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martes, 13 de enero de 2015

Barcelona, Parque Temático

El centro histórico de las grandes ciudades que son un atractivo turístico, se han convertido en un auténtico Parque Temático. Un parque habitualmente atestado de turistas, visitantes y, más raramente, viajeros y locales, que se esfuerzan en realizar las fotos y vídeos necesarios para convencer a otros de que han estado allí, y se lo han pasado fenomenal. De verdad, a menudo resulta patético.
La Plaza Catalunya y el inicio del Paseo de Gracia,
desde la calle Caspe.
(JMBigas, Diciembre 2014)

Algunos piensan que un Parque Temático se caracteriza por tener un cierto número de atracciones para el público. Pero, en realidad, la principal atracción es el público. Si consigues acumular un cierto número de personas en medio de la nada, u organizar una cola que conduzca a ninguna parte, la mitad, al menos, de los que pasen por ahí pensarán que si hay gente es que hay algo interesante para ver, visitar, recorrer, sufrir, comer, beber, o lo que sea. Y se pondrán a la cola, aumentando el atractivo de esa atracción inexistente.

Por Navidad y Reyes acostumbro a pasar unos días en Barcelona, donde nací hace ya más años de los que me gustaría reconocer. La coartada para esas breves estancias está formada por diversas reuniones familiares, entre las que destacan las deliciosas habilidades culinarias de mi hermana, sin olvidar a mi sobrino, que siempre ha apuntado maneras en la cocina.
Avenida del Portal de l'Àngel, con el edificio del
Banco de España a la derecha.
(JMBigas, Diciembre 2014)

Durante mi estancia, tengo algunos ratos libres, que habitualmente aprovecho para realizar alguna visita turística en la que, de una u otra forma, sigue siendo mi ciudad. He visto los monumentos y he pisado los diversos enclaves docenas de veces. Por lo que acostumbro a sucumbir a la tentación de fijarme más en las personas que en la piedra vieja, que son las que siempre cambian entre dos visitas parecidas. En resumen, aprovecho el paseo para estudiar a los visitantes, más que al Parque en sí mismo.

La mañana del Día de Navidad, antes de acudir a la copiosa comida que te deja aletargado hasta las ocho de la tarde, tuve unas horas libres, que aproveché para realizar un paseo por el centro de la ciudad, donde siempre se acumula la mayor parte de los visitantes y turistas. La mayoría de ellos llegaron ayer y se irán mañana, por lo que se sienten obligados a aprovechar al máximo su escaso tiempo.

En estas fechas acostumbro a alojarme en un hotelito frente a la antigua Plaza de Toros de Las Arenas, reconvertida, tras una obra faraónica, en un centro comercial que respeta la antigua estructura y la fachada, a la que se ha añadido una maravillosa terraza circular en la parte superior, que parece un OVNI, con estupendas vistas sobre la Plaza de España y los recintos feriales de Montjuïc. Si no la conocéis, os recomiendo anotar su visita en vuestra agenda de cosas pendientes que hacer en Barcelona.
Detalle de la iluminación navideña en la
Avenida del Portal de l'Àngel.
(JMBigas, Diciembre 2014)

En ese trocito de la calle Llançá hay tres hoteles. Con diferencia, el que acostumbro a utilizar es el más económico, aunque es un correcto tres estrellas. De todas formas, una conversación informal que inicié con uno de los chicos de la recepción me alertó de que pueden estar considerando una importante subida de tarifas, atendiendo a su ubicación, ciertamente privilegiada. Desde aquí les recomiendo prudencia, que la elasticidad de la demanda no está para muchas alegrías.

En la Gran Vía (legalmente, Gran Via de les Corts Catalanes) junto a la Plaza de España, tomé el autobús H12, que me dejó junto al Paseo de Gracia. Este autobús forma parte de la nueva red cuadriculada de autobuses que se ha puesto en marcha en la ciudad recientemente, con reacciones variadas entre los usuarios. Los autobuses identificados con la H circulan, a diversos niveles, básicamente paralelos a la línea de la costa, mientras que los identificados con la V circulan globalmente en dirección mar-montaña.

