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domingo, 18 de julio de 2010

Veraneos 1970

Agotado el período de veraneos en la Torre Aranda (que ya he contado en otro artículo: http://jmbigas.blogspot.com/2010/06/veraneos-1960.html), pasamos algunos veranos sin salir de Barcelona para períodos largos. Cómo se pasaban los veranos en la ciudad ya lo contaré otro día.

En 1968, la familia decidió que había que volver a veranear, aunque fuera en un formato ya más moderno. Hubo que escoger otro pueblo, y la elección fue para uno que estaba algo más cerca de la ciudad, y que tenía estación de ferrocarril. Además, también vivía allí una hermana de mi padre, con su marido, su hija casada, y dos nietos.

(El colmado ha desaparecido, pero el piso era éste. Fuente: Google Earth Street View).

Ese año alquilamos solamente para el mes de Septiembre el piso que estaba encima de un pequeño colmado, en una calle de bastante pendiente, que se dirigía hacia la estación y las afueras. La abuela Rafaelita todavía nos acompañaba, de hecho ese fue el último verano de su vida. Subir hasta el centro del pueblo y la plaza, donde vivía mi tía, era un buen ejercicio. Fue un período de tanteo, y al final decidimos que ese pueblo nos convenía para los veranos siguientes.

A partir de 1969, y durante unos cuantos años, alquilamos para todo el verano un piso en la casa que era propiedad del dueño de la pastelería más conocida del pueblo, y que estaba en la prolongación de la calle principal, cerca de la plaza. Entre el primero y el ático fuimos pasando de un año al siguiente. El primero era un piso muy correcto, con balcón corrido a la calle. El ático era más pequeño, y se había sobrepuesto a la obra previa. Había que subir cuatro pisos (sin ascensor, por supuesto), pero tenía una terraza grande que valía su peso en oro.

(Balcón corrido del primer piso. Fuente: Google Earth Street View).

Por esa época, yo ya tenía doce años, y mi hermana mayor casi veinte. Muchas tardes íbamos de paseo con mi prima y sus hijos (muy pequeños todavía) por la carretera nueva. Era una especie de bypass que habían inaugurado recientemente, y por el que prácticamente no había ninguna circulación. Discurría por las afueras, al pie del monte del pueblo. Junto a la carretera, mi prima y su marido se estaban construyendo la que sería su casa. Para siempre, esa casa ha sido la casa nueva.

Muchos domingos, después de comer, venía a casa el marido de mi prima, para echar unas partidas de dominó con mi padre y con nosotros. Eso duró hasta que, un domingo, desde el balcón nos mostró el flamante Seat 850 Especial que había aparcado a la puerta. Nunca más volvió al dominó de las sobremesas de los domingos.

Inauguraron un Polideportivo Municipal en la parte baja del pueblo, con piscina y unas pistas de tenis. Nos hicimos socios, y empezamos a practicar tenis con bastante asiduidad, mi hermano y yo, especialmente, aunque mi padre también hizo algunos pinitos. Volver desde el Polideportivo a casa, después de jugar a menudo un par de horas a pleno Sol, suponía remontar desniveles importantes y un castigo bastante ejemplar. A menudo bajábamos en bicicleta, pero luego la subida era un suplicio. Porque esas bicicletas no tenían cambio de marcha ni nada que se le asemejase. Eran puramente de paseo por sitios llanos, y poco más.

(Entrada al Polideportivo Municipal. Fuente: Google Earth Street View).

Para jugar a tenis, había que reservar pista. Y, como en casa no había teléfono, había que personarse en el Polideportivo para hacerlo. De ahí nacieron las famosas discusiones dialécticas entre mi hermano y yo, en que los dos tratábamos de demostrar por todos los medios que hoy le tocaba al otro bajar a reservar pista. Como yo era el pequeño, siempre he sospechado que a mí me tocaba con más frecuencia, aunque no podría demostrarlo. Y, por cierto, había que pagar por adelantado. Si acababa lloviendo, lo que era frecuente avanzado Agosto, no se podía jugar y se perdía el dinero adelantado.

Mi padre ya tenía coche por esa época, pero durante la semana tenía que bajar todos los días a la ciudad, porque no podía abandonar su trabajo. Por lo que en el pueblo nos quedábamos al albur de las bicicletas y de donde se pudiera llegar andando. Unos años más tarde apareció en casa un Seat 600 de segunda mano (por lo menos), con el que aprendió a conducir mi hermana, luego mi hermano, y más tarde yo mismo. Y la vida se nos hizo un poco más fácil.

A primeros de septiembre era la Fiesta Mayor de verano. Cerca de casa se instalaban las atracciones habituales. Yo llegué a ser un gran experto en los autos de choque. Claro que compraba fichas para aburrir. A principios de los 70, se podían comprar seis fichas por veinticinco pesetas, creo recordar. Como ya me consideraban cliente habitual, por ese dinero siempre conseguía siete fichas, y hasta ocho muy a menudo. Supongo que con los autos de choque descargaba la agresividad (incluso sexual) de esa adolescencia incipiente.

Frente a la casa vivía con sus padres un chico algo mayor que mi hermana, y que le hacía gracia. El tema se fue calentando entre los dos, y se hicieron novios. Más adelante (en el 77) se casaron, y hoy es el padre de dos de mis sobrinos.

Los dueños de la pastelería tuvieron que disponer de esos pisos para otro uso familiar, y los últimos años tuvimos que estar en otra casa, propiedad de la hermana del maestro de música. La casa estaba frente al parque, un poco más hacia las afueras. Era bastante cómoda, pero siempre olía un poco a humedad.

(La casa del último año. Fuente: Google Earth Street View).

Yo, de niño, era un chaval más bien enclenque y escuchizimizado. Pero, un verano en el pueblo, me pilló una diarrea desbordante, casi un brote de cólera. Tras deponer dieciocho veces en un día (ya sólo salía el continente del intestino, porque el contenido se agotó por el camino), a media tarde apareció el médico por casa, y su primer diagnóstico fue de conjuntivitis. Que no digo que no tuviera los ojos irritados de tanto trajín (desde luego no de apretar), pero esa no era sin duda mi mayor dolencia. El episodio terminó por renovarme totalmente el aparato digestivo. Y el nuevo vino con el metabolismo cambiado, y pasé muy rápidamente de enclenque a fornido, por ser generoso. Y ese ha sido ya siempre mi perfil, hasta hoy.

Nos fuimos haciendo todos mayores, y había días en que todos los hermanos teníamos que bajar a la ciudad para temas laborales, de estudios o lo que fuera, y mi madre se quedaba sola (o casi) en el pueblo. El ciclo se estaba agotando, y finalmente se agotó del todo, y se interrumpió esa cadena de veraneos de tres meses (más o menos). Más adelante, ya esbozando los 80, empezó otro, pero con características bien diferentes. Ya lo contaré un poco otro día.

Desde que dejamos de ir a ese pueblo, terminaron los veraneos. A partir de ahí ya hubo sólo vacaciones.

JMBA

1 comentario:

  1. Vaya añoranzas, amigo Bigas. Son épocas doradas que se recuerdan con cariño, mirando a un pasado donde seres queridos estaban presentes y donde no era necesario dinero ni sofisticación para compartir esos momentos entrañables.

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