo que he oído contar, se trataba de un personaje singular, al que siempre tenían que cepillarle el traje antes de salir de casa y que comía lo que hiciera falta, pero en pequeñas porciones, porque los platos llenos le agobiaban. Sí conocí a la abuela Rafaelita, con la que conviví en esa casa hasta su muerte en 1969.

Mis padres se casaron en 1948, y se fueron a vivir a la casa familiar. Al año siguiente nació mi hermana mayor y luego, en perfectos períodos de cuatro años y cuatro meses, mi hermano y, por último, yo mismo.

Mi madre tenía esa vocación sufridora que tienen muchas madres. Son mujeres que sufren por todo: por lo que ha sucedido, por lo que quizá podría haber sucedido, por lo que quién sabe si estará sucediendo y también por lo que podría acabar pasando. El concepto de aventura, a su lado, era complicado de declinar. Nunca le gustó viajar, porque le parecía que estaba abandonando sus obligaciones y gastando un dinero que nunca se sabe lo que se puede llegar a necesitar. Cuando cumplieron las Bodas de Plata (sería por 1973) los hijos tuvimos que empujarles para convencerles de que se fueran a Palma de Mallorca en una escapadita de unos pocos días, como hicieron en su breve Luna de Miel de posguerra.

Tras su prematura muerte, mi padre descubrió que a él sí que le gustaba viajar, como ya he contado con cierto detalle en otra ocasión.

A mi padre y a sus hijos nos amó sin límite mientras vivió. Siempre estuvo allí para lo que hiciera falta. Una mujer de las de antes (de profesión: sus labores) que era además, por cierto, una excelente cocinera. Había heredado las buenas mañas de la abuela Rafaelita en este campo, pero me temo que a mí ya no me ha llegado casi nada. En esto soy mucho más un actor pasivo: más gastrónomo que cocinero.

Lo que nunca llegamos a pagarle fue lo mucho que sufrió por todos. Pero estoy convencido de que en esa especie de masoquismo destructor, el sufrimiento se gratifica a sí mismo, en una espiral que parece no tener final.

La amé como pude y supe mientras vivió. Bien está que hoy la recuerde, aunque sea sólo un poquito.

JMBA

3 comentarios:

  1. Querido Bigas,
    Mientras el recuerdo de los seres queridos habite en nuestra memoria, nos acompañan, nos consuelan y nos ayudan a ser mejores. Nunca como ahora he seguido el ejemplo y los consejos de mi madre.
    ¡Gracias por recordar a tu madre y hacernos recordar a las nuestras!
    Seve

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  2. Es ley de vida. A los padres nunca podemos agradecerles debidamente tanta dedicación, pero la misma ley termina siendo justa al obligarnos a intercambiar los papeles con sus nietos.

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  3. Gracias, yo no lo hubiera escrito mejor. Yo heredé de ella el sufrimiento por todo, que intento mantener a raya por el bien de los que me rodean. Un saludo

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