Desde la esquina de Gran Via con Paseo de Gracia bajé hasta la Plaza de Catalunya. Abordé luego la Avenida del Portal de l'Àngel, una arteria muy comercial, atestada de público cuando las tiendas están abiertas, que no era el caso ese día, aunque había bastante gente. Llegué hasta la Plaza de la Catedral, y luego bajé por Via Laietana hasta plaza de Jaime I. Por la calle Argenteria llegué hasta la Basílica de Santa María del Mar. Desde allí tomé el Metro (línea 4, amarilla) hasta el Hospital de Sant Pau, muy cercano a la casa de mi hermana.
La Catedral de Barcelona.
(JMBigas, Diciembre 2014)

La Catedral de la Santa Cruz y de Santa Eulalia es una maravilla gótica, construida entre los siglos XIII y XV, sobre un enclave que ya ocupó con anterioridad una iglesia paleocristiana y, posteriormente, otra visigótica. De todas formas, su maravillosa fachada principal es obra del siglo XIX, respetando el estilo original.

Frente a ella hay una gran plaza peatonal (con un parking subterráneo por debajo), siempre muy transitada por los visitantes de la ciudad, y algunos locales. Dediqué un rato a estudiar el comportamiento de los grupos de turistas, lo que siempre es una ocupación apasionante.

En 1965, el cineasta británico Ken Annakin (1914-2009) dirigió una curiosa película, que en España se llamó Aquellos Chalados en sus Locos Cacharros (su título original era Those Magnificent Men in Their Flying Machines), que fue nominada al Oscar por el mejor guión original. Un excéntrico millonario convoca una carrera entre Londres y París, a la que acuden un alocado grupo de participantes, cada uno con su propio engendro o máquina (presuntamente) voladora. La película cuenta las aventuras y peripecias que se vivieron durante la carrera.

Una sensación parecida a la que tuve viendo esa película es la que me invade en lugares turísticos que atraen a muchos visitantes. Cada persona lleva en la mano, o saca del bolso o bolsillo, un dispositivo variado, uno de esos cacharros de que hablaba la película, para hacer fotos, grabar vídeos o realizarse una de esas autofotos (selfies) que tan de moda están. Algunos, los menos, intuyo que únicamente los muy amantes del arte fotográfico en sí mismo, lucen cámara fotográfica reflex de apariencia imponente. Otros, como yo mismo, esgrimimos alguna cámara compacta de diversas calidades. La inmensa mayoría utilizan los teléfonos móviles o smartphones, protegidos con las fundas más variopintas, muchas de las cuales les dificultan la tarea de tomar fotografías (intuyo que también la de realizar alguna llamada, suponiendo que esos dispositivos todavía se utilicen alguna vez para eso). Finalmente, están los excéntricos que utilizan tablets gigantes (muy grandes para lo que son los usos habituales en fotografía).
Detalle de una de las esculturas expuestas junto
a la Catedral de Barcelona.
(JMBigas, Diciembre 2014)

Antes había que arrimar el ojo al visor, para escoger el encuadre preferido, y las fotografías se tomaban con una cierta intimidad, con los brazos encogidos y la cámara arrimada a la cara. Pero hoy todos los dispositivos disponen de pantalla (de diversos tamaños, algunas incluso francamente indiscretas), que hay que ver a cierta distancia y que provoca la toma de fotografías más bien con los brazos extendidos. Los que utilizamos, además, gafas progresivas, con la cabeza inclinada hacia atrás en una posición inverosímil. Un despliegue, por cierto, que dificulta poder mantener el dispositivo totalmente quieto al activar el disparador. Pero, claro, sofisticadas funciones de estabilización de imagen suplen, en parte por lo menos, la desidia del usuario. La intimidad que existía en el acto de escoger el encuadre para la fotografía que queríamos tomar, la que sería la nuestra, se ha socializado por completo.

