Querido Paseante, siempre eres bienvenido. Intenta escribir algún comentario a lo que leas, que eso me ayuda a conocerte mejor. He creado para ti un Libro de Visitas (La Opinión del Paseante) para que puedas firmar y añadir tus comentarios generales a este blog. Lo que te gusta, y lo que no. Lo que te gustaría ver comentado, y todo lo que tú quieras.


Pincha en el botón de la izquierda "Click Here - Sign my Guestbook" y el sistema te enlazará a otra ventana, donde introducir tus comentarios. Para volver al blog, utiliza la flecha "Atrás" (o equivalente) de tu navegador.


Recibo muchas visitas de países latinoamericanos (Chile, Argentina, México, Perú,...) pero no sé quiénes sois, ni lo que buscáis, ni si lo habéis encontrado. Un comentario (o una entrada en el Libro de Visitas) me ayudará a conoceros mejor.



jueves, 3 de junio de 2010

Fumar en Público


Soy fumador. Pero desde que empezó a haber limitaciones para fumar en determinados espacios, he detectado un hecho curioso. Puedo estar sin fumar durante horas si estoy en algún lugar donde no está permitido, sin notar malestar alguno. Eso sí, el primer cigarrillo después de ese período sabe a gloria.
Sin embargo, si estoy en casa, con el ordenador, leyendo, viendo la tele o lo que sea, puedo ventilarme una cajetilla de una sentada. Es decir, existen en el fumador algunos automatismos que, creo, conviene, atajar.


Me he acostumbrado a no fumar en los restaurantes, incluso me parece mejor, porque evita mezclar aromas y ambientes que se alían mal. Incluso siendo fumador, a menudo me incomoda estar comiendo con el humo del vecino. Habitualmente puedo salir a la calle tras el café, para el cigarrito de rigor, y volver luego sin problema, y sin sentirme especialmente excluido.

Los últimos años he tenido ocasión de estar en países donde la prohibición parecía que pudiera acabar siendo una misión imposible. Recuerdo en los 90 la ola antitabaco que barrió Estados Unidos de Oeste a Este. Mi primera estupefacción fue en San Francisco cuando pedimos una mesa de fumadores en un restaurante, y obtuvimos la altiva respuesta de que "no se puede fumar en ningún restaurante de California, señor". Eso, al principio no era absolutamente cierto. Si el restaurante disponía de una barra de bar que estuviera más alejada de una cierta distancia (en metros y centímetros bien precisos) de la mesa más próxima, entonces en la barra se podía fumar. Eso conllevaba un gasto extra, claro, porque fumabas el cigarrito frente a una exposición golosa de whiskeys y bourbons. Todavía recuerdo el ambiente tabernario de la parte trasera del avión de Continental (a base de whisky y cigarritos, para las largas horas transatlánticas).

Luego el tema se fue poniendo severo. En el Aeropuerto de Los Angeles, la zona de fumadores era un patinillo exterior, de unos pocos metros cuadrados, donde se hacinaban decenas de pilotos, azafatas y viajeros. Luego desapareció, claro. En Nueva York, donde ya había llegado la ola, nos dijeron en un restaurante que no se podía fumar. Ante la insistencia, nos dijeron que como ya casi no había gente, nos traían un cenicero y que nosotros mismos.

En Italia, cuna de la acracia cívica, la prohibición en los restaurantes pasó sin más impacto que el que la mayoría de restaurantes disponía en el exterior de una o dos mesas altas, donde se podía fumar durante o al final de la comida, haciendo un alto en el camino, claro.

En Irlanda o Reino Unido, donde el ambiente de los pubs no se explicaba sin el humo del tabaco, la prohibición ha progresado sin mayor impacto. Claro, a menudo, si el tiempo acompaña, el exterior de los pubs se convierte en un problema (casi) de orden público, con gran acumulación de fumadores/bebedores al aire libre.

Hay que reconocer que determinadas circunstancias hacen más difícil al fumador prescindir de su vicio. Fumar durante las comidas es perfectamente prescindible. Fumar charlando con los amigos ante unas cervezas es más difícil de abandonar. Dejar de fumar en una discoteca, con ruido, copas y sin poder hablar, parece más bien misión imposible.

Sin embargo, tenemos un país donde, en general, el clima tiende a ser más benigno que en otros de nuestro entorno. En Alemania, a alguien se le ocurrió estacionar una furgoneta de fumadores frente a algunos locales, para protegerse del frío y la lluvia. Aquí lo de salir a la calle a echar un cigarrito no resulta, habitualmente, una prueba insalvable.

En París, en Mayo del 68 (por lo que me han contado, que yo NO estuve) se acuñó la frase de “Prohibido Prohibir”. Sagaz y astuta, y contradictoria, claro. Prohibir es una actitud más bien autoritaria, que intenta convencer al ciudadano de que el Gobierno conseguirá evitar que nuestra propia estulticia nos haga daño. Rancio, como poco.

El tabaco es lo más parecido que conozco al automóvil. Usado sin prudencia, es potencialmente dañino para uno mismo, y también para los demás. Es lo que los diferencia de otros hábitos, como beber o inyectarse droga. Claro que la actitud de algunos tertulianos también puede afectar a la salud (mental) del televidente, pero ese es otro tema.

En la carretera, hemos tenido que ver cómo la conducción se ha convertido en un ejercicio extremadamente aburrido. Las prohibiciones y limitaciones de velocidad, lo único que puede medirse, han limitado los desperfectos, y han reducido el número de víctimas mortales. De todas formas, pensar que la prohibición es la única solución es aceptar la profunda estupidez del ciudadano. Pagamos todos la imprudencia de unos pocos. Si tu mano te escandaliza, córtate el brazo.

Con el tabaco va a suceder algo parecido. Se prohibirá fumar en todos los espacios públicos cerrados, aunque a todos los presentes les apeteciera echarse un cigarrito. Seguramente es la única solución viable para evitar perjuicios en los fumadores pasivos. Y los fumadores ya hemos demostrado que sabemos aceptar esas normas.

El Estado, en su suprema hipocresía, recauda con una mano de lo que castiga con la otra. E incluso subvenciona plantaciones de tabaco. Claro que si los cigarrillos no pasaran por las manos ávidas de algunas multinacionales, cuyo objetivo principal es fidelizar al cliente, y siguiera siendo solamente un producto agrícola, seguramente sería menos dañino de lo que es hoy. Indudablemente, el tabaco tiene algunos efectos benéficos en el plazo inmediato, a cambio de algunas consecuencias en la salud debidas a su acumulación.

Pero si el Estado esgrime finalmente los argumentos ligados a que las enfermedades provocadas (o así se supone; o al menos propiciadas) por el tabaco son muy caras para el Sistema Nacional de Salud, ese sí es un camino claro hacia el Gran Hermano. El Poder que debe velar por la salud de sus ciudadanos, de sus productores. A las acelgas por Decreto quedan pocos pasos.

Seamos razonables y prudentes. Impongamos una regulación en el uso del tabaco, que proteja a los no fumadores, y que prevenga, dentro de lo posible, la iniciación en el tabaco de los más jóvenes.

Pero rehuyamos las prohibiciones, por su tufo autoritario.

Porque lo que realmente mata es vivir. Prohibir vivir está al final de ese camino.

JMBA

No hay comentarios:

Publicar un comentario