Antes, tomar fotografías costaba dinero. Había que comprar consumibles (los carretes fotográficos que hicieron la fortuna de empresas hoy prácticamente quebradas, como la Kodak) y luego había que pagar a un laboratorio fotográfico para revelarlos y conseguir copias en papel. Eso provocaba una cierta economía, incluso racaneo, en la toma de fotografías. En los grupos familiares o de amigos, había habitualmente un responsable del apartado fotografía, el único que llevaba una cámara. Y los encuadres se escogían con cierto cuidado, para conseguir que todas las fotografías fueran de una razonable calidad. Pero hoy en día, una vez dispones del dispositivo y sus accesorios (batería, tarjeta de memoria), tomar fotografías es gratis. Lo que provoca, por supuesto, que donde antes se tomaba una, hoy se toman ciento. Muchas de ellas, por cierto, de calidad infecta. Sólo hace falta ver las que se cuelgan en las redes sociales, donde la mayoría están desenfocadas o fatalmente iluminadas. Da igual, cumplen su papel: dan fe de que estuve allí y me lo pasé genial.

Como hoy podemos ver de forma inmediata cómo ha quedado, podemos borrar las que no nos gusten. Pero no conozco a nadie, yo desde luego no, que se dedique a borrar fotografías una vez hechas. De vuelta a casa hay cientos de fotos donde antes había una docena. La temida invitación a merendar y de paso ver el álbum de fotos de nuestro último viaje, que muchos declinaban argumentando imaginativas razones, se ha trasladado al café de la mañana o a la cervecita de la tarde, congregados en torno a la pantalla de un móvil. Una encerrona, por cierto, de la que es mucho más complicado escapar.
Basílica de Santa María del Mar.
(JMBigas, Diciembre 2014)

Mucha gente lleva hoy su álbum de fotos en el bolsillo. Y esa es una temible amenaza.

Donde antes veíamos a paseantes que circulaban con cierta desidia e ignorancia cierta junto a edificios y monumentos del pasado, hoy vemos a alguien atareado en tomar unas cuantas fotos. Para recordarse a sí mismo y demostrar a los demás, que allí ya ha estado. Eso sí, con parecida desidia y la misma ignorancia de siempre.

Corren tiempos tristes para el arte. Sin embargo, conviene no olvidar que la fotografía es otra cosa, que afortunadamente sigue existiendo, una manifestación artística que discurre al margen de la labor puramente mecánica de esos numerosos grupos de visitantes o turistas accionando sus móviles como autómatas. Y me temo que estoy siendo exageradamente generoso, o directamente bobalicón.

En fin, grabé unos pocos minutos de vídeo de la gente que estaba ese mediodía frente a la Catedral de Barcelona. Espero que ilustre y confirme lo que os estoy contando.


Yendo hacia la próxima Basílica de Santa María del Mar me detuve en la placita con la estatua de Ramón Berenguer III el Grande (1082-1131), Conde de Barcelona. Gracias a que el Sol del invierno se eleva poco por encima del horizonte, pude conseguir un contraluz de la estatua que me parece bonito.

La construcción de la Basílica de Santa María del Mar, durante el siglo XIV, en el barrio de La Ribera, está recreada en la celebrada novela La Catedral del Mar, de Ildefonso Falcones. En Santa María del Mar, ya casi a las dos de la tarde, todavía pude asistir al final de un pequeño recital de cantos navideños.

Desde allí, directo hacia la opípara comida en casa de mi hermana. Regada, por supuesto con buenos vinos. En este caso un excelente blanco de verdejo con barrica, el Belondrade y Lurton y un cava brut nature de manual, el Torelló, espectacularmente suave al paso de boca.

Bueno, un ciclo navideño más que hemos conseguido superar con mínimos daños.

Aparte de las fotografías que he seleccionado para ilustrar este artículo, podéis ver una colección seleccionada de 16 fotografías (incluyendo el contraluz citado), pinchando en la siguiente fotografía.


JMBA